Выбрать главу

– ¿Ves esto?

Pharsin se detuvo y sacó de su mochila un rollo de papeles: un ensayo titulado “La co-incidencia de las artes. Parte I: La indivisibilidad de la poesía, la fotografía y la danza”. Rodney recorrió la primera frase con la mirada. Era el tipo de frase que dedica mucho tiempo a dar marcha atrás antes de poner en primera.

– ¿Estás seguro de que quieres decir “coincidencia” y no “correspondencia”?

– No. Co-incidencia. Las artes se dan en la misma parte del cerebro. Por eso uso el guión.

Rodney tenía mucho que decir sobre la coincidencia. Todo lo que ahora tenía se lo debía a la coincidencia. Había sucedido en un sendero en el campo, a menos de un kilómetro de la casa de su abuela: un choque de frente de dos Range Rovers, los dos llenos de familiares de la rama paterna Peel. Todo lo que vino después partió de esto: el título, el coraje, el rock, Norteamérica, el sexo y los cinco mil billetes de veinte dólares bajo el piso de su estudio. Y, pensó, quizá también el talento.

– ¿Eres inglés?

– Sí, muy inglés.

– Mi mujer también es inglesa. La opresión del sistema de clases la obligó a salir de las costas británicas.

– Lo lamento. Puede ser muy desgastante. ¿Tu esposa también es artista?

– Sí. Ella…

Pero lo que Pharsin iba a decir quedó ahogado por el estruendo de la ciudad: alguien estaba haciendo detonar algún arma nuclear de baja potencia o arrojando una carga desde un helicóptero.

– ¿Y tú? -preguntó Rodney.

– Escultor. Matemático. Coreógrafo. Percusionista. Ensayista. Además del arte en el que tú yo nos metimos hace un tiempo.

– Ah, recuerdo -respondió humildemente Rodney-. Soy pintor. Y tengo otros intereses. -Y dijo lo que solía decirles a los norteamericanos, porque, desde el punto de vista geográfico, era virtualmente cierto (¿y ellos qué sabían?): -Estudié literatura en Cambridge.

Pharsin trastabilló y dijo:

– Eso me intriga. Porque últimamente he pensado que básicamente soy novelista. Bien, mi amigo. Voy a pedirte que hagas algo por mí.

Rodney escuchó, y dijo que sí. ¿Por qué no? Además Rodney pensaba que sería facilísimo quitarse de encima a Pharsin.

Pharsin dijo:

– Estaré en situación de controlar muy bien cómo progresas en la lectura.

Rodney esperó.

– No me reconoces. Trabajo en la portería de tu edificio. Los fines de semana.

– Ah, claro. -En realidad Rodney todavía estaba en la tarea de diferenciar las tres o cuatro caras negras, amenazantes y lustrosas en la penumbra del hall de entrada. -Qué coincidencia -murmuró-, la coincidencia de las artes. Dime, ustedes, los de allí abajo, ¿son una pequeña familia?

– ¿Por qué se te ocurre esa idea? No tengo nada que ver con esos animales. Bien. Mañana te traeré mi novela. Sin falsa modestia, no creo que puedas escapar del hechizo que produce leerla…

– Bueno… -dijo Rodney.

– ¿Tres meses sentado encima, y ni siquiera conoces el título, carajo?

– Bueno… -Rodney recordó que, como la novela, el título era muy largo. El texto tenía más de mil páginas… sin interlineado. Pharsin dijo que sumaba exactamente un millón de palabras… una cualidad, pensó Rodney, que nadie apreciaría. -Es muy, muy larga. -Miró los ojos de Pharsin, inyectados en sangre, y dijo-: “Las…”

– ¿“Las” qué?

– “Las palabras de…” -Esperó. -“El sonido de…”

– “Sonido”.

– “El ruido del sonido…”

– ¡Carajo! El sonido de las palabras, El sonido de las palabras, hombre. El sonido de las palabras. El sonido de las palabras.

– Exacto. El sonido de las palabras.

– Tienes que encontrar fuerzas para leerla, hombre. Te lo digo porque estoy convencido de que tu esfuerzo tendrá recompensa. Te encantará la estructura, especialmente. Y también el tema.

