– No recuerdo su nombre -dijo Devlin invitándolos a pasar al salón.
– Inspector Rebus.
– En aquel entonces sería agente, ¿no es cierto? -preguntó Devlin, y Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Está usted de mudanza? -preguntó Hawes al ver tantas cajas y bolsas de plástico negro para basura.
Rebus miró también. Había montones de papeles en precario equilibrio y cajones sueltos rebosantes de cosas que corrían el riesgo de desparramarse por la alfombra. Devlin contuvo la risa. Era un hombre bajo y grueso, de unos setenta años. Llevaba una chaqueta de punto deformada sin la mitad de los botones y usaba tirantes para sujetar los pantalones color gris marengo. Tenía un rostro regordete y surcado por venas, con pequeños ojos azules, velados por unas gafas de montura metálica.
– En cierto modo, sí -respondió recomponiendo sobre la calva unos escasos mechones de pelo-. Digamos que si «la de la guadaña» es el non plus ultra de los traslados, yo secundo gratuitamente su labor.
Rebus recordó que Devlin siempre hablaba así, utilizando el doble dé palabras de las necesarias, con algún latinajo, y que antaño resultaba horroroso tomar notas cuando era él quien practicaba las autopsias.
– ¿Se traslada a una residencia? -preguntó Hawes.
El anciano volvió a contener la risa.
– Lamentablemente, aún no. No, sólo voy a deshacerme de algunas cosas que no quiero conservar y así será más fácil para los inquilinos que vengan a llenar la carcasa de mi morada cuando yo me vaya.
– ¿Evitándoles molestias de tener que tirarlo?
Devlin miró a Rebus.
– Eso resume correctamente la situación -dijo con un gesto de aprobación.
Hawes cogió de una caja un libro encuadernado en piel.
– ¿Va a tirar todo esto? -preguntó.
– Ni mucho menos -replicó Devlin chasqueando la lengua-. Ese volumen, por ejemplo, es una antigua edición de diagramas anatómicos de Donaldson que pienso donar al Colegio de Médicos.
– ¿Sigue viendo al profesor Gates? -preguntó Rebus.
– Ah, sí, Sandy y yo nos tomamos a veces unas copitas. Él también se jubilará pronto para dejar sitio a los jóvenes, qué duda cabe. Nos engañamos pensando que la vida es cíclica, pero no es así. A menos que uno sea un budista convencido -añadió sonriendo por la observación.
– El hecho de ser budista no significa que uno se reencarne, ¿no es cierto? -preguntó Rebus para mayor deleite del anciano, mientras miraba un artículo de prensa enmarcado que había en la pared junto a la chimenea: hablaba de una condena por homicidio en 1957-. ¿Fue su primer caso? -aventuró.
– Pues sí. Una recién casada muerta a golpes por su esposo en Edimburgo durante el viaje de luna de miel.
– Sí que alegra el piso -replicó Hawes.
– También a mi esposa le resultaba macabro -explicó Devlin-. Volví a colgarlo cuando ella murió.
– Bien -dijo Hawes dejando el libro en la caja y buscando en vano dónde sentarse-, cuanto antes terminemos, antes podrá reanudar la limpieza.
– Encomiable pragmatismo -apuntó Devlin, que parecía dispuesto a que permanecieran allí los tres en medio de la enorme y desgastada alfombra persa, sin atreverse casi a moverse por no provocar un derrumbamiento de papeles.
– ¿Tiene usted ordenadas las cajas, o podemos coger un par de ellas para sentarnos? -preguntó Rebus.
– Creo que será mejor que hablemos en el comedor.
Rebus asintió con la cabeza y, mientras lo seguían, su mirada fue a posarse en una invitación que había sobre la repisa de la chimenea, «de etiqueta y con condecoraciones» del Real Colegio de Médicos para un banquete en el Surgeon's Hall.
