Ian Rankin
Aguas Turbulentas
The Falls
Nº 12 Serie Rebus
No por mi acento, del cual no perdí ni un ápice cuando vine a vivir a Inglaterra, sino más bien mi temperamento, esa parte típicamente escocesa de mi carácter, promiscua, agresiva, mezquina, morbosa y, pese a mis mejores deseos, profundamente deísta. Era, y siempre seré, un prófugo asqueroso del museo de historia antinatural…
PHILIP KERR, The Unnatural History Museum.
Capítulo 1
– Cree que yo la maté, ¿verdad?
Estaba sentado en el borde del sofá, la cabeza caída sobre el pecho. Tenía el pelo lacio, con flequillo largo, y las rodillas le temblaban como dos pistones; los talones de sus mugrientas zapatillas de deporte ni siquiera tocaban el suelo.
– ¿Has tomado algo, David? -preguntó Rebus.
El joven alzó la vista. Tenía los ojos enrojecidos, cansados, y en su rostro alargado y anguloso se apreciaba que no se había afeitado. Se llamaba David Costello. No Dave o Davy, sino David; eso lo había dejado claro. Nombres, etiquetas y clasificaciones son datos muy importantes. Los periódicos diferían en su descripción: era «el novio», «el desdichado novio» o «el novio de la estudiante desaparecida». Era «David Costello, de veintidós años» o «el estudiante David Costello de veintipocos años», que «compartía piso con la señorita Balfour» o era «visitante habitual» del «piso de la misteriosa desaparecida».
Tampoco el piso era un piso más, sino «el piso en la lujosa nueva ciudad de Edimburgo», el «piso de un cuarto de millón de libras de los padres de la señorita Balfour». John y Jacqueline Balfour eran «los atribulados padres», «el anonadado banquero y su esposa», y su hija era «Philippa, de veinte años, estudiante de historia del arte en la Universidad de Edimburgo», «guapa», «vivaz», «despreocupada», «llena de vida».
Y había desaparecido.
El inspector Rebus, que estaba delante de la chimenea de mármol, cambió ligeramente de posición y se desplazó hacia un extremo de la misma. David Costello siguió con la mirada el movimiento.
– El médico me recetó unas pastillas -dijo por fin.
– ¿Las has tomado? -preguntó Rebus.
El joven negó despacio con la cabeza sin apartar los ojos de Rebus.
– No te lo reprocho -dijo Rebus metiendo las manos en los bolsillos-, te dejan unas horas aplatanado pero no cambian nada.
Hacía dos días que Philippa, «Flip» para los amigos y la familia, había desaparecido. No era mucho tiempo, pero era una desaparición inexplicable. Hacia las siete de la tarde habían ido a verla unos amigos al piso para confirmar que se reuniría con ellos una hora después en un bar del sector sur; era uno de esos pequeños locales modernos que habían surgido alrededor de la universidad a tenor del auge económico y del gusto por la iluminación discreta y los combinados carísimos.
Rebus los conocía porque había pasado por allí camino de la comisaría y al volver a casa.
No muy lejos había un pub anticuado donde se podían tomar combinados de vodka por una libra y media; sin embargo, las sillas no eran precisamente de lo último, y el personal, aunque sabía zanjar los altercados, no estaba muy al día en cuestión de cócteles.
La desaparecida salió del piso probablemente entre las siete y las siete y cuarto. Tina, Trist, Camille y Albie ya iban por la segunda ronda. Rebus había leído el expediente para verificar los nombres. Trist era el diminutivo de Tristram, y Albie, de Albert. Trist era pareja de Tina, y Albie, de Camille. Flip tenía que haber ido con David, pero éste, como ella les anunció por teléfono, no iba a acudir.
– Otra ruptura -les dijo en tono despreocupado.
Antes de salir del piso había conectado la alarma, aquello era para Rebus algo nuevo: un piso de estudiante con alarma; echó la llave de seguridad, bajó un tramo de escalera y salió a la calle. Hasta Princes Street había una buena cuesta, y otra más para alcanzar el sector sur en la ciudad vieja. No era corriente que lo hiciera a pie; pero no había ningún registro en el teléfono del piso ni en el móvil que demostrara que hubiese llamado a alguna empresa de taxis. Luego, si había tomado uno, debió de ser sobre la marcha, en la calle.
