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– ¿De verdad?

Pero Jan Benzie se limitó a alzar un hombro y a preguntarle otra vez si quería tomar algo.

– Gracias. No quiero entretenerla. Me ha dicho que Patricia Lovell era pariente suya…

– Mi tatarabuela, creo.

– Murió muy joven, ¿no es cierto?

– Sí; seguramente sabe usted de ella más que yo, que ni sabía que estaba enterrada en Calton Hill.

– ¿Cuántos hijos tuvo?

– Sólo uno; una niña.

– ¿Sabe usted si murió de parto?

– No tengo la menor idea -contestó Jan Benzie riendo por la incoherencia de la pregunta.

– Perdóneme -añadió Jean Burchill-, ya sé que todo esto le sonará algo macabro.

– Un poco. ¿Dice que está investigando sobre la vida de Kennet Lovell?

Jean Burchill asintió con la cabeza.

– ¿Conservan ustedes algún documento suyo? -preguntó.

– Ninguno -respondió Jan Benzie negando con la cabeza.

– ¿Y no habrá familiares que puedan…?

– No, no creo -contestó ella estirando el brazo hasta la mesita que había junto al sillón para coger una cajetilla de la que extrajo un cigarrillo-. ¿Fuma usted?

Jean Burchill dijo que no mientras observaba cómo encendía el pitillo con un elegante mechero de oro. Aquella mujer lo hacía todo despacio; era como ver una película a cámara lenta.

– Se trata de que estoy buscando la correspondencia entre el doctor Lovell y su benefactor.

– No sabía que tuviese un benefactor.

– Era un pastor presbiteriano de Ayrshire.

– ¿Ah, sí? -dijo Jan Benzie.

Pero Burchill advirtió que sólo estaba atenta al cigarrillo que sostenía entre los dedos, sin interesarle lo que ella decía.

Decidió insistir:

– En el Colegio de Médicos hay un retrato del doctor Lovell que debió de ser encargado por dicho pastor.

– ¿Ah, sí?

– ¿Lo ha visto usted?

– No, no creo.

– El doctor Lovell tuvo varias esposas, ¿lo sabía?

– Ah, sí. Tres, ¿verdad? En realidad, no son muchas tal como es la vida -dijo Jan Benzie, de pronto pensativa-. Yo voy por mi segundo matrimonio… ¿Quién puede decir si no volveré a casarme? -añadió contemplando la ceniza de la punta del cigarrillo-. Mi primer marido se suicidó, ¿sabe?

– Lo ignoraba.

– Claro, no tenía por qué saberlo. -Hizo una pausa-. Pero no creo yo que Jack llegara a eso.

Jean Burchill no sabía qué pretendía decir, pero Jan Benzie la observaba como esperando respuesta.

– Sí, bueno, tal vez resultara algo sospechoso perder dos maridos -dijo.

– Y Kennet Lovell perdió tres esposas -añadió Benzie.

Eso era precisamente lo que le intrigaba a ella.

Jan Benzie se puso en pie y se acercó a la ventana. Jean volvió a mirar aquel salón lleno de objetos, cuadros, fotos enmarcadas, candelabros y ceniceros de cristal. Tenía la impresión de que nada de aquello era de Jan Benzie, sino una aportación de Jack McCoist al matrimonio.

– Bien -dijo-, me marcho. Le ruego que me disculpe por haber…

– No tiene importancia -respondió Benzie-. Espero que encuentre lo que busca.

De pronto, abajo en el vestíbulo se oyó un portazo. Las voces fueron ascendiendo escalera arriba.

– Claire y mi esposo -dijo Jan Benzie, volviendo a sentarse y componiendo su figura como si fuese la modelo de un pintor.

Se abrió de golpe la puerta y Claire Benzie irrumpió en la sala. Jean no le encontró parecido físico con la madre, pero quizá fuese en parte por el ímpetu con que había entrado.

– Me importa un bledo -exclamó la muchacha-. ¡Que me encierren si quieren y que tiren la llave! -añadió paseando de arriba abajo en el momento en que entró Jack McCoist, que se movía pausadamente igual que su esposa, aunque en su caso parecía más bien por efecto del cansancio.

– Claire, yo lo que digo es que… -se interrumpió para inclinarse y dar un beso en la mejilla a su mujer-. Qué mal rato hemos pasado -añadió-. La policía no soltaba a Claire. Querida, ¿no podrías controlar un poco a tu hija…?

Sus últimas palabras quedaron en el aire cuando al erguirse vio que había visita. Jean Burchill se puso en pie.

– Bien, tengo que marcharme -dijo ella.

– ¿Quién demonios es ésta? -gruñó Claire.

– La señorita Burchill es del museo -explicó la madre-. Hemos estado hablando de Kennet Lovell.

– ¡Dios, ella también! -exclamó la hija volviendo la cabeza y dejándose caer en uno de los sofás.

– Estoy haciendo una investigación sobre su vida -dijo Burchill a Jack McCoist, que se servía un whisky.

– ¿A estas horas? -replicó él.

– Hay un retrato suyo en un museo -añadió Jan Benzie dirigiéndose a su hija-. ¿Lo sabías?

– ¡Claro que lo sabía! En el Colegio de Médicos. -Miró a Jean Burchill-. ¿Es usted de ese museo?

– No, en realidad…

– Bien, sea de donde sea, ¿por qