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– Pasó algo -le contó a Rock Robville, su agente o intermediario-, en el frente del… “conocimiento carnal”.

– ¿Ajá? Cuéntame.

– Realmente extraordinario. Nunca tuve algo tan…

– ¿La perfumada señora Peterson, quizá?

– Por Dios, no.

– Apuesto a que fue la abundante señora Peterson.

Rock tenía veintiocho años, era delgado, de mejillas rosadas y con grandes entradas en la frente. Él también era inglés, y de la clase de Rodney. Los Robville no eran una familia tan antigua e importante como los Peel, pero eran mucho más ricos. Ahora Rock estaba acumulando otra fortuna como empresario de cosas británicas: castillos para vacaciones en Escocia, derechos de pesca en Cumbria, escudos, títulos, nannies, armaduras. Ah, y mayordomos. Rock trabajaba mucho con los mayordomos.

– No, no es una esposa -dijo Rodney-. No quiero hablar mucho de esto para no romper el hechizo. Jovencita.

– ¿Ya se han “conocido”?

Rodney lo miró, frunciendo el entrecejo, como si no recordara bien. Luego su rostro se serenó y contestó negativamente. Rock se divertía usando este lenguaje con Rodney. Usaba también la frase: “Jugar a las escondidas con el salame”. Esconder el salame sonaba más divertido que el habitual juego de Rodney con las mujeres. Su juego se llamaba “Encontrar el salame”.

– Nosotros… hemos ido a la cama. Pero todavía no hemos consumado el hecho.

– El acto de la oscuridad -dijo Rock, consiguiendo que Rodney lo mirara con extrañeza-. Qué dulce. Y qué antiguo. Primero quieren acostumbrarse uno al otro.

– Eso es. Ella no… Nosotros no…

Rock y Rodney estaban apoyados de espaldas en la barra de caoba, bebiendo Pink Ladies, en un lugar tradicional cerca de Lower Park Avenue. Observando la expresión lasciva y ansiosa de su amigo, Rock se sintió súbitamente protector y dijo:

– ¿Ya hiciste algo con el dinero? Habla con el señor Jaguar. Pronto. Los norteamericanos son muy salvajes con los impuestos. Te pueden mandar a la cárcel.

Guardaron silencio. Los dos pensaban que Rodney duraría cuatro o cinco segundos en una cárcel norteamericana. Luego Rodney se movió en su asiento y dijo:

– Tengo ganas de celebrar. Todo es tan excitante. Te ofrezco otro de ésos.

– Claro. Tú eres un hombre blanco. Cuando te acuestes con ella, cuéntame.

Rodney era uno de esos ingleses que tenían que salir de Inglaterra. Salir de Inglaterra y dejarse el pelo largo. Incapaz de enfrentar a su madre, a su abuela, a cualquier dama ociosa, charlatana, sonriente que le obligaran a acompañar. Cuando trataba de liberarse lo traían de vuelta a lo que era de ellos, de la familia. Era propiedad de ellas… Rodney tenía un labio superior grueso que, durante esos años precarios, a menudo mostraba una mueca lateral de resignación… de insulsa resignación. Se lo encontraba en los restaurantes chinos de Chelsea, con una tía que lo había invitado a almorzar y lo amonestaba mientras fumaba como una chimenea, y él con los brazos cruzados, sintiendo que la chaqueta le quedaba estrecha, y el labio superior con la mueca filosófica.

– ¿Ya leíste mi novela?

– ¿Qué?

– Si ya leíste mi novela.

– Ah. Pharsin -Rodney lo miró con atención-. Traté de encontrar tiempo por las tardes. Pero el hecho es que… -Miró la avenida Greenwich con tristeza. Domingo por la mañana, y todo el mundo con su verborragia, con su locuacidad fantástica, con su incontenible necesidad de comunicarse: el Times del domingo. -El hecho es que…

El hecho era que Rodney trabajaba todas las mañanas y hacía vida social con mucho alcohol por las tardes, la única hora del día concebible para abrir un libro, o en todo caso una revista o un catálogo… y se iba a la cama. Le zumbaban los oídos. Y perpendicular en su ardor.

– Vamos, hombre, esto ya es una locura.

Rodney recordó un buen recurso cuando había que mentir: mantenerse lo más cerca posible de la verdad.

– He tratado de hacerme tiempo por la tarde. Pero por la tarde… viene mi amiga, sabes. Yo la… “recibo” por la tarde.

Pharsin asumió una actitud juiciosa.

– Por ejemplo -continuó Rodney, entusiasmándose, el viernes por la tarde justamente estaba decidido. Y entró ella. Yo tenía tu novela en la mano.

Por supuesto esto no era cierto. Pharsin se revolvió en su asiento. Era inimaginable que hubiera un manuscrito en la mano de Rodney. Todavía estaría debajo del piano, o en el estante o cajón donde él lo había tirado, meses atrás.

– ¿Ella va todos los días?

– Excepto los fines de semana.

– Entonces, ¿cuál es la solución, Rod?

– Me haré tiempo algunas noches. Tengo que ponerme.

– ¿Dices que el viernes a la tarde tenías mi novela en la mano?

– Estaba a punto de empezar a leerla.

– Bien. ¿Cuál es el título?

Pharsin estaba frente a él, alto como un rascacielos. Cada uno de sus dientes tenía el tamaño de la cabeza de Rodney. Cuando se inclinó para escupir en la alcantarilla, era como si alguien hubiera arrojado un baldazo desde el tercer piso.

– Dime que no sabes. ¿Cuál es el título, carajo?

– Bueno… -dijo Rodney.

A Pharsin lo había conocido en el ángulo sudoeste de Washington Square Park, ese tablero de ajedrez invertido, donde los drogadictos eran todos Expertos, los borrachos eran todos Grandes Maestros, y los charlatanes y los vagabundos con manchas de pizza eran todos ex Campeones Mundiales. Rodney, que durante años había sido segundo en el tablero en la universidad de Suffolk, se acercó a la mesa de mármol que Pharsin presidía con grandes alardes. En media hora perdió cien dólares.

Nunca en sus trabajos con las treinta y dos piezas y los sesenta y cuatro cuadrados había perdido tan ridículamente. No era más que un centurión, esperando estúpidamente con su minifalda metálica y la espada corta a su lado, mientras que Pharsin era un gladiador de carrera, odiosamente experimentado con la red y con el tridente de bronce. Después de una docena de movidas Rodney empezó a sentir que se ajustaban las cuerdas y lo mordían las puntas del tridente. En la tercera partida Pharsin prescindió con éxito de su dama: todo parecía andar bien hasta que las negras colocaron la primera torre en lo más íntimo de la defensa de las blancas.

Entablaron conversación mientras trotaban juntos, al son de saxofones y sirenas, pasando entre los traficantes del ángulo noroeste para salir a la calle Octava.

– ¿Te… ganas la vida con esto?

– Antes sí -dijo Pharsin en medio de los parlantes y las radios que atronaban en el camino-. El ajedrez ya no da tanto. Tuve que diversificar.

Rodney le preguntó qué más hacía.

– El ajedrez es un arte. Si puedes practicar un arte, puedes practicar cualquier otro.

Rodney dijo qué interesante, mientras trotaba tras él, con la sensación de que podría pasar entre sus piernas. No, no tendría lugar: los músculos parecían heavies que se apoyaban en las paredes de un túnel. La cabeza de Pharsin, en lo alto de ese cuerpo, tenía el tamaño del cabezal de un asiento de auto. Rodney sintió respeto por la cabeza de Pharsin. Fuera lo que fuese el ajedrez (un arte, un juego, una pelea), sin duda era una montaña. Y Rodney caminaba al pie de esa montaña. Mientras que Pharsin llegaba a la mitad del borde del acantilado que ocultaba el cielo.