Era demasiado tarde para ir a cualquiera de los lugares adonde podían haber ido, inauguraciones de galerías o ventas de muebles en los jardines de las casas, a la luz de la Luna, exposiciones de futuros remates de antigüedades, torneos de preguntas y respuestas, recitales o charlas, fiestas organizadas por las agencias de viajes. Entonces, ¿por qué no pasar una velada tranquila? De manera que se acomodaron ante la mesa baja del living y se pusieron a mirar revistas: hasta Cleve, en ese momento, estaba dispuesto a dejar a Trollope y a Dostoyevsky y mirar revistas. Y fumar un porro. Cleve no se sentía cómodo leyendo a los grandes maestros en presencia de Grove. O tal vez lo que lo ponía incómodo era Cressida. Su incomodidad era casi audible, como oír el mar apoyando un caracol en la oreja. Incluso cuando se sienten muy bien, los hipocondríacos se preocupan por una enfermedad: la hipocondría. Esa noche Cleve estaba paranoico con su hipocondría. Podía agravarse mucho… No dejaba de estudiar a Grove: su pelo de gato, su remera, su bigote. Su hábito de mirar las revistas de atrás para adelante, con los labios fruncidos y una expresión de estoico aburrimiento. De todos los amantes de Cleve, sólo Grainge había compartido su curiosidad intelectual y su pasión literaria. Sólo Grainge…
Poco después de las once Grove alzó los ojos del ejemplar de Torso y dijo:
– Perdona, tengo que ir al toilette.
Cleve dejó su ejemplar de Blueboy y dijo:
– Qué gracioso. Es decir qué gracioso fue las primeras veces que lo dijiste. Además ya sé que no vas más al Bowl.
– ¿Quién dijo?
– Tú vas a Folsom Prison.
– ¿Quién dijo?
– Fraze -respondió Cleve.
Cuando Grove cerró la puerta Cleve se fue a la cama con el televisor pequeño. El tema de los derechos lo perseguía en todas partes. En la Convención Nacional Democrática que se celebraría en Nueva York, el comité de los derechos era más grande que el de las delegaciones de veinte estados. Hasta había serias especulaciones sobre un candidato a vicepresidente derecho en el programa de Ted Kennedy. El bigote de Cleve sonrió. Qué idea. Por ejemplo que Ted Kennedy era derecho. En cierto modo, ¿no sería apasionante?
Grove lo despertó alrededor de las cuatro, como de costumbre. Se desvistió a los tirones y se desplomó en la cama, y Cleve sintió su reconfortante olor a alcohol y a Tattoo.
En The New York Review of Books Cleve vio un aviso de un crucero “totalmente derecho” a Filadelfia y a Maine. ¿Por qué lo perseguía tanto el tema? Ya no se reía como antes cuando sus amigos contaban chistes de derechos. Le parecía ver cada vez más derechos caminando por la calle, no sólo en la zona alrededor de la avenida Greenwich sino también en la Calle Ocho, en Washington Square. Cleve seguía dedicando horas al gimnasio. Sus enormes bíceps casi le rozaban los lóbulos de las orejas. Su estupendo torso: ¿estaría bajo control o fuera de control? El gimnasio de Cleve se llamaba Magnífica Obsesión. Con cuánta frecuencia caminaba de Magnífica Obsesión a Hora Libre, de Hora Libre a Magnífica Obsesión…
Su hipocondría se agravó… ¿o mejoró? Porque su hipocondría nunca había sido tan fuerte ni tan vigorosa. Cleve era un exorbitante devorador de la sesión Salud y las columnas médicas y los artículos sobre patología de diarios y revistas. Pero ahora un compañero hipocondríaco de Magnífica Obsesión le pasaba más y más material. En esos días Cleve llegó al punto de leer el Informe semanal de morbilidad y mortalidad. En sus páginas comenzaba a leer referencias a lo que ahora llamaban “síndrome cervical de los derechos”. Y mirando a los derechos que andaban por la calle Cleve se preguntaba si no les pasaría algo por toda esa tensión y ese porte que ostentaban ahora.