Después de otra interminable andanada de reproches, amenazas disimuladas, intentos de persuasión moral y crítica literaria, Pharsin concluyó con un pensamiento a viva voz:

– Más de cuatro meses. Y él ni siquiera sabe el título…

– Perdóname. Estoy atontado por… los “excesos amorosos”.

– Eso puedo creerlo. Se te ve hecho una piltrafa. Cuidado, muchacho, se te va a licuar el cerebro. Mi matrimonio ha durado hasta ahora, pero sé mucho sobre la acción femenina y los problemas femeninos. ¿Cómo se llama?

Rodney murmuró algún fonema femenino: Jan, o Jen, o June.

Pero el problema era que él no conocía su nombre tampoco.

– Lo hicimos.

– Bravo, muchacho. Cuéntame todo.

Esta vez Rod y Rock estaban en una especie de restaurante “irlandés” en Lexington Avenue. Ocupaban dos lugares cerca de la cabecera en una mesa puesta para dieciocho personas. En estas ocasiones lo que hacían era encontrarse una hora antes para beber cócteles, antes de que aparecieran unos norteamericanos que pagaban todo. Esa noche, en la amable compañía de Rock, Rodney no parecía tan menudo. El parecido entre los dos era casi nulo, pero compartían el “salvavidas” alrededor de la cintura característico de su clase. Siempre elegían el Black Velvet, escanciado a cada momento de una gran vasija de peltre.

– ¿Qué puedo decir? -respondió Rodney-. No tengo palabras. Las palabras no pueden…

– Vamos, vamos. Por lo menos descríbeme su cuerpo.

– Prefiero no hacerlo. ¿Qué se puede decir, cuando todo anda tan gloriosamente?

– Es… la señora Peterson, ¿verdad? -Rock hizo una pausa, con muy poca consideración. -No. Demasiado oscurita para ti. A ti te gustan los productos lácteos. Producidos por la leche cuajada. Las rosas tienen que ser rosas inglesas. Si no te da el shock cultural.

– Cómo te equivocas -dijo Rodney con dificultad-. Tal vez te interese saber que es… “nigra”.

– ¿Nigra?

– Nigra -repitió Rod con énfasis. Un año antes hubiera dicho nagra. Pero ahora que ya habían aprobado sus asignaturas clasistas, los dos hombres volvían a cultivarlas.

– ¿Nigra? -repitió Rock-. ¿Quieres decir una verdadera…? Cómo las llaman ahora… ¿una verdadera afroamericana?

– Afroamericana -repitió Rodney. A medida que seguía hablando su voz se tornaba aletargada, y disfrutó de su único cigarrillo de la noche con intensa sensualidad. -Africana, sí. Y siento el África en ella. Tiene el sabor de África. Tal vez venga de una zona francesa. Senegal. Sierra Leona. Guinea-Bissau.

Rock lo miraba.

– Se mueve como una reina. Una amazona de Dahomey. Cleopatra era muy morena, ¿sabes?

– Así que también es elegante. Nigra y elegante. ¿Y ella de dónde dice que es?

Ignorando esta pregunta y excitándose al mismo tiempo, Rodney dijo:

– Eso es lo maravilloso de América. No hay buenas nigras en Londres. Allí sólo encuentras Cockney chillonas. Algunas son magníficas, pero… imposibles. Impresentables. Pero aquí, en este “crisol de razas”…

– La ensaladera.

– ¿Cómo dices? -preguntó Rodney, buscando a su alrededor alguna ensaladera real.

– Ya no lo llaman crisol de razas. Lo llaman ensaladera.

– Qué cosa.

– En cierto modo las nigras inglesas son más elegantes que sus hermanas norteamericanas.

– ¿Cómo es eso?

– ¿Que cómo es eso?

Eran dos actores de película muda: cuando estaban los dos solos parecía que faltaba un siglo para el fin del milenio. Ahora Rock estaba a punto de hablar del pasado histórico, pero le fallaba la urbanidad, y de pronto recuperó la sobriedad.

– Ah, vamos. Eso ya lo sabemos, ¿no? El contingente inglés llegó después de la guerra. Para manejar los trenes subterráneos. Y los autobuses. Trabajo con contrato; pero no… no como los nigros norteamericanos.