– Qué imbécil.
– Los quinientos me los dejó. Ah. Muchísimas gracias.
Y mientras iba hacia la puerta se detuvo frente al caballete y murmuró una sola palabra, amenazante y letaclass="underline"
– Pajero.
Y ese era el fin, pensó él. El fin. Rock dijo:
– ¿Te parece que actuaban juntos?
– No, no. Pura… coincidencia.
– ¿Por qué no estás más furioso?
– No sé.
A Pharsin no lo vio nunca más. Pero a la esposa de Pharsin sí, una vez, casi dos años más tarde, en Londres.
Rodney estaba tomando un trágico té con sándwiches de miga en un oscuro bar cerca de Victoria Station. Acababa de salir de las oficinas de Pimlico de la revista de diseño donde trabajaba part-time, y se aprestaba a tomar el tren a Sussex, donde lo recibiría en la estación una divorciada sin hijos con un Range Rover. Ya no se recogía el pelo en cola de caballo. Ni usaba su título. Esas cosas ya no caían muy bien en Inglaterra. Además, durante un tiempo se había dedicado a estudiar su árbol genealógico, y ésta era su pequeña protesta. Se le habían profundizado las arrugas alrededor de los ojos. Lo demás no había cambiado mucho.
Victoria, climatizada, y un bar en el viejo estilo. El café servido en recipientes de acero agujereados, y los chicos comiendo banana splits y otros postres de colores chillones. En este lugar las camareras eran camareras por tradición familiar, y no pensaban en un futuro artístico. Afuera la ciudad se dedicaba a la movilidad: autobuses, taxis, autos, trenes.
Ella estaba a varias mesas de distancia, y él la veía de frente, con las cejas finas arqueadas como preguntas. Rodney la miró, parpadeó, sonrió. Nuevamente el diálogo mudo: ¿Puedo? Bueno, si tú… No, yo simplemente…
– Bueno, bueno, qué chico es el mundo.
– …Entonces, ¿no me vas a asesinar? ¿No vas a sacar el cuchillo?
– ¿Cómo? Ah, no, no, no…
– …Así que estás de vuelta.
– Sí, y tú…
– Falleció mi mamá.
– Ah, viniste para el funeral…
– Para el funeral y esas cosas, sí…
Dijo que su madre había muerto muy vieja y que había tenido una buena vida. La madre de Rodney también era muy vieja y también había tenido una buena vida. Al menos eso decía. Pero no había muerto. Al contrario, como suele decirse, estaba llena de vida. Él vivía nuevamente con su madre. Eso no se podía remediar. Tenía que hablar mucho con ella, y todo lo que le decía la enfurecía. Mejor, cállate, se decía a sí mismo, lo único que tienes que decir es “mamá”. Cierra la boca, y no dejes salir una sola palabra excepto… “Mamá”. Ella dijo:
– No puedo creer que no quieras matarme por lo del dinero. ¿Tienes mucho más?
– No. ¿Qué? ¿Que no te quiero matar? Me enojé un poco al principio, claro. Pero… ¿finalmente qué hiciste con el dinero?
– Le dije a él que lo había encontrado. En un taxi. Puede pasar en Nueva York, ¿verdad? -Se encogió de hombros y agregó: -Nos fuimos al norte del estado y encontramos una casa en los Poconos. Allá estuvimos veintidós meses. Era bonito. Mira. Un varón. Julius.
Mientras observaba la fotografía Rodney tuvo un sentimiento convencionaclass="underline" ¡El don de la vida! Y más fuerte en los negros, según su experiencia, que en todos los otros colores del planeta.
– ¿Ya habla? ¿A qué edad empiezan a hablar? -Insistió: -Nuestro código de silencio. Era… ¿una especie de juego?
– Tú tenías un título. Y yo con mi acento.
Implicaba que él no la habría querido si ella hubiera hablado en la forma en que hablaba. Y era cierto. La miró. Sus formas y su textura le enviaban el mismo mensaje. Pero el mensaje terminaba allí. No le recorría la columna vertebral. Triste y desconcertante, pero totalmente cierto.
– Bien, ya no soy un sir -dijo, y estuvo a punto de agregar “tampoco”. -¿Y Pharsin…?
– Sin embargo fue bueno, ¿eh? Sin complicaciones.
– Sí, muy bueno. -Rodney estaba al borde de las lágrimas. -¿Pharsin continuó con su…?
– Se la sacó de adentro, digamos. Es otra vez él mismo.
