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Irv. Irv se parecía mucho a Cleve. Harv también se parecía mucho a Cleve, lo mismo que Grove, y que Orv. Pero Irv y Cleve (como señaló Irv) eran como los dos lados de un mismo trasero. La primera vez, cuando se toparon en la bruma de Folsom Prison, Cleve creyó caminar hacia un espejo, pero al tocarlo encontró que era un espejo tibio y suave. Ahora, cada vez que Irv perdía las llaves de su casa (cosa que le sucedía a cada momento), Cleve lo recibía en su casa, esperaba el timbrazo e iba a la puerta sintiéndose totalmente despersonalizado, borrado, para hacer pasar a su usurpador, su otro yo, su sombra. Era como la pesadilla recurrente en las novelas de William Burroughs, cuando el temible doble de uno llama a la puerta. ¡Burroughs! Otra vez la ficción derecha… En los primeros días de su relación, cuando todavía tenían relaciones sexuales, Cleve e Irv siempre lo hacían en postura misionera, cara a cara; y Cleve era Narciso, adherido al reflejo de su propio ser acuático.

A mitad del octavo mes, cuando empezó la congestión vascular pélvica, la telenovela de San Francisco se hizo francamente médica. Ya no se hablaba más de los ejercicios respiratorios y los controles mensuales. En sus cartas Cressida hablaba ahora de cosas tales como congestión vaginal, agrandamiento asimétrico del útero, y análisis de orina que daban cifras bajas de albúmina. Cleve seguía firme con sus floridos relatos de un viaje reciente (con Irv) a Kampuchea. Luego llegó la noticia de que el bebé estaba atravesado: parece que quería nacer con los pies para adelante… En horas avanzadas de la noche (Irv no estaba en el departamento), Cleve, en el baño, pensaba en operaciones cesáreas. Se miró en el espejo. Al abrir esa puerta del botiquín se veían los medicamentos, alineados según su rango, como espectadores. Los hipocondríacos modernos no son simples hipocondríacos, también son Hipocondríacos con mayúscula, temerosos representantes de un Síndrome. De modo que aun cuando están muy bien, y se sienten muy bien, se aterrorizan de su propia capacidad de sugestionarse, tienen miedo de sus propias mentes. Cleve entró en el dormitorio y, con el teléfono en las rodillas, marcó los números prohibidos.

– …¿Grainge?

– No hagamos esto, Cleve.

– …¿Grainge?

– Cleve. Por favor.

– Prometo portarme bien -dijo Cleve con voz infantil-. Sólo quiero hacerte una pregunta sobre otra cosa.

– Que sea rápido, Cleve.

– Grainge… hace años, pasaste por una etapa hétero, ¿verdad? En tu juventud. Tuviste encuentros o episodios hétero.

– ¿Qué?

– Eras chico. Acababas de salir del Campamento. Tuviste tu primer trabajo. ¿Llevabas comida a esa escuela de enfermería?

– Ah, eso. Sí. ¿Y?

– ¿Qué conclusiones sacaste, Grainge?

– Ninguna. Mira, eso tiene un nombre. Se llama heterosexualidad situacional.

– Pero, ¿eso qué quería decir, Grainge?

– No quería decir nada. Quería decir que en medio de una tormenta se entra en cualquier puerto. ¿Qué te pasa, Cleve?

– Nada. Está bien. Estoy bien… Grainge… Grainge, ¡Ay, Grainge!

– No hagamos esto, Cleve.

Poco después volvió al baño y se mojó y enjabonó el bigote. Luego buscó la navaja recta de Irv. Cleve sabía que la que nacería era una niña, y que venía al revés.

De la noche a la mañana, como de costumbre, la primavera se convirtió en verano. El Sol se erigió en filamentos plateados sobre la ciudad y se aplicó a cocinarla, y a hacer brotar todos sus olores y aromas y humores, las huellas de un siglo de pizzas y hamburguesas y salchichas.

