Pasó un mes sin que su esposa dijera nada. Este era un plazo que siempre le había parecido definitivo a Vernon, y ahora veía la confrontación como una cuestión que se dilataba noche a noche. Todo el día repasaba sus excusas. Para estirar las cosas Vernon adujo una jaqueca, la noche siguiente un malestar de estómago. Las dos noches siguientes se quedó levantado hasta la madrugada “preparando el balance”, dijo. La quinta noche fingió un largo ataque de tos, la sexta una fiebre alta. Pero la séptima noche se quedó allí, desvalido, esperando tristemente. Pasaron treinta minutos, uno al lado del otro. Vernon rogaba dormirse o morirse.
– Vernon… -dijo ella.
– ¿Ajá? -logró articular él-. Por Dios, qué graznido le salió.
– ¿Quieres hablar de esto?
Vernon no respondió. Allí se quedaba, deshaciéndose, muriéndose. Seguían pasando los minutos. Entonces sintió la mano de ella en la cadera.
Bastante tiempo después, en la postura de un cowboy que monta a un toro bravo, Vernon le eyaculó por toda la cara a su mujer. Durante el curso de las dos horas y media precedentes le había hechos tales cosas que se asombraba de que ella todavía estuviese viva. Se dejaron caer, murmurando inaudiblemente, y se durmieron uno en brazos del otro.
Vernon se despertó antes que ella. Le llevó treinta y cinco minutos salir de la cama, de tanto cuidado que puso en hacerlo sin despertarla. Hizo el desayuno en bata, concentrando cada una de sus células en las pequeñas tareas sacramentales. Cada vez que su mente volvía a la noche anterior dejaba escapar una especie de gruñido, o se raspaba los nudillos en el rallador de queso, o se mordía la lengua. Cerraba los ojos y veía a su esposa aplastada contra la cabecera de la cama con una pierna en el aire, oía el ruido de sus nalgas bajo los golpes que él le propinaba con las palmas abiertas hasta dejárselas moradas. Se apoyó en la heladera. Tenía la imagen de su mujer entrando en la cocina en cuatro patas, con la cara llena de moretones azules. No era posible que no dijera nada sobre eso, ¿verdad? Puso la mesa. La oyó moverse. Se sentó, sintiendo que se le partían las rodillas, y escondió la cabeza detrás de la caja de cereal. Cuando levantó la mirada su esposa estaba sentada frente a él. Parecía perfectamente normal. Lo miró con sus luminosos ojos azules.
– ¿Una tostada? -resopló él.
– Sí, por favor. Ay, Vernon, qué bueno fue.
Por un instante Vernon supo que no tenía que matar a su esposa ni suicidarse, ni matarla y salir del país con nombre falso y empezar otra vida en otra parte, en Rumania, en Islandia, en el Lejano Oriente, en el Nuevo Mundo.
– Qué, ¿te refieres a…?
– Sí, sí. Estoy tan contenta. Por un momento pensé que… pensé que tú…
– Yo…
– No, querido, no digas nada. Comprendo. Y ahora todo está bien otra vez. Ah… -agregó-, estuviste malito,¿eh?
Vernon estaba otra vez al borde del pánico. Pero se lo tragó y dijo con tono casuaclass="underline"
– Sí, un poco, ¿no?
– Muy malo. Muy grosero. Vernon…
Ella buscó la mano de él y se puso de pie. Y él también… o adoptó la postura vertical movido por un sistema hidráulico diseñado para la ocasión. Ella miró por encima del hombro mientras iba hacia la escalera.
– No debes hacer eso tan seguido, ¿sabes?
– ¿De veras? -dijo él arrastrando las palabras-. ¿Quién lo dice?
– Yo lo digo. Perdería toda la gracia.
Vernon sabía una cosa: iba a dejar de hacer el recuento. Pensó que pronto todo volvería a la normalidad. Él había tenido sus estímulos, era lógico que el ser querido también los tuviera. Vernon siguió a su esposa al dormitorio y cerró suavemente la puerta tras ellos.
Granta, 1981
La coincidencia de las artes
– Esto es una farsa. ¿Ya leíste mi novela?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque estuve terriblemente…
Junto a la acera de enfrente estacionó un gran camión de bomberos con gran ruido. Mil conversaciones cesaron en la zona afectada, y luego recomenzaron ansiosamente.
– Estuve terriblemente ocupado.
– ¿No me dijiste eso, exactamente, la última vez que nos vimos?
– Sí.
– ¿Y cuántas veces más vas a decírmelo?