Hablaba con alivio, hasta con orgullo. A Rodney no se le había escapado, en su atenta observación, que en la cara y en los largos brazos de ella ya no había marcas de golpes. Violencia: parte de su cultura, había dicho Rodney. Y ahora se preguntaba: ¿Quién la puso allí?
– Está nuevamente con el ajedrez -dijo-. Y le va bien. Coherente con la economía.
Rodney quería decir: “El ajedrez es una vocación importante”, cosa que creía. Pero temió que lo entendieran mal. Lo único que se le ocurrió fue:
– Bien. Los tontos siempre pierden.
– Así dicen.
– Tómalo como… -Buscó la palabra adecuada. ¿“Reparación” estaría bien? En cambio dijo: -¿Sigues con las pantomimas?
– Me va bien. Ahora hacemos giras. ¿Y tú? ¿Siempre pintas?
– Me harté. En realidad no sé por qué.
Aunque Rodney no estaba deseando llegar a Sussex para la cita, sí deseaba los tragos con que se prepararía para la cita, en el tren. Miró por la vidriera. Su labio superior hizo lo siguiente: se dobló en dos partes. Y dijo:
– Finalmente no llovió.
– No, se despejó.
– Pero antes me parecía que iba a llover.
– A mí también. Pensé que iba a llover a cántaros.
– Pero no llovió.
– No -dijo ella-, no llovió.
1997
Agua pesada
John y Mamá estaban en la cubierta de popa cuando el barco blanco salió del puerto. En la costa quedaban algunos que saludaban con cierta algarabía, pero las grandes máquinas del dock (guardianas impasibles de las máquinas más pequeñas y menos experimentadas) ya comenzaban a apartarse de la nave que partía, con los brazos cruzados en un gesto de indiferencia y desdén… John saludaba con la mano. Mamá miraba hacia estribor. El sol del atardecer palidecía en el estuario, debilitándose cada vez más; un poco más abajo los destellos de luz rojiza se deslizaban por el agua como una lluvia mercurial que cayera sobre enormes lirios. John se estremeció. Mamá le sonrió a su hijo.
– Estás cansado y tienes sed, ¿verdad, John? -le preguntó (porque habían viajado todo el día)-. ¿Cansadito y con sed?
John asintió sin sonreír.
– Entonces bajemos. Vamos. Vamos abajo.
Al día siguiente las cosas comenzaron a empeorar.
– Hoy no está del todo bien -dijo el hombre llamado señor Brine.
– Me parece que no -respondió Mamá.
– Un poco más lenta la comprensión.
– Tal vez. Sí-dijo simplemente Mamá, mirando el mar (donde las olas ya se volvían de espaldas para tomar sol). – ¿Tienes mucho calor, John, amor mío? Si es así dímelo.
– ¿Siempre llora? -preguntó el señor Brine-. ¿O le sucede ahora?
Mamá se dio vuelta. John tenía la boca apretada como la parte inferior de un tubo de dentífrico.
– Siempre -admitió-. Es un problema visual. No es que esté triste. Los médicos dicen que es un problema de los ojos.
– Pobre muchacho -dijo el señor Brine-. Me da mucha pena. Pobrecito.
El señor Brine se sacó el cigarro mojado de la boca y dijo:
– Cómo se llamaba… Ah, sí. John. John, ¿cómo estás? ¿Te gusta el paseo? Ay, ay, ay, otra vez. ¡Vamos, John, arriba ese ánimo!
“Borracho”, pensó mamá. Las doce del mediodía del primer día completo y ya estaban todos borrachos. El agua de la piscina se movía y salpicaba: agua en el agua. El mar vibraba con el calor. El sol avanzaba por el mar hacia el gran barco. John medía uno ochenta. Tenía cuarenta y tres años.
Estaba allí sentado, traspirando, con su traje gris. Llevaba una camisa blanca común pero, como siempre, una corbata llamativa. Alguna llama interna le hacía arder los ojos; el resto de la cara era incoloro, como un órgano interno que alguien hubiera dejado demasiado tiempo expuesto en una bandeja. El mentón le caía sobre el pecho y el pecho sobre el abdomen… En algunos modelos de autos, cuanto más grande es el modelo más pequeña es la insignia en el capó, y así le pasaba al pobre John con su masculinidad. Apenas un brotecito que mamá cortésmente evitaba mirar durante el baño. Sus ojos lagrimeaban todo el día y toda la noche. Mamá lo quería con toda el alma. Era la obra de su vida: evitarle a John todo sufrimiento.