– Sí, con ese libro reveló su verdadera naturaleza. Todos opinan que es su libro menos bueno. Es lo que suele suceder con la ficción derecha. Es como si necesitaran guardar su secreto. Sin el secreto desaparece la tensión interna. Se sienten demasiado cómodos.
Cleve dijo tímidamente:
– Yo leí Criadores.
– John odiaba ese libro. Creo que era muy exacto. Sobre toda la…
– Orientación -completó Cleve con delicadeza.
– No es una orientación.
– Perdón. Preferencia.
– Decididamente no es una preferencia. Te lo aseguro.
– ¿Qué dirías que es?
– Es un destino. ¿Yo estoy enferma, o aquí hace mucho calor?
– Hace un calor terrible -respondió Cleve para tranquilizarla. Pero, de pronto, realmente hacía un calor terrible. Cressida se levantó y se quitó el impermeable. Y a Cleve le pareció que echaba vapor por la boca, como las máquinas de café, y que los monstruosos músculos de su torso estaban totalmente empapados de transpiración. Es más: que exhalaba un fuerte resplandor biológico.
– Estás embarazada -dijo.
– Sí. No muy avanzada.
Cleve ya estaba pensando que Cressida parecía mucho menos embarazada que Mandy, la montañita de grasa del departamento de al lado, bajo sus camisolas y sus túnicas. La panza de Cressida, apenas distendida pero insidiosa. Uno de los terapeutas le había dicho a Cleve que la hipocondría era una especie de solipsismo. Pero ahora miraba a Cressida, sentada frente a él, a Cecilia que era otra persona, y sintió el alerta rojo del miedo clínico.
– Perdón -dijo.
– No es nada -respondió ella, y agregó con agilidad:
– Tal vez leas más ficción derecha que lo que piensas. Yo estoy convencida de que Lawrence era derecho.
– ¿T. E. Lawrence? Seguro. T. E. Lawrence era derecho.
– No, T E. no. D. H.
– ¡D. H!
– D. H. Cuando lo leo pienso todo el tiempo: por Dios, qué confuso es este tipo. Hemingway también.
– ¿Hemingway? Vamos.
Ella sonreía.
– Es un hétero obvio. Más hétero no puede ser.
– Hemingway -dijo Cleve-. Hemingway…
Se despidieron en la avenida Greenwich. Él se quedó en el cordón de la acera, con su Orgullo y prejuicio de tapa dura casi oculto bajo la axila, y la miró enfilar hacia la calle Christopher.
Harv estaba en casa cuando llegó Cleve. Increíble: faltaban siete meses para el cumpleaños de Harv y él ya estaba hablando de eso. En el Antique Mart de la calle Diecinueve exhibían un juego de cristal para un próximo remate; fueron a verlo. Luego bebieron un par de copas de vino blanco en el Tan Track, el bar de la zona, y a manera de cena pastel de carne en el Chutney Ferret, el bistró del barrio. De vuelta en el departamento Cleve programó el menú para la pequeña cena que daría el jueves. Iría Arn, con Orv, y Fraze, con Grove; antes Fraze y Grove andaban juntos, y Grove había tenido algo con Orv, pero ahora Grove estaba con Fraze y Orv con Arn. Cleve pensaba preparar ravioles a la mejorana y zapallitos rellenos provenzal… Estaba haciendo lo que siempre hacía después de sus encuentros con Cressida, y veía su propia vida como podría verla un extraño: un extraño nada comprensivo. Cleve no dejaba de mirar a Harv, que estaba tendido en el chesterfield, leyendo: Harv con sus gruesos anteojos oscuros, el bigote rectangular, la remera sin mangas. Él no leía revistas, leía las novelas de las cadenas de librerías, qué horror. Cada vez que Cleve hojeaba una de esas novelas se encontraba con la misma historia, pacientemente repetida: el muchacho del establo seducido por tipos con título nobiliario.
Mientras bebían un chocolate caliente tuvieron una vehemente y repetitiva discusión sobre quién era mejor: Jayne Mansfield o Mamie van Doren. La discusión terminó cuando Cleve desempaquetó las copas de tallo alto que le había regalado Cleve. Y siguió hablando de su cumpleaños… En mitad de la noche Cleve se despertó, fue al baño, se miró en el espejo y pensó: estoy en un desierto, o en un mundo de cristal. Cada tantos años me disuelvo en un tubo de cristaclass="underline" es como cumplir con la obligación de ser jurado en la corte de justicia. Yo salí de un tubo de ensayo. No nací. Aquí no hay biología. Aquí hay cero biología.
Llegó la primavera. Cambiaron las modas. Cleve colgó el pantalón de cuero y se puso un pantalón de algodón y un suéter liviano. Comenzó con los otros tres Jane Austen: Mansfield Park, Emma, Persuasion. Harv aprendió a hacer comida japonesa. Hicieron un viaje a África: Libia, Sudán, Etiopía, Eritrea, Somalia, Uganda, Zaire, Zambia, Zimbabwe, Angola, el Congo, Nigeria y Liberia. Cleve rompió con Harv. Habían tenido un ritmo de 2,7 hasta que se enamoró de un talentoso especialista en macramé llamado Irv.
Cuando parecía que ya no podía expandirse más, el torso de Cleve pasó a una categoría de inmensidad totalmente nueva. Colgando sobre las enormes masas de sus laterales, los brazos de Cleve parecían ahora inútilmente cortos, como los de un tiranosaurio, y su cabeza no más grande que un pomelo, un ápice redondeado del gran triángulo del cuello. Cressida también se agrandaba. En la calle, en la avenida Greenwich, nadie miraba a Cleve, porque todos tenían el mismo aspecto de Cleve, pero todos miraban a Cressida, cuyo destino sexual se manifestaba cada día más cándidamente. No hacía falta definir a Cressida; ahora no… No hablaban de eso. Hablaban de libros. Pero cuando salían de Hora Libre, y Cleve la acompañaba hasta el límite con la calle Christopher, él notaba que la gente la miraba, la señalaba con el dedo y murmuraba. Ah, Cleve sabía lo que decían (él mismo había dicho cosas así, y no hacía tanto tiempo): ahí va el reproductor, y la hembra servida, la potranca. En la avenida Greenwich, una vez una vieja lo llamó fertilizante. De manera que no sólo miraban a Cressida: creían que Cleve era heterosexual. Al caminar junto a ella, ahora, sus instintos protectores se despertaban, casi los oía a esos instintos que se despertaban, bostezaban, se estiraban, se frotaban los ojos. Pero también sentía que estaba en el límite de su tolerancia, de su neutralidad. ¿Cómo proteger a Cressida de lo que le pasaría? Sintió un alivio abyecto, pero un gran alivio, cuando, ya casi al final del quinto mes, ella viajó a San Francisco a reunirse con John.
Los tabloides del supermercado lo llamaban el cáncer o la plaga de los derechos, pero hasta en el New York Times, en sus frecuentes informes y artículos, daban una nota de gran monotonía que a Cleve le sonaba como precursora de la histeria total. Un vocero de la Red de Médicos Derechos advertía que ciertas prácticas poco higiénicas, incluyendo el recurso (inevitable) de acudir a obstetras poco confiables, proporcionaba el “campo propicio” para la enfermedad. Una vocera del Centro de Crisis de la Salud Femenina exigía que el gobierno proveyera inmediatamente fondos para enfrentar la emergencia. Exigencia que no fue atendida porque significaba un intento de crear “el primer establo de derechos”. Un vocero de la Coalición de la Iglesia Anti-Familia anunció, como era de esperar, que la cultura derecha había atraído esta maldición contra sí misma. En cuanto al nuevo presidente, cuando se le preguntó sobre los centenares de casos conocidos de infecciones en los ovarios, septicemia y fiebre puerperal, todos ellos relacionados con los derechos, respondió firmemente: “No sé nada de eso”.
Cleve y Cressida seguían siendo amigos. Ahora por carta. Al principio él imaginó una correspondencia notable, como para publicarla, muy brillante, toda sobre la ficción. Pero no resultó así. Pronto descubrió que las cartas de Cressida eran irreductiblemente cotidianas. La cocina, el secador de ropa, la modificación de un cuarto de la casa… ¿lo pintaría de azul o de rosado? “Sé que te interesas en la decoración de la casa”, decía, “pero esto no es decoración. Esto es hacer el nido”. La camiseta de fútbol de Cleve se inclinaba cortésmente sobre la mesa, mientras él se afanaba sobre el papel, mientras él repetía las mismas frases complicadas sobre la afinidad entre Fanny Price y Mary Crawford, o la de Frank Churchill y el señor Knightly. Y a la mañana siguiente recibía otra carta de nueve páginas de Cressida donde le hablaba de su seguro médico o la cuenta del plomero. Asía era la vida de los derechos. Las cartas de ella no le aburrían. Lo atraían como un imán y a la vez lo aplastaban. Era como quedar pegado a una telenovela británica del cable: las evoluciones en la vida de los proletarios, semana tras semana, implacables e interminables, que duran más que una vida. Ahora el embarazo de Cressida estaba realmente avanzado, caminaba como un pato, se le agitaba la respiración y se cuidaba todo el tiempo.