¡A!, otra vez el oído dolorido. Pero esta vez quería escuchar por ese oído. Porque ahora se iba a acercar a los papás… al grupo de sus pares, y el celular ayudaría a disimular la herida. Los teléfonos celulares indicaban movilidad social. Con el celular cabalgando en el hombro uno podía subir al escenario protegido por sus propios intereses, preocupaciones, negocios.
– Qué tal, muchachos -dijo, saludando con la mano, y luego miró el teléfono con el entrecejo fruncido. Había llamado a Linzi, de modo que decía cosas tales como “Ah, ¿sí, nena? Toma un Lexotanil… Vuelve a la cama… Ah, los folletos… ¿Sí, querida?” Encorvado sobre el teléfono, con las rodillas flexionadas, Mal parecía alguien que está esperando para probar su puntería. Hacía lo mismo que todos los otros padres: fingía una situación. Todos fingían, ante los demás y ante el mundo. ¿Y qué decía el aspecto de Mal? En el tema de las peleas, esto era cosa sabida. Si uno recibía un golpe no sólo había que aceptarlo. No sólo soportarlo. Además había que dejarlo a la vista de todo el mundo, hasta que cicatrizara.
Avanzó entre ellos saludando, guiñando un ojo, palmeando una espalda aquí y allá. Blazers, camperas, jeans, camisas sin corbata, hasta algún caftán o como se llamase. Los papás: la mitad ni siquiera eran ingleses, de manera que socialmente no pasaban ni la primera valla. O así pensaba Mal en otra época. “¡Qué tal, Manjeet!”, decía. “Mikio. ¡Nusrat!”. Ahora hasta los paquistaníes podían competir con él. Por ejemplo Paratosh, que era algo así como Sikh y llevaba corbata y actuaba en radionovelas y tenía tan buenos modales. Y si yo me doy cuenta de que tiene buenos modales, se dijo Mal, realmente deben ser excelentes. “¡Paratosh, qué tal, compañero!”, exclamó… Pero Paratosh apenas le sonrió y lentamente desvió su augusta mirada. Mal sintió que todos le hacían lo mismo. Adrian. Fardous. ¿Por qué? ¿Por la marca del golpe? Pensó que no debía ser por eso. Pero éstos eran los papás del núcleo familiar, los que habían permanecido con sus familias, y tan lejos, sin embargo. Y todos sabían que Mal se había ido, que había renegado del pacto y abandonado el núcleo. Algunos de estos hombres eran los maridos de las amigas de Sheilagh. Mientras se movía entre ellos (y trataba otra vez de comunicarse con el Gordo Lol), Mal sentía la secular censura contra él en esas caras color ocre, color avellana, color café. Él era un paria, un descastado, y sentía que ellos pensaban que como hombre era un fracasado. Torpe, de cuerpo informe, con sus escasos cabellos oscuros, los dedos rozando los bordes de la herida en la mejilla, Mal era un intocable, como la herida misma.
Otros papás hablaban por los celulares, decían palabras huecas que eran la mitad de un diálogo. Por un momento pensó que estaban todos locos, como los que hablan solos en la calle.
2. Nenas asiáticas
El verdadero nombre de Linzi era Shinsala, y su familia provenía de Bombay. Nada de esto se podía adivinar hablando con ella por teléfono. La mayoría de los papás extranjeros (los Nusrat, los Fardous, los Paratosh) hablaban mejor inglés que Mal. Mucho mejor. Seguramente también hablaban bien en hindi, en urdu, en farsi. ¿Cómo podía ser?, se preguntaba Mal. ¿Cómo era posible que dejaran tan poco para Mal? En cambio a Linzi no se le podía reprochar lo mismo. Hablaba peor que Sheilagh, peor que Mal. Hablaba como el Gordo Lol. Tenía la manera de hablar del East End, con un toquecito de exotismo por la forma de usar ciertas partículas. Cuando había que decir “mi” decía “mío”. Por ejemplo, “Dame mío tenedor”. “Él irá en suyo auto”. Por otra parte Mal vivía temiendo un encuentro entre ella y Sheilagh, como el de ese día. No quería ni pensarlo. ¡A!
Pero ahora se abría paso hacia el interior del edificio. Pasó junto a una máquina de gaseosas, un pizarrón de anuncios, la entrada de los vestuarios, un quiosco de comida que olía a hamburguesas. Por Dios. Mal no bebía mucho, como otros. Pero la noche anterior, después de la paliza, él y Lol se habían bajado una botella de whisky. Una cada uno. De modo que ahora pensaba que con un par de cervezas se sentiría otro. Miró a su alrededor, se detuvo, y luego avanzó resueltamente, haciendo tintinear sus monedas. Todo su ser respondía a lo que veía: la máquina de jugos de fruta, la alcancía de caridad llena de moneditas, los trapos húmedos bajo los enormes ceniceros, las botellas de bebidas alcohólicas con sus etiquetas que garantizaban honestidad, juego limpio. Y el barman obsequioso que venía hacia él.
– ¡Mal!
Se volvió.
– ¡Hola, Bern!
– ¿Todo bien?
– ¿Todo en orden? ¿Tu hijo Clint?
– Terrible. ¿Y Jet?
– ¿Jet? Hermoso.
– Aquí está Toshiko, Mal.
Toshiko brindó una sonrisa de dientes japoneses.
– Encantado -dijo Mal, y agregó, con tono inseguro: -Mucho gusto.
