La máquina estaba lista. El jefe le apretaba la mano mientras se iba la vida, y comenzaba la muerte de Denton.
Encounter, 1976
El Estado de Inglaterra
1. Los teléfonos celulares
El Grandote Mal estaba junto a la pista de las carreras. Llevaba un traje de hilo arrugado, un cigarrillo en una mano enguantada y el teléfono celular en la otra. También llevaba una cicatriz: un raspón feo en un costado de la cara, desde el lóbulo de la oreja hasta el pómulo. Lo peor de la herida era lo reciente que parecía. No porque sangrara, sino porque tal vez supuraba. Se había comprado el traje en Contemporary Male en Culver City, Los Angeles… cinco años atrás. La cicatriz la había adquirido en una zona en pendiente de un estacionamiento cerca de Leicester Square, Londres, la noche anterior. Bajo un cielo de color azul chillón con nubes bajas estaba el Grandote Mal, junto a la pista de carreras del colegio. No era alto, pero era un tanque: medía uno ochenta en todas las direcciones… Mal sentía que estaba en una situación clásica: esposa, hijo, otra mujer. Era mediados de septiembre. El Día del Deporte. La pista de carreras donde se encontraba ahora pronto vibraría bajo las zapatillas de su hijo de nueve años, Jet Sheilagh, la madre de Jet, estaba parada en la escalinata de entrada del edificio del club, a menos de cincuenta metros de distancia, con las otras mamás. Mal la veía. También ella portaba un cigarrillo y un celular. Sólo se hablaban por los teléfonos.
Mal se puso el cigarrillo entre los labios con sus grandes dedos blancos y fríos y marcó el número de Sheilagh.
– ¡A! -exclamó Mal.
“¡A!”, así, cortito, agudo, y no “¡Ah!”. Mal producía con frecuencia este sonido. Era su reacción al dolor, a la sorpresa penosa, a la imperfección terrestre. En ese momento gritó “¡A!” porque había apoyado el receptor en el oído dolorido, que estaba tan inflamado, tan traumatizado por los acontecimientos de la noche anterior. Luego dijo:
– Soy yo.
– Sí, te estoy viendo -respondió Sheilagh, mientras avanzaba hacia él entre las otras mamás, bajando la escalinata. Él le dio la espalda y preguntó:
– ¿Dónde está Jet?
– Ahora los traen en el ómnibus. Por Dios, Mal, ¿qué te hiciste? ¡Cómo tienes la cara!
Buena noticia: la lastimadura se veía a cincuenta metros de distancia.
– Un buen baile -respondió Mal a manera de explicación. Y en cierto sentido era verdad. Mal tenía cuarenta y ocho años, y se podía decir que se había ganado bien la vida con los puños. Con los puños, los pies, los virajes bruscos, los cabezazos. La paliza de la noche anterior no había sido la peor de su vida. Pero sin duda había sido la más rara.
– Quédate por ahí -dijo, mientras encendía otro cigarrillo-. ¡A! -agregó. Otra vez se había equivocado de oreja. -¿Y cuándo llega el ómnibus?
– ¿Te hiciste ver? Eso hay que curarlo.
– Me lo vendó una enfermera especializada -dijo Mal hablando con cuidado.
– ¿Quién? ¿Miss India? ¿Cómo se llama? ¿Linzi?
– A. Linzi no. Yvonne.
La mención de este nombre (con tono cansado pero poderosamente acentuado en la primera sílaba) ya le contaría a Sheilagh su propia historia.
– Ya sé. Saliste de juerga con el Gordo Lol. Sí. Y bueno. Hace treinta años que estás con el Gordo Lol…
Mal siguió el razonamiento de Sheilagh. Si hacía treinta años que estaba con el Gordo Lol ya habría aprendido a curarse solo. Uno se volvía enfermero especializado, le gustara o no.
– Yvonne me curó. Limpió la herida y me puso una pomada. -Esto era cierto. Esa mañana, mientras tomaban té con tostadas, Yvonne le había escaldado la mejilla con loción para después de afeitar y luego la cubrió con papel absorbente de la cocina. Pero el papel absorbente hacía rato que había desaparecido en el interior de la herida abierta. Como en esa película con Steve McQueen cuando era joven. Ah, sí, La mancha.
– ¿Te duele?
– Sí -respondió Mal con resignación-, me duele. Escucha, tratemos de ser civilizados delante del chico, ¿eh? ¿Eh, Sheilagh? Es lo menos que podemos hacer por él. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Ahora dame la plata, carajo.
– ¿La plata de quién?