Los dos hombres estaban parados frente a frente en la esquina, ese laberinto de calles, senderos y plazoletas donde la Séptima Avenida cae en el Village. El que hacía las preguntas tenía unos treinta y cinco años, medía más de uno ochenta y era muy flaco, con cuerpo de futbolista. Su nombre era Pharsin Courier, y era negro muy oscuro. El que respondía tenía más o menos la misma edad, pero medía menos de uno ochenta y era escuálido. Parado allí, delante de su interlocutor, parecía que le faltaba una dimensión. Se llamaba sir Rodney Peel, y era de piel muy blanca.
Hablaban a los gritos, pero no por exasperación o enojo. La ciudad era cada día más ruidosa, hasta las sirenas aullaban más fuerte para hacerse oír.
– Encuentra el tiempo para leer mi novela -dijo Pharsin. Dedicó veinte minutos más a insistir sobre el tema, y finalmente dijo: -Te di ese original de buena fe, y necesito tu crítica. Los dos somos artistas. ¿Eso no cuenta para nada?
¿En esta ciudad?
El cartel decía: Material para Artistas Omni. Para el artista que hay en cada uno.
Todos eran artistas. Los camareros y camareras de los cafés eran actores y actrices, y los clientes de los cafés eran libretistas y guionistas, arpistas, puntillistas, ceramistas, caricaturistas, contrapuntistas. Los niños eran patinadores y malabaristas, las niñas bailarinas (conversando en las mesas con sus madres y maestros). Hasta los bebés eran estrellas de publicidad y tenían agentes. Y la cosa no paraba allí. En la calle los escultores empujaban carretillas con fragmentos de piedra y se cruzaban con flautistas en borceguíes, y una troupe de payasos hacía mímica frente a un público que ensayaba improvisaciones. Y mucho más: había payasos en zancos de tres metros. Divas que practicaban sus escalas desde las ventanas de los inquilinatos. Los que instalaban corriente alterna eran todos instalacionistas. Los obreros de la construcción eran constructivistas.
Y, por una vez, sir Rodney Peel decía algo que era cierto: estaba terriblemente ocupado. Después de muchos años de pantanosos fracasos en el arte y en el sexo en Londres, SW3, ahora Rodney saboreaba lo contrario en Nueva York. Quedaban rastros del fracaso en la piel oscurecida alrededor de los ojos (manchados, con cicatrices, con pérdida visual), en sus pijamas, sin lavar durante quince años (cuando se levantaba por las mañanas los dejaba apoyados verticalmente contra la pared). Pero Norteamérica lo había reinventado. Tenía título, el pelo recogido en cola de caballo, una cuenta floreciente y buen pincel. Era un heterosexual solitario en Manhattan: algo tendría que desmoronarse. Y ahora Rodney conocía el pánico de los sueños que se hacen realidad. Como un personaje secundario en un sueño, veía duplicarse las ganancias: sólo se necesitaba sacudir la cabeza como un aristócrata, y tener un rostro honesto. Bajo el piso de madera de su estudio, en sobres marrones, guardaba noventa y cinco mil dólares en efectivo. Y todas las noches se metía en un lecho perfumado, sin decir palabra, mientras los oídos le zumbaban como caracoles.
Rodney todavía tenía esperanzas de convertirse en un pintor importante. No muchas esperanzas, pero sí algunas. Hasta él mismo se daba cuenta de que su universo artístico, después de diez meses en Nueva York, se había reducido mucho. El viaje por su propio sistema nervioso, la búsqueda de las relaciones espaciales, el rastreo de su propio talento, todo esto, por el momento, lo había dejado de lado. Y ahora era un especialista. Pintaba esposas. Esposas de profesionales ricos y de ejecutivos: las esposas de los tigres de Madison Avenue, las esposas de los héroes de Wall Street. Su pincel las halagaba y las rejuvenecía, naturalmente; pero esto no era particularmente arduo, ni siquiera deshonesto, porque las esposas nunca eran las de primeras nupcias: eran las segundas, las terceras y las siguientes esposas. Ellas miraban con expresión virtuosa a ese esbelto sir Rodney con su túnica manchada de colores. “Perfecto”, murmuraba él. “No. Sí. Así está muy bella…” A veces una cosa llevaba a la otra, pero nunca a nada concreto. Tímidamente, su vida amorosa imitaba a su arte. Esta esposa, aquella esposa. Rodney halagaba, flirteaba, andaba a tientas, fracasaba. Luego vino el cambio. Ahora, cuando trabajaba, su pintura se coagulaba en la línea tradicional, en las curvas convencionales. Entre una tela y otra, sin embargo, Rodney sentía la terrible agitación del innovador.