Si es que había llegado a avistar alguno.
– Yo no he sido, ¿sabe? -dijo David Costello.
– No has sido, ¿qué?
– Quien la mató.
– Nadie ha dicho que lo hicieras.
– ¿No? -replicó alzando la vista y clavándola en Rebus.
– No -respondió Rebus, pensando que en definitiva era su trabajo.
– Esa orden de registro… -empezó Costello.
– Es algo rutinario en un caso como éste -le informó Rebus.
Lo era, efectivamente: cuando se trata de una desaparición hay que comprobar todos los lugares en que puede hallarse la persona; se aplica el reglamento y se firma todo el papeleo para despejar cualquier incógnita. Había que registrar el piso del novio. Rebus podría haber añadido: «Lo hacemos porque nueve de cada diez veces el responsable es alguien conocido por la víctima». No son extraños los que buscan una víctima en plena noche, sino tus seres queridos los que te asesinan: cónyuges, amantes, hijos o hijas. Tu tío, tu mejor amigo; la persona en quien más confiabas. Te había engañado o la habías engañado tú. Sabías algo, tenías algo que les provocaba envidia o desprecio; o bien necesitaban dinero.
Si Flip Balfour estaba muerta no tardaría en aparecer el cadáver; si vivía y no quería que la encontraran, la tarea sería más difícil. Sus padres habían comparecido en la televisión rogándole que se pusiera en contacto con ellos; en la casa paterna había agentes para interceptar las llamadas en caso de que alguien pidiera rescate, y la policía registraba el piso de David Costello en Canongate, esperando encontrar algo, y también el piso de Flip Balfour. «Protegían» a David Costello para impedir que los medios de comunicación se le acercaran demasiado. Eso le habían dicho al joven y en parte era verdad.
La víspera se había hecho el registro del piso de Flip, del que Costello tenía llaves. A él le habían llamado a su piso a las diez de la noche: Trist le preguntaba si sabía algo de Flip, que tendría que haber salido hacia Shapiro's y no había llegado.
– Contigo no está, ¿verdad?
– En mí sería en el último en quien habría pensado -replicó Costello dolido.
– He oído que os habíais enfadado. ¿Por qué ha sido esta vez?
Trist se lo preguntó en tono dubitativo, un tanto en broma. Costello no contestó. Cortó la comunicación y llamó al móvil de Flip y, al saltarle el contestador, le dejó un mensaje para que le llamase. La policía había escuchado la grabación para detectar posibles indicios de falsedad en cada palabra, o frase. Trist volvió a llamar a Costello a medianoche; habían ido al piso de Flip y, como no estaba, preguntaron a otros amigos, pero nadie sabía nada. Aguardaron allí hasta que Costello llegó y abrió, pero en el piso no había ni rastro de Flip.
Todos pensaron que este caso pertenecía a la categoría de lo que la policía denomina «persona desaparecida», pero decidieron esperar a la mañana siguiente para avisar a casa de la madre de Flip en Lothian este. La señora Balfour marcó inmediatamente el 999. La mujer consideró que la centralita de la policía se la había sacado de encima, y llamó a su esposo al despacho de Londres. John Balfour era el socio mayoritario de un banco privado y, aunque el jefe de policía de Lothian y Borders no era cliente suyo, lo cierto es que al cabo de una hora ya había agentes asignados al caso por orden superior de la Casa Grande, es decir, de la Jefatura Central de Policía de Fettes Avenue.
David Costello abrió el piso a los dos agentes de Investigación Criminal. Todo estaba en orden y no encontraron indicio alguno del posible destino de Philippa Balfour. Era un piso precioso, con el suelo de madera natural y paredes recién pintadas. El salón era amplio, con dos balcones, y había dos dormitorios, uno de ellos transformado en estudio. La cocina moderna era más pequeña que el cuarto de baño, recubierto de madera de pino. En el dormitorio había muchas pertenencias de Costello y su ropa estaba apilada en una silla con libros, discos compactos y una bolsa de ropa sucia encima.