– He llegado a una audaz conclusión -le dijo, dando una vuelta alrededor de Rock-. Todos mis problemas con las mujeres vienen de… de las palabras. Del lenguaje.
Y no era un disparate. Curiosamente para alguien de presencia tan frágil y amable, a través de los años Rodney se había hecho abofetear tantas veces que tenía la cara desalineada, y todo por decir tonterías. Siempre trataba de halagar, era parte de su profesión. Creía en los elogios y siempre estaba tratando de desplegarlos. Pero se equivocaba con las palabras, le salían, como decía su madre, un poco fuera de línea. Si la conversación es un arte, Rodney no era un artista. Creaba atmósferas difíciles a su alrededor.
– Cierra el pico, Rodney -le decían.
– Ay, cállate, Rodney, por favor. -Y ese pico gordo que era su labio superior, después de dejar salir la última inconveniencia, se apretaba estoicamente contra el otro. Cuando escribía era lo mismo. Sus notas perfumadas solían provocar alejamientos de un año entero, “silencios”, situaciones del tipo “No nos hablamos”. No hablar, así debieran haber empezado las cosas.
– El silencio -prosiguió-, es la única razón de que haya seguido adelante con las esposas. Uno no puede hablar cuando está pintando.
– Yo creía que a las mujeres les gustaban las estupideces que dices.
– Yo también. Pero no es así. Siempre meto la pata.
Un tiempo antes, a modo de experimento, Rodney había recomenzado sus flirteos con dos de las esposas, la señora Globerman, esposa del magnate de las telecomunicaciones, y la señora Overbye, esposa del comandante de líneas aéreas. La idea era ver si su nueva potencia era transferible y podía probarla con otras. En ambos casos fracasó, le resultó imposible. Las cosas que él decía y las que decían ellas. Las cosas que decían todos. Era mucho más extraño que el silencio. Con estas mujeres Rodney había percibido lo superfluo del lenguaje humano. ¿Viste que paró de llover? Cuéntame cómo fue tu semana. ¿Cómo has estado? Ah, ya sabes, Fulana de Tal. Fulana de Tal dijo esto y Fulana de Tal dijo lo otro. Tan cansado. ¿Tan pronto? y así sucesivamente.
– Tu nigra y tú parecen hechos uno para el otro.
– Es así. Excelentes cócteles. Sorprendentes, también. Un poco fuertes, ¿no? Estoy un poco achispado. Se me está aflojando la lengua. Rock, ¿puedo preguntarte algo? ¿Por qué tengo esta sensación de que esto va a terminar en tragedia? ¿Por qué tanta ansiedad? ¿Y tanta culpa?
– Porque te están dando algo por nada. Una vez más.
Rodney abrió grandes los ojos. Pensó en la primera vez: la sensación de estafa, mientras la miraba desvestirse. Como si hubiera alcanzado su objetivo no por los medios habituales (halagos, falsas promesas, mentiras) sino con algo peor: magia negra, traición. Por un momento tuvo la extraña sospecha de que ella era su prima, y estaban jugando “al doctor”.
– Porque has esquivado la palabra “ética”. Una vez más. Ah, mañana lo veo a Jaguar. ¿Ya hiciste algo con ese dinero?
– Sí -dijo Rodney-. Y algo había hecho, si en lo de “hacer algo” se podía incluir contarlo, revolcarse sobre él y gastar una buena parte en cocaína.
– Lo consultaré a Jagula. Quiero decir a Jaguar. Uy, me impresionó el lapsus. -Rock prosiguió con voz ronca: -A veces me siento como un tratante de esclavos. De esclavos blancos. Con los mayordomos. Y las institutrices. Tal vez es eso lo que te preocupa. Que ella es nigra.
– ¿Nigra? No, no.
¿No sería eso? No. No, porque siempre había pensado que esa mujer brindaba libertad. Que la llevaba en su persona. En las mandíbulas.
Poco después empezó a encontrar los hematomas.