– ¿La plata de quién? La mía, carajo.
Sheilagh cortó y entonces, sin éxito (y murmurando, ¿dónde estás, muchacho?) trató de comunicarse con el Gordo Lol llamando al celular de él.
Mal siguió su camino por la pista describiendo un gran semicírculo, manteniéndose a distancia fija de su mujer, hasta llegar al extremo más alejado del edificio. El edificio Tudor de madera, tal vez allí había un bar. Mal se tambaleó, estuvo a punto de caer. El resorte que lo mantenía erguido se doblaba peligrosamente. Y aquí estaban todos los otros papás, en la escalinata del costado, con sus teléfonos celulares.
Demorando el paso Mal se quedaba en el borde y trataba de comunicarse con Linzi, al celular de ella.
La escuela de Jet, St. Anthony's, era elegante, o por lo menos cara. El que de alguna manera enfrentaba las pavorosas cuotas era Mal. Y asistía en días como éste, como correspondía. Además quería y esperaba que a su hijo le fuera bien.
En las primeras visitas durante la etapa de reuniones de padres Mal permanecía mudo por su fobia a los grupos de pares; estaba convencido de que era una persona muy defectuosa. Quería salir de ese grupo y entrar en otro que no fuera tan discutidor. Sheilagh tenía que hablar por los dos; ella se sentía más confiada y segura de sí misma, debido, como había dicho alguna vez el consejero matrimonial, a que “era más culta que él”. Era verdad que Mal escribía con muchos errores, por decirlo suavemente. Tampoco leía muy bien. Cuando tenía que leer un cartel o las instrucciones para ponerse una curita sus labios se movían, trémulos, denunciando su dificultad. También hablaba mal… y lo sabía. Pero ya no existían los prejuicios contra las personas como él. Al menos eso decían. Y quizás, en parte, tenían razón. Mal podía ir virtualmente a cualquier restaurante, sentarse entre otros que hablaban fuerte como él, y afrontar una cuenta más cara que un pasaje aéreo. Podía ir donde quisiera. Y nadie podía asegurar que se sentiría bien en uno u otro lugar. Nadie. El Grandote Mal, que gruñía a manera de asentimiento cuando veía venir un puño hacia su boca, quedaba fuera de combate al ver un meñique levantado. ¡A! Era un sentimiento que lo acompañaba siempre, hora tras hora, como una enfermedad, como una brujería. Bien, mírenme. Vamos, ¡ríanse! ¿Por qué, si no, le habían gustado tanto los Estados Unidos? Los Angeles, muchacho, trabajar para Joseph Andrews…
Mal sentía que era un hombre en una situación clásica. Se había ido de su casa (cinco meses atrás), y ahora vivía con una mujer más joven (Linzi), después de abandonar a su mujer (Sheilagh) y a su hijito (Jet). Una situación clásica es, por definición, una situación de segunda…, de tercera, de décima. Y empeoraba a medida que iba sumando cosas. A altas horas de la noche Mal se ponía a pensar: Si Adán hubiese abandonado a Eva y se hubiera unido a una mujer más joven (suponiendo que la encontrara), se habría metido en un terreno totalmente desconocido. Se podía decir que Adán era un hijo de puta, pero no que era un bruto. Era lo habitual, el curso de la vida. Y ahora existía este otro nivel del terreno conocido. Era un tema trillado, estaba en las telenovelas y en las series de televisión, generalmente en forma de comedia. Una de cada dos personas lo hacía: se iba de su casa. Claro que no irse también era mal visto, pero de eso nadie hablaba. Y Adán, quedándose, había elegido un terreno desconocido.
Mal sentía que era un cliché… y además sentía que también eso lo había estropeado. Veamos: Se fue de su casa y ahora vive con otra mujer más joven. ¿Realmente se fue? Si Linzi vivía en la acera de enfrente. ¿Él vivía con ella? No. Vivía en un hotelito en King's Cross. ¿Una mujer más joven? Mal estaba cada vez más seguro que era mayor que Sheilagh. Una tarde, mientras ella dormía una siesta con un somnífero, Mal había encontrado su pasaporte. La fecha de nacimiento de Linzi aparecía como “25 de agosto de 19…”. Los últimos dos dígitos estaban borrados, raspados con la uña. A la luz de la lámpara todavía se veía un pedacito de esmalte de ese color rojo vampiro que ella usaba. Y Linzi lo miraba desde la foto: ilusiones de grandeza en una foto automática tomada en Woolworth's. Lo único seguro era que Linzi había nacido en este siglo.