El comedor estaba ocupado por una gran mesa con seis sillas rectas sin tapizar; para servir directamente desde la cocina había una ventana que los padres de Rebus habrían llamado un «agujero para fuentes», y un aparador pintado de oscuro lleno de cristalería y platería cubiertas de polvo. Las escasas fotos enmarcadas parecían especímenes primitivos del arte de la fotografía: una escena de estudio con góndolas venecianas y otras tal vez de obras de Shakespeare. La ventana alargada de guillotina daba a los jardines traseros del edificio, y Rebus vio que el jardinero de la señora Jardine había podado los setos, por azar o expresamente, de modo que vistos desde arriba parecían un signo de interrogación.
En la mesa había un rompecabezas a medio acabar del centro de Edimburgo a vista de pájaro.
– Cualquier ayuda será sumamente agradecida -dijo Devlin dirigiendo un gesto a las piezas.
– Sí que hay piezas -observó Rebus.
– Dos mil.
Hawes, que finalmente había optado por presentarse ella misma al anciano y que no acababa de sentirse a gusto en la silla, le preguntó cuánto tiempo hacía que estaba jubilado.
– Doce…; no, catorce años. Catorce años -contestó el hombre moviendo la cabeza de un lado a otro, admirado de lo rápido que pasaba el tiempo.
Hawes miró sus notas.
– En el primer interrogatorio dijo usted que aquella tarde estaba en casa.
– Así es.
– ¿Y no vio a Philippa Balfour?
– De momento, su información es correcta.
Rebus, en vez de acomodarse en una silla, optó por recostarse en la ventana, cruzándose de brazos.
– Pero ¿sí que conocía a la señorita Balfour? -preguntó.
– Sí, nos saludábamos.
– Pues ya hace casi un año que eran vecinos -añadió Rebus.
– Tenga en cuenta que estamos en Edimburgo, inspector Rebus. Yo hará casi treinta años que vivo en este piso…; me mudé a él cuando murió mi esposa. Aquí se tarda en conocer a los vecinos, y muchas veces se van sin que haya habido ocasión de hablar con ellos. Acaba uno por renunciar -añadió encogiéndose de hombros.
– Es una lástima -reconoció Hawes.
– ¿Usted dónde vive…?
– Si me permiten… -interrumpió Rebus-. Volvamos a lo que estábamos diciendo.
Se había apartado del alféizar de la ventana y fue a apoyar las manos en la mesa para mirar las piezas dispersas del rompecabezas.
– Sí, claro -dijo Devlin.
– Usted no salió en toda la tarde. ¿No oyó nada extraño?
Devlin alzó la vista, quizá por efecto de la última palabra de Rebus.
– Nada -contestó al cabo de una pausa.
– ¿Ni vio nada?
– No.
Hawes no sólo estaba incómoda sino que además le irritaban aquellas respuestas. Rebus se sentó frente a ella tratando de cruzar la mirada, pero ella ya tenía una pregunta preparada.
– ¿Tuvo usted alguna vez una discusión con la señorita Balfour?
– ¿Por qué íbamos a discutir?
– Por nada -replicó Hawes con frialdad.
Devlin la miró y se volvió hacia Rebus.
– Veo que le interesa la mesa, inspector.
Rebus se percató de que estaba pasando los dedos por la superficie de madera.
– Es del siglo diecinueve -añadió Devlin-, obra de un colega anatomista. -Miró a Hawes y de nuevo a Rebus-. Recuerdo una cosa…, probablemente sin importancia.
– ¿Qué?
– Un hombre que esperaba en la calle.
Rebus advirtió que Hawes iba a hacer una pregunta pero él se le anticipó.
– ¿Cuándo?
– Un par de días antes de que desapareciera, y también la víspera -dijo Devlin encogiéndose de hombros, consciente del efecto que causaba su afirmación.
Hawes se había ruborizado y parecía estar a punto de gritar: «¿Es que no pensaba decirlo?».
– ¿Afuera en la calle? -preguntó Rebus sin levantar la voz.
– Sí.
– ¿Lo vio usted bien?
– Tendría veintitantos años -respondió Devlin encogiéndose otra vez de hombros-, pelo moreno corto…, descuidado, pero limpio.
– ¿No era un vecino?
– Es posible. Yo sólo digo lo que vi. Me dio la impresión de que esperaba a alguien, o algo. Recuerdo que consultó el reloj.