Nada muy visible ni fulminante. Sólo un negro diferente debajo del negro. En la cadera, el hombro, el antebrazo. Al encontrar uno nuevo, Rodney se quedó inmóvil y trató de mirarla a los ojos… pero no lo logró, y después del fracaso volvió a lo que estaba haciendo; y luego no la miró con aprecio y gratitud, como solía hacer, y en cambio miró una mancha en la pared, ovalada y del color de la nicotina, donde hacía meses que apoyaba la cabeza.
Creía saber algo sobre las mujeres y el silencio. Ellas se sentaban delante de él, las esposas, hablaban sobre trivialidades al comienzo, mientras él hacía los trazos iniciales, situando la postura humana contra los contornos de la silla, el mueble que había detrás, la mesita. Los artistas, por supuesto, anhelan silencio. Desearían que sus modelos estuvieran muertos, inmóviles: como una frutera con manzanas, una copa, un pescado. Pero el modelo es un ser vivo, y siente la necesidad de hablar, tal vez porque cree que hace falta el lenguaje para dar color e indignación a la garganta, las mejillas, los ojos. Y el pintor también habla con parquedad hasta que llega el momento en que es incapaz de vocalizar nada, cuando, para decirlo brevemente, “capta” el tema. Hasta Rodney conocía este momento de sorda concentración (sentía que eso era el talento). Y las modelos sensibles percibían estos momentos y mantenían un piadoso silencio hasta el siguiente intervalo. Entonces podrían respirar, sentir otra vez que estaban vivas.
Sí, Rodney creía saber algo sobre las mujeres y el silencio. Pero, ¿esto? Se deslizó fuera de la cama, se puso la bata azul, y se dispuso a preparar el English Breakfast Tea. La observaba por la abertura de las dos partes del biombo: abrazada a la almohada como un bebé. Y siempre siguiendo esa pelea dentro de su cabeza. El hematoma en el hombro, disimulado con algún maquillaje, parecía artificialmente aplicado… una marca de casta, un símbolo de guerra. Rodney lo examinó con ojo profesional. No era casual que trabajara con óleo. El óleo era perfecto. Se daba cuenta de que su pincel no era tanto la varita mágica del artista como las pinzas del experto en cosmética. El óleo, en sus manos, era el elixir de la juventud. Sentía que con ella sería diferente. Porque con ella todo era diferente. Pero ya nunca abordaría el tema.
Por un momento ella estuvo junto a él, cuando pasó a su lado para ir a ducharse. Rodney nunca había pensado que él era el único interés sexual que ella tenía, ni siquiera el principal. ¿Cómo podía él ser su dueño? Pensó en una escena de una enorme novela norteamericana que había leído años atrás, donde un joven se convierte en “mayor”, porque pasa ese cumpleaños, muy agradablemente, en un burdel. La reflexión era, más o menos, que había usado algo ya usado por otros. ¿Y qué? Así son las ciudades.
Por otra parte de pronto supo lo que quería decirle, con muy poquitas palabras.
– Eh. ¡Eh!
Ninguna forma negra, ni una aplanadora, ni un cocodrilo, ni un violador en el patio de una prisión, ni un guerrero Hutu, ni un esclavo fugitivo exasperado en los cañaverales de Santo Domingo podía aterrar a Rodney como el hombre que de vez en cuando vigilaba su edificio, en una palabra: Pharsin. Los fines de semana de Rodney estaban dedicados a esquivarlo: cuatro de los cinco últimos los había pasado en Quogue. Hasta había hecho un par de llamadas telefónicas con vistas a mudarse. Parece que había un lugar en la ciudad, bastante cerca de las oficinas de Rock…
– Ah, Pharsin, qué tal.
Rodney se dio vuelta, un poco encorvado, pero sólo por la lluvia. Le tenía miedo a Pharsin, y en general se sentía amenazado. Pero su angustia era casi toda social.
– ¿Qué me cuentas, Rod?
– Es buena hora de que compartamos una cena. Me estoy inclinando por un Chambertin-Clos de Beze. Y un camembert bien estacionado.