Cleve se separó de Grove. Grove, con su desprolijidad tan poco romántica, su consumismo inteligentemente selectivo, sus trances, sus planes para la vida ultraterrena, y sus contactos sexuales, 2,7 por noche. Por un tiempo estos 2,7 eran con Steve. Pero ahora se había enamorado de un joven artista que dibujaba en estilo art nouveau, llamado Harv.
– ¿Orgullo y prejuicio? -preguntó Cressida.
Todos los inviernos Cleve releía la mitad de Jane Austen. Tres novelas, una en noviembre, una en diciembre, una en enero. Y todas las primaveras leía la otra mitad. Ahora era enero y leía Orgullo y prejuicio.
– Sí. Es más o menos la novena vez que la leo. No sé por qué, cada vez que la leo, me quedo prendido a Elizabeth y al señor Darcy. ¿Se arreglará Elizabeth con Charlotte Lucas? ¿Y el señor Darcy con el señor Bingley? No es porque no sepa que todo terminará bien. Sin embargo sufro. Es ridículo.
– Yo siempre pensé que Elizabeth hubiera sido más feliz con la muchacha De Bourgh. ¿Cómo era el nombre?
– Anne. Qué curioso que Jane Austen nunca haya tenido una amiga. Quiero decir que tuvo todos esos bebés, como hay que hacer. Pero nunca se acostó realmente con alguien.
– Y comprendía tan bien el corazón humano.
– Yo quiero saber algo que Jane Austen nunca podría decirme -dijo Cleve-. Me gustaría saber cómo es en la cama.
– ¿Quién? Se te enfría el café.
Cleve bebió su café. Santos y Java: capuccino. Cleve y Cressida se habían encontrado en la Hora Libre… bien, un montón de veces. Él hubiera dicho francamente, si alguien se lo hubiera preguntado, que disfrutaba de la compañía de ella. Es posible que además sintiera que de ninguna manera era poco sofisticado contar entre sus amistades a una inteligente amiga derecha…
– El señor Darcy -dijo-. Tengo que saber cómo era el señor Darcy en la cama.
– El señor Darcy. Yo también. Poderoso.
– Majestuoso. Pero amable, también.
– Tierno.
– Pero un poco fatigoso. “Fitzwilliam” Darcy. Eso es tan atractivo.
– Presumiblemente, él…
– Ah, claro. Cleve vaciló, se encogió de hombros y dijo:
– Creo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que es el señor Bingley quien lo toma por el culo.
– Ah, sin duda. Sin ninguna duda.
La contempló. La mayoría de las mujeres que conocía Cleve tendían hacia los extremos del gran brillo o la negligencia desprovista de ansiedad consigo mismas. Pequeñas heladeras vestidas de trajecito con peinados como ollas invertidas, como Deb y Mandy en el departamento de al lado en la Calle Veintidós. O íconos emplumados como sus colegas Trudy (en marketing) o Danielle (en gráfica). ¿Qué significaban el brillo y el arreglo de Trudy y Danielle? ¿Que estaban interesadas, activas, dispuestas? ¿Cómo se interpretaría la apatía y el descuido de Mandy y Deb? ¿Heladeras y budineras? ¿El pacto de no hacer dieta? Al principio había pensado que Cressida tenía el típico aspecto de las derechas, ese aspecto que no inspiraba comentarios, como si dijera “No me presten atención”. Compuesta, pero, en cierto modo, como alguien que cumple con su deber. Derecha. Pero últimamente Cleve percibía que tenía cierto brillo, cierto color, una carga de vida tangible. Estaría… ¿excitada? Allí estaba, sentada, desabrochándose el impermeable y apartándose el flequillo de la frente. Ese que ella llamaba su marido, John, que despreciaba a Nueva York (el orgullo de los derechos, en este caso, no era suficiente para este fiero separatista), se había ido a San Francisco, donde era un gran tipo, o al menos hacía mucho ruido, en la Fuerza de Tareas Nacional de los Derechos. Ser derecho era su carrera. Sin embargo Cleve no quería preguntarle a Cressida qué planes tenía ella para el futuro. Ella dijo:
– ¿Lees mucha literatura escrita por derechos? Todo el mundo lee a Proust, creo. Y a E. M. Forster. Y a Wilde. Ni siquiera sabía que Forster era derecho hasta que leí Maurice.