La próxima vez que lo intentó, al abrir la puerta encontró a su esposa boca abajo, tomada del respaldo de la cama, haciéndole cosas increíbles a un turco de hombros peludos. La vez siguiente ella, boca abajo, se abrazaba las rodillas mientras un chino enorme se complacía con toda libertad en medio de los sollozos de ella. Y la otra vez eran dos negros betún los que hacían con ella lo que querían. Estos dos negros, en particular, siempre volvían, a veces con el turco. Y otras dejaban que Vernon comenzara con su esposa para luego entrar como trombas y arrojárseles encima. ¿Y a la esposa de Vernon le importaba todo esto que ocurría? ¿Que si le importaba? Le gustaba. ¡Le encantaba! Y a Vernon también, por lo visto. En la oficina Vernon reflexionó fríamente si él no tendría algún oculto e íntimo deseo de que su esposa hiciera esas cosas con esa gente. La sola idea lo hizo estremecer de rechazo. Pero, de una u otra manera, en realidad no le importaba, ¿verdad? Fuera como fuese le gustaba. Le encantaba. Decidió poner punto final al asunto.
Cambió totalmente su enfoque. “Bien, muchacha”, murmuró para sí, “pueden ser dos los que jueguen”. Para empezar, Vernon tuvo “aventuras” con todas las amigas de su esposa. La más larga y detallada fue con Vera, ex compañera de colegio de su esposa. Las tuvo con las mujeres que jugaban con ella al bridge, con las otras trabajadoras sociales del centro de beneficencia. Hizo travesuras con todas las familiares elegibles de ella, con su hermana menor, con esa sobrinita tan encantadora. Una mañana de locura hasta se montó a su odiada suegra. “Pero, Vernon, ¿qué…?”, susurraban todas, asustadas. Pero Vernon las arrojaba en la cama, se quitaba el cinturón y lo agitaba en el aire como un látigo. Todas las mujeres del mundo de su esposa, una por una, fueron sometidas por Vernon.
Entretanto, las actividades eróticas de Vernon con su esposa continuaban más o menos como antes. Tal vez hasta se habían beneficiado en intensidad y dulzura bajo la influencia de los rumores de la vida subterránea de Vernon. Con este último desarrollo, sin embargo, Vernon pronto advirtió que había una nueva dimensión, un cambio desfavorable en el lecho conyugal. Los actos sexuales ya no eran herméticos; la seguridad y la paz habían desaparecido. Vernon ya no intentaba poner freno a la carrera de sus pensamientos. En segundo lugar, y esto era todavía más crucial, sus relaciones eran, sin duda, menos frecuentes. Seis veces y media por quincena, tres veces por semana, cinco por quincena… Decididamente perdían terreno. Al principio la mente de Vernon era un caos de acumulaciones, déficit, programas reestructurados, planes de recuperación. Luego tomó más distancia con respecto a toda la situación. ¿Quién dijo que tenía que hacerlo tres veces y media por semana? ¿Quién dijo que eso estaba bien? Después de diez noches castas (un récord hasta el momento), Vernon observó que su esposa se volvía tristemente hacia el otro lado después de un “buenas noches” apagado. Esperó unos minutos, apoyado en un codo, y eternalizó fríamente ese momento potente. Después se inclinó y la besó en el cuello, también fríamente, y sonrió al ver moverse el eje del cuerpo de ella. Siguió sonriendo. Él sabía dónde estaba la movida.
Porque ahora Vernon sabía perfectamente que podía tomar a cualquier mujer, absolutamente cualquier mujer, con sólo un gesto, un mínimo movimiento de hombros, o chasqueando los dedos en forma perentoria una única vez. Sistemáticamente se unía con cualquier mujer que veía por la calle, hacía lo que quería con ella y luego la arrojaba a un lado sin pensarlo dos veces. Todas las modelos de las revistas de modas de su mujer desfilaban por su dormitorio, una a una. Le llevó varios meses pasar por todas las actrices de televisión conocidas, y otro tanto recorrer a las principales estrellas de la pantalla de Hollywood. (Vernon compró un gran libro de hojas satinadas para que le brindara ayuda en su proyecto. Pensaba que las chicas de la Época de Oro eran las amantes más audaces y atléticas: Monroe, Russell, West, Dietrich, Dors, Ekberg. Podían guardarse a Welch, a Dunaway, a Fonda, a Keaton). Ya la lista de nombres era impresionante, y las proezas de Vernon con ellas, insuperables. Todas las chicas decían que Vernon era el mejor amante que habían tenido jamás.