Bern era el papá que Mal conocía mejor. Se habían conocido mientras presenciaban otro deporte al aire libre: sus hijos representaban a St. Anthony's en fútbol norteamericano. Clint y Jet, strikers en Menores de Nueve Años. Los papás miraban y vociferaban como avezados comentaristas, mientras sus hijos, y todos los demás, corrían alrededor de la cancha como otros tantos perros detrás de una pelota. Después Mal y Bern fueron a beber unas copas. Coincidieron en que no había que sorprenderse de que los chicos hubieran recibido una paliza: nueve a cero. La defensa era muy mala y el campo medio un caos. ¿Cómo podían ayudar a los que estaban al frente?
– Anoche oí algo interesante -dijo de pronto Bern.
Bern era fotógrafo, de modas al principio, pero ahora de sociales y de ocasiones elegantes. Hablaba peor que Mal.
– Estaba cubriendo temas de la Municipalidad. Me puse a hablar con esos… detectives. Los de Scotland Yard. ¿Te acuerdas de ese idiota que se metió en Buckingham Palace? ¿Que hizo todo ese lío?
Mal se acordaba.
– ¿A que no sabes? Admitieron que uno de ellos se la montó.
– ¿A quién?
– A la reina. Recuerdas que lo encontraron en el dormitorio de ella, ¿no?
– Sí.
– Bien, esos imbéciles declaran que el tipo se la montó.
– Un poco pesado, ¿no, compañero?
– Sí, bueno, eso es lo que dicen. Así que… ¿te fuiste de tu casa?
– Sí, Bern. No hubo nada que hacerle.
– Porque todos tenemos nuestros…
– Nuestros límites.
– Sí. No se puede aguantar que te tiren cualquier cantidad de mierda.
– No.
Era bueno hablar así con Bern. Sacarse eso de adentro. Bern se había ido de su casa cuando su mujer estaba embarazada de Clint. No por esta Toshiko, que presumiblemente era japonesa, sino por otra. Cada vez que Mal se encontraba con Bern veía a otro ejemplar colgado de su brazo: extranjeras, de unos treinta años. Como si recorriera país por país. Para mantenerse joven.
– Mira ésta -dijo Bern-. Veintiocho. Es mi primera nipona, ¿sabes? ¿Verdad, Toshi? ¿Dónde estaban en toda mi vida anterior? -Sin bajar la voz ni cambiar de tono agregó: -Sabes, toda la vida pensé que la tenían horizontal. Pero no es así. Son iguales que las demás, qué amorosas.
”No habla inglés. ¿Verdad, Toshi? -continuó Bern, lo cual tranquilizó a Mal.
Toshiko cacareó algo como respuesta.
– Pero habla francés.
Mal desvió la mirada. El hecho era que… Lo importante en Mal era que su sexualidad, lo mismo que su sociabilidad, era esencialmente tenebrosa. Como si hubiera ocurrido algo malo cuarenta años atrás, cuando miraba en las vidrieras los brazos complacientes, artificiales de las muñecas de cera, alzados en postura de ofrecer un regalo o de dar una paciente explicación… En la cama, él y Linzi -el Grandote Mal y Shinsala- miraban Nenas asiáticas. Ahora su vida sexual con ella se basaba en los vídeos. O en la revista, o el CD, pero siempre Nenas asiáticas que, sospechaba Mal, representaba un mojón en las relaciones raciales en la isla. Los hombres blancos y las mujeres de piel oscura se juntaban en este acercamiento electrónico. Cada fanático de los vídeos en Inglaterra había tenido ya su Fátima, su Fetnab. Cuando Nenas asiáticas descansaba, o cuando comenzaban a saltar partes con el control remoto hasta el final y el aparato de Linzi quedaba en blanco, el canal elegido era Zee TV: musicales de la India. ¡Qué cultura tan casta! Cuando un hombre y una mujer iban a besarse la cámara huía hasta enfocar a dos pajaritos que piaban y se arrullaban, o a la inmensidad del mar que golpeaba contra los acantilados. Mujeres de belleza morena, celestial, que reían, cantaban, se enfurruñaban, pero sobre todo lloraban, lloraban, lloraban: derramaban lágrimas opalescentes, densas como la leche recién ordeñada, en la cima de una montaña, en una esquina, bajo lunas de utilería. Después Linzi tocaba el botón de play y volvían a una muchacha árabe que sonreía, soltaba una risita, se desvestía al son de una música escurridiza en un piso árabe que era moderno pero que a la vez parecía una mezquita, y se contorsionaba en un diván forrado de polietileno o en una espesa alfombra blanca. El otro vídeo que miraban siempre era uno que le habían dado a Linzi en Kosmetique. Cirugía estética para los pechos, Antes y Después, que buscaba modificar lo natural, porque Después era siempre mejor que Antes, en lugar de ser sólo un pobre sucedáneo de la vida. Aunque a Mal le gustaba Linzi así como era, quedaba fascinado con Kosmetique, y esto lo preocupaba. Pero él también quería hacerse un lifting. Una vez, en el Speakers'Corner, donde había hombres parados en cajones de fruta hablando con un público inexistente, con una mano en el hombro de Linzi, Mal observaba el fantástico brillo de sus cabellos, y se sentía maravillosamente cambiado, como un arco iris racial, listo para enfrentar un nuevo mundo. Quería un cambio. Esto, pensó, todo esto sucedía porque él quería un cambio. Quería un cambio, y no sería Inglaterra la que se lo diera.