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La última parada fue en algún lugar de Portugal. Un breve paseo en autobús por la costa hasta una playita, y a un precio tan modesto…

– ¿Te gustaría bajar a tierra, John? -preguntó Mamá distraídamente, mientras se sentaban en el Robin's Nest-. Allá. En tierra. Mañana.

– Gur -respondió John de inmediato. Y asintió.

– Así que te gustaría ir a tierra -musitó Mamá, pensando que sería bueno poder decirle (a alguien, a cualquiera) que una vez habían puesto el pie en suelo extranjero.

Pero fue uno de los días malos de John. El camarero les trajo el té con los bizcochos una hora antes, como se lo pidieron, pero, para empezar, parecía que John no podía levantarse de su litera. Con calma, con ironía (por supuesto esto ya había pasado antes), Mamá hizo lo que siempre hacía en primer lugar cuando John estaba difícil. Le preparó el biberón, lo agitó vigorosamente -ese violento ruido de alguien que se ahoga- y forzó la tetina entre los labios de John. Los labios de John se retrajeron y la miró… de tal manera que le hizo pensar que ya estaba mirándola, mirándola con los ojos cerrados. John le hizo caer el biberón de la mano y dejó escapar un gemido de… ¿de qué? ¿De miedo? ¿De furia? Mamá parpadeó. Esto era nuevo. Luego recordó con alivio que la noche anterior le había dado un biberón extra. No, uno y medio, para calmar su inquietud poco habitual. Tal vez se le habían ido las ganas de ir, eso era todo. Pero ahora no se podía volver atrás, con la excursión comprada.

– Vamos, hijo -le dijo-. Tomó una de sus piernas húmedas y la arrastró al piso del camarote.

Como un espejismo de fuerza y calor los autobuses de la excursión vibraban junto al muelle. Bajaron centímetro a centímetro por la planchada y subieron al Iberia: el asfalto se derretía. Los primeros a bordo, pensó mamá, mientras cambiaban el olor a barco por el olor a autobús. Pasaron cuarenta y cinco minutos sin que sucediera nada.

Con esas temperaturas… El sistema de refrigeración extranjero expelía calor al aire. John parecía ensordecido por el rayo de Sol que lo pegaba a su asiento. Mamá lo miró: tenía el biberón listo pero lo guardaba astutamente hasta que salieran de los muelles y estuvieran en el camino de la costa. Él extendió una mano. Más adelante, los autos de metal líquido se alineaban en lo alto de la colina e instantáneamente el reflejo rebotaba en sus ventanillas. John logró beber dos tragos, tres. El biberón se balanceaba entre sus manos como un pan de jabón.

– ¡John! -dijo Mamá. Pero John simplemente dejó caer la cabeza y luego clavó su mirada aguachenta en el mar en ebullición y en sus millones de ojos.

Bien, ¿qué podía decir Mamá, excepto que toda la idea era obviamente un muy lamentable error? Anduvieron a los tumbos por la ciudad en el autobús (cada autobús con un guía, y el de ellos debía ser un nativo del lugar, supuso Mamá). Vieron la plaza, el mercado, la iglesia, los parques. Mamá seguía a los demás, que seguían al guía. Y John seguía a Mamá. Todos inseguros, arrastrando los pies, en medio del calor, los olores de los baños públicos, los mendigos, los pasadores de fijas para las carreras de caballos. Mamá se sentía vagamente humillada. El idioma los había mandado a todos a lo más bajo de la escala social, los había expulsado. Eran todos como niños, todos como John, nadie sabía qué diablos se esperaba de él. En el restaurante todos se abalanzaron sobre el vino, y luego se desplomaron contra el respaldo de sus sillas, con la mirada perdida. Hasta Mamá bebió dos copas de rosado para contrarrestar el pánico. John no comió ni bebió nada, a pesar de que Mamá consiguió que el guía le pidiera al mozo que le pasara la sopa a un vaso.

