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– Sí -dijo mamá, inclinándose para enjugar las lágrimas de John que rodaban por sus mejillas-, todavía es un niño… ¿verdad que eres un niño, John? Ahora ven con mamá, querido. Vamos.

El señor y la señora Brine los vieron alejarse. Esa mujercita menuda llevaba a su corpulento hijo de la mano.

Todas las mañanas a las ocho un camarero adolescente les llevaba té y galletitas y el Cruise News, el periódico del barco, a su camarote. Mamá lo encontraba parecido a un pícaro de historieta un poco raquítico, a pesar del blazer color crema y los pantalones morados. Con un gruñido infantil John bajó de la cucheta de abajo y se restregó los ojos con los nudillos, mientras mamá colocaba diestramente la escalerilla de madera para bajar de la de arriba. Mamá bebió dos tazas del líquido marrón y luego le dio el biberón a John, la fórmula de siempre que le gustaba tanto. Luego, con un tierno suspiro, le colocó la prótesis (John se caía pesadamente con frecuencia, y una de esas caídas le había costado dos incisivos… dos años antes). Cuando mamá retiró la mano tenía los dedos mojados de saliva: “por favor, no saques la mano tan pronto, todavía no”. Lo llevó al baño y lo colocó para que hiciera sus necesidades. Finalmente vistió ese corpachón, chasqueando la lengua de satisfacción después de hacer el doble lazo de la flameante corbata Windsor.

Con tono soñador preguntó:

– ¿Quieres bajar ahora a tomar el desayuno, John?

– Gur -dijo él. “Gur” era sí. “Go” era no.

– Vamos, entonces, John. Vamos.

Todo era pasar la puerta y a uno lo invadía el olor a barco: el olor de algo presurizado y ferozmente sintético. Entraron en el comedor en zigzag con sus luces adosadas al cielo raso, el calor de submarino y sus pequeños camareros asiáticos con sus gastados smokings. Con su espíritu ahorrativo mamá consumía todo el buffet de parrilla: omelette, salchicha, tocino, costilla de cordero, mientras John luchaba con un huevo pasado por agua, observado con cierta ironía por el señor y la señora Brine. Había otros dos pasajeros en la mesa: un joven llamado Gary, que sólo pensaba en los baños de sol y en el denso bronceado que pensaba presentarles a sus compañeros de trabajo en la fábrica de ventiladores de Croydon; y una mujer no tan joven llamada Drew, que venía principalmente por el aire de mar y la comida exótica, los chop sueys, el Cheltenham curry. Además probablemente Drew y Gary tenían esperanzas de romance: las hijas bonitas, los oficiales apuestos. Se había hecho una Fiesta de Solteros en el Robin's Nest, ofrecida por el capitán mismo la noche que zarparon. A John lo esperaba una invitación cuando él y su madre entraron tambaleándose en el camarote. Ella la quitó de la vista, cuidadosa, como siempre, de no dejar que nada de esa índole lo perturbara. Esa noche dieron un paseo por cubierta y pasaron frente al Robin's Nest y mamá, con las máximas precauciones miró por los ventanales, esperando ver escenas de libertinaje a lo Calígula, pero en verdad no tendría que haberse preocupado: sólo había un montón de viejos. ¿Dónde estaban sus hermosas hijas? ¿Y los oficiales, dónde diablos estaban?

– En plena actividad -le susurró el señor Brine esa noche-. Los oficiales definen las cosas antes de levar anclas, es cosa sabida. -Mamá frunció el entrecejo.

– En los viajes al extranjero las muchachas necesitan quien las vigile -dijo la señora Brine con indulgencia-. Es el uniforme…

La clara del huevo, líquida, transparente, chorreaba por el largo rostro de John, recorría la barbilla y luego saltaba a la servilleta que Mamá le había atado al cuello.

Arriba, en cubierta, dos albañiles irlandeses trabajaban y decían palabrotas debajo de los botes salvavidas, donde habían estado durmiendo. Mamá hizo andar más rápido a John al pasar junto a ellos. Pronto esos dos estarían en el Kingfisher Bar bebiendo Fernet Branca y cerveza. El barco era un pub flotante, un salón de Bingo sobre hielo. Así uno iba al extranjero en un pedazo vivo de Inglaterra, el terror se calmaba gracias a los camareros ingleses que servían bebidas libres de impuestos.

El señor Brine era un sindicalista. Había muchos como él a bordo. Era el año 1977: el Frente nacional, el IMF, la Europa de Mr. Jenkins; el encuentro de Jim Callaghan con Jimmy Carter; los Provos, Rhodesia, Windscale. Este año, según el periódico que Mamá recibía todas las mañanas, los operadores del crucero habían abandonado la diferencia entre primera y segunda clase. La diferencia de precio entre las cubiertas A y B seguía igual. Pero las diferencias ya no existían.

A las diez John y Mamá escucharon a los Singalong en el Parakeet Lounge. Y cantaron acompañando al Trío Dirk Delano. O al menos Mamá lo hizo, con sus labios sin color. La cabeza de John se movía sobre su espalda ancha y encorvada, los ojos líquidos brillantes, expectantes. Mamá estaba convencida de que a John lo deleitaban estas sesiones. Una vez, en la mitad de una muy lenta que siempre le traía evocaciones a Mamá (el refugio del autobús bajo el Palais mojado, Bill en medio de la lluvia con la chaqueta puesta al revés), John se puso rígido y dejó escapar un “Muuuu…” como un aullido que hizo equivocarse a la banda. Dirk lo insultó al terminar la canción. John sonrió furtivamente, lo mismo que todos los demás. Mamá no dijo nada, pero le dio un buen pellizco a John en la piel sensible de la parte inferior del antebrazo. Y no lo hizo nunca más.

Después daban una vuelta por cubierta antes de entrar en las Cockatoo Rooms, donde se disputaba el Bingo diario. Nuevamente John se quedó sentado, inmóvil, mientras Mamá jugueteaba con su carta… ella misma era un pájaro, un gorrión orgulloso de su nido, con cosas nuevas importantes que hacer y pensar. El sólo daba señales de animación en momentos de barullo ritual, cuando, por ejemplo, los concursantes silbaban en respuesta al “¡Legs Eleven!” del llamador (caller), o cuando respondían con un triunfal “¡Sunset Strip!” a su seductor “¿Setenta y siete?”. Esa mañana mamá sacó seis números uno tras otro y reflexivamente gritó: “¡Full!” (Casa) como si hiciera una vergonzosa confesión de su propia existencia. Ahora era su turno de que la miraran a ella. Filas y filas de personas con la ropa de color pastel del crucero. Rostros contraídos de desilusión y de la impresión de haber sido traicionados… La asistente del caller, una muchacha vestida con una malla que decía bingo, vino a validar la tarjeta de Mamá; pero, ¿y esto? Ay, Dios, tenía un número equivocado. Mamá agachó tristemente la cabeza. Recomenzó el juego. No sacó ningún otro número.

Alrededor de las doce y media a John lo llevaron abajo para un rato de descanso con el biberón. Muy reconfortado, siguió a mamá al Robin's Nest para el acómodo buffet del almuerzo. Le llegó mucho tiempo llegar allá. Para él la tierra firme era tan traicionera como una cubierta mojada, de manera que cuando el barco se movía, John se encontraba en el mar por partida doble… Con las bandejas en las rodillas miraban a hombres y mujeres que jugaban al tejo, al pingpong y al tenis de cubierta. Mamá contempló a su hijo, agachado sobre la comida que no había probado. No parecía que le importara no poder jugar. Porque había otros a bordo, muchos otros, que tampoco podían jugar. Se veían muletas, calzado ortopédico, aparatos para sostener una pierna. La cubierta c parecía un pabellón de hospital. Mamá sonreía. Bill había sido un buen deportista a su manera… Bochas sobre césped, billar, máquinas tragamonedas, dardos… Mamá sonreía, con las los labios vacíos. Ella sí que tenía secretos. Por ejemplo, siempre les decía a los extraños que era viuda, pero no era cierto. Bill no había muerto. Se fue, un 24 de diciembre. Cuando eso sucedió John tenía catorce años, y aparentemente era un chico normal. Pero después empezaron sus ataques de pánico, y la vida de Mamá se convirtió en uno de esos tristes enigmas que los sueños tortuosos invitaban a penetrar. Qué año cruel. Bill que se había ido, las cartas que llegaban de la escuela, la venta de la casa, la mudanza, y John sin esperanzas, que tenía que permanecer en casa. Bill mandaba cheques. Ella nunca dijo que él no mandara cheques. Desde Vancouver. ¿Qué diabos hacía en Vancouver…? Mamá se dio vuelta. Ah, muy bien, John dormía, con el mentón y el doble mentón aplastados contra el grueso nudo de la corbata, y cuatro pequeños regueros de líquido en la cara, dos que salían de las comisuras de los labios, dos de los ojos, esos ojos que casi nunca dormían. Mamá no lo molestó.