Una tarde miró discretamente las revistas pornográficas que brillaban en los estantes de un quiosco de diarios y revistas lejos de su casa. Tomó nota mentalmente de los rostros y las siluetas, y por breve tiempo asoció a las chicas a su enorme harén. Pero estaba perplejo, lo admitía: ¿Cómo podía ser que tantas hermosas chicas se quitaran la ropa por dinero? ¿Así nomás? ¿Por qué los hombres querían comprar esas fotos de muchachas sin ropa? Perturbado, bastante confuso, Vernon organizó la primera gran purga en sus clamorosos salones de orgías. Esa noche se paseó por los corredores penumbrosos y las tranquilas antesalas golpeando las manos y mirando severamente a uno y otro lado. Algunas chicas sollozaban sin disimulo por la pérdida de sus amigas, otras le sonreían por su furtivo triunfo. Pero él avanzaba, cerrando de un golpe las puertas que dejaba atrás.
Vernon buscó solaz en las páginas de la gran literatura. Calidad, se dijo, lo que él buscaba era calidad. Allí estaban las chicas de clase alta. Vernon se puso a trabajar con lo que encontraba en los estantes de la reducida biblioteca local. Después de unas rápidas aventuras con Emily, Griselda y Criseyde, y un contundente fin de semana con La Buena Mujer de Bath, pasó directamente a Shakespeare y a las deliciosas estrellitas de grandes ojos de las comedias románticas. Se divirtió con Viola en las colinas de Iliria, durmió en un claro del bosque en Arden con la sinuosa Rosalind, se bañó desnudo con Miranda en una laguna turquesa. En una sola mañana, sin darle mucha importancia, estuvo chapoteando con las cuatro heroínas trágicas: la fría Cordelia (que en realidad parecía una rana), con la agridulce Ofelia (un poco estrecha, aunque disfrutó de su lenguaje procaz), con Lady M., la de los ojos de serpiente (Vernon se cuidaba de ella) y sobre todo con esa hechicera furiosa que era Desdémona (Otelo no se equivocaba. Apestaba a sexo). Después de algunos floreos, arduos, antihigiénicos pero relativamente breves con el drama de la Restauración, Vernon siguió su gesta entre las prudentes matronas de la Gran Tradición. En general, cuanto más tranquilas y respetables eran las jóvenes, más humillantes y complicadas eran las cosas que Vernon quería hacer con ellas (con las descocadas como Maria Bertram, Becky Sharp o Lady Dedlock, Vernon entraba, salía y escapaba medio desnudo por los techos). Pamela tenía lo suyo, pero Clarissa resultó ser la verdadera estrella de la obra; Sophia Western era bastante entretenida, pero la piadosa Amelia era la que daba las notas más altas en el afiebrado repertorio de Vernon. Tampoco pudo quejarse de sus amores de una sola noche con las del tipo de Elizabeth Bennett y Dorothea Brooke. Era un intercambio adulto, higiénico, basado en la clara comprensión que tenían ellas de los deseos y necesidades de él; sabían que los hombres como Vernon tomaban lo que querían, y que cuando despertaran al día siguiente él ya se habría ido. Prefería a Fanny Price, o mejor, mucho mejor, a la pequeña Nell; Vernon entraba al dormitorio arremangándose y sabía que pronto Fanny y Nell preferirían no haber nacido. ¿Les importaban las cosas terribles que él les hacía? ¿Que si les importaban? Cuando, a la mañana siguiente, él se preparaba para irse abrochándose solemnemente el cinturón ante la alta ventana, ¡cómo gritaban!