Vestido con una remera púrpura, pantalones de box de satén naranja y zapatillas de borde alto con cordones largos (y sin zoquetes), una tarde pegajosa, Cleve estaba parado frente a Hora Libre. Frente a él, con su acostumbrado vestido de algodón negro, estaba Cressida. Los dos estaban un tanto deteriorados. Cressida, por supuesto, había sufrido la lucha biológica interna. Cleve también estaba golpeado, pero los golpes parecían más recientes y más superficiales. Estaba con Irv. La noche anterior se habían peleado a puñetazos mientras discutían cuál era mejor: Florencia o Roma.

Este encuentro, hasta ahora, era completamente tranquilo. Nada personal. Caminaron hacia el oeste. Cleve pensaba acompañarla hasta la Séptima Avenida, luego regresaría para ir a Magnífica Obsesión. Al caminar, los muslos de Cleve forcejeaban y se entrechocaban notoriamente, y con mucho ruido. La parte alta de su cuerpo se mantenía bien, pero la baja estaba enormemente agrandada. Esos muslos, sólo parándose con los pies a casi un metro de distancia entre sí encontraba lugar para los dos muslos.

– ¡Hola! -dijo al llegar a la esquina-, ¡qué bueno volver a verte! -Extendió la mano, pero ella no se la dio.

– Espera -dijo Cressida-, pensé que te gustaría ver a la bebé.

La calle Christopher no era como la había imaginado Cleve. Por ejemplo, ni siquiera se llamaba Christopher, al menos no esa parte: le habían colocado otra placa encima de la vieja como una patente temporaria. Podría haberle preguntado a Cressida sobre este detalle, pero no fue necesario. El barrio derecho decía todo sobre sí mismo. Estaba out. EN ESTE LUGAR SE PRODUJERON LAS REVUELTAS DE STONEWALL, JUNIO 27-29, 1969, decían las letras blancas en la vidriera negra de algún impenetrable calabozo o depósito: EN ESTE LUGAR NACIÓ EL MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN DE LOS DERECHOS DE LOS HÉTEROS MODERNOS. y a Cleve le volvió el programa de televisión a la cabeza: policías, luces, carros de asalto, vídeos con escenas de crímenes, las filas de derechos que avanzaban cantando. Cressida lo miró (con sus ojos redondos, su nariz sin personalidad, su sonrisa inexpresiva), y lo llevó a Stonewall Place.

Cleve había imaginado un pequeño mundo. Un mundo de abejas laboriosas e inocuas, de esfuerzos inseguros y progresos lentos, con las cabezas gachas y los rostros esquivos y avergonzados. Pero lo encontró caótico: por todas partes había pobreza, y belleza, y peligro. En el triángulo verde de Sheridan Square se dispersaba el “Five O'Clock Club”. Los chicos se peleaban y los que los cuidaban gritaban. Mientras avanzaban hacia el oeste por la acera repleta de cochecitos de bebé, sillas de ruedas, locos, gente que paseaba en medio de los olores de los productos lácteos, las confiterías, las perfumerías baratas, se topaban con grupos de hombres atascados en bares y tabernas, jóvenes parados en las esquinas, vagos, punks, borrachos, que miraban a Cleve con actitud de violencia o hastío… y él seguía su camino, con sus formas de trompo que gira, estremeciéndose con el impulso centrífugo.

En Nueva York, en verano, el aire ya no quiere ser aire. Quiere ser líquido. En la calle Christopher, ese día, quería ser sólido: una especie de alimento, muy probablemente. Chapoteando en ese aire, los muslos de Cleve seguían adelante, restregándose. Doblaron a la derecha en Bleecker. Cleve miró hacia arriba. A través del magro follaje de los árboles se veía el cielo del atardecer, con franjas rosadas como para una niña y celestes como para un varón. Y las calles de inquilinatos. Ventanas de una sola hoja y los techos de las unidades A y C como parlantes rotos derritiéndose al sol. El zigzag de las sucias escaleras de incendio. ¿Qué querrán decir esas zetas?, se preguntó Cleve. ¿Simplemente “dormir”, o el fin del alfabeto? Cressida se adelantó, caminando más de prisa. Él la siguió, gravemente desvalido.