Después del almuerzo despidieron al guía (entre aplausos desganados), y el oficial del barco anunció que tenían una hora para comprar regalos y souvenirs antes de volver a reunirse en la plaza. Mamá llevó a John por una callecita, a unos cien metros de los demás, y de pronto él se empacó y no quiso seguir caminando. Mamá decidió quedarse donde estaba, porque allí había un poco de sombra, vigilando la hora… Pasaron unos minutos. Un chico de corta edad se acercó e hizo una pregunta.

– No te entiendo, querido -dijo Mamá con vos impostada. Luego tuvo un mal momento cuando un desagradable viejo vagabundo empezó a molestarlos.

– Fuera de aquí -le dijo.

Ese idioma, hasta los chicos y los vagabundos lo hablaban. Y los británicos, pensó Mamá, en otra época tan orgullosos, tan audaces…

– ¡Le dije que se fuera!

Miró a su alrededor y vio un cartel. Sólo podía decir una cosa, ¿verdad? ordenó a John que echara a andar y cuando llegaron a la escalinata ya estaba buscando cambio en su monedero.

El Acuario Municipal parecía un refugio antiaéreo, cuadrado, sin ventanas, con olor a piedra mojada. Además de una pequeña piscina para bebés en el centro del recinto (donde chapoteaba con apatía una especie de tortuga acuática), había una docena de tanques empotrados en las paredes, brillantes como televisores. Sin esperanza de ningún placer arrastró a John por las penumbras desiertas, y enseguida sintió que su indiferencia se evaporaba. Cuando se ubicó delante del segundo tanque estaba eufórica. Todos esos colores, ecos, formas… había unas anémonas marinas que se parecían a la nueva gorra de baño de la señora Brine, con los lacitos verdes. Unos peces redondos con las mismas manchas de leopardo y rayas de cebra que había en los tapizados del Salón de los Pájaros. Como las damas en el Salón de Baile, otros peces danzaban entre conchillas y corales. Tres peces veteranos, sin dientes y con bigotes, hacían un paseo por la superficie del agua mientras más abajo otro más joven, plateado y solitario, daba volteretas como si estuviera probando su libertad. Las langostas, inválidas con muchas muletas, serpientes marinas que alisaban sus ajustadas calzas contra el piso arenoso, cangrejos como los borrachos sulfurosos del Kingfisher Bar… Se dio vuelta.

¿Dónde estaba su hijo? Los ojos de Mamá, adaptados a la luz, parpadearon, indignados ante la oscuridad. Entonces lo vio, arrodillado como un caballero, junto a la pequeña piscina inflable. Se aproximó con cautela. Allí estaba la pesada sombra de la tortuga, con todos los apéndices retraídos, su cuerpo expandido hasta el perímetro de sus confines. Entonces vio que la mano de John se apoyaba en el lomo del animal. Le tiró del pelo y le dijo:

– No, John, eso no se hace.

Él levantó la mirada, y con un sollozo se apartó de ella y en un segundo había salido a la calle y había desaparecido. Dios, ¿que habría estado comiendo los últimos días? Mamá no podía hacer otra cosa que quedarse mirándolo mientras John vomitaba, se sacudía, caía hacia un lado y hacia el otro entre hilos de baba verdosa.

La noche siguiente, cerca de la bahía de Vizcaya, John desapareció. Estaba sentado en su litera mientras Mamá enjuagaba el biberón en el baño. La puerta del baño se cerró por el balanceo. Ella le estaba hablando de esto y de lo otro. Pronto llegarían a casa, al calorcito de la casa en otoño y en invierno. Luego volvió al camarote y dijo:

– Ay, querido, ¿dónde te fuiste?

Salió al corredor, al olor del barco. Un oficial que pasaba la miró con preocupación y extendió una mano como para ayudarla a mantenerse en equilibrio. Ella se apartó de él, con aire culpable. Subió los escalones y recorrió un Salón de Juegos tras otro, el Salón de los Pájaros, el Salón de las Cacatúas, el Kingfisher Bar. Subió la escalera en espiral hasta el Robin's Nest. ¿Donde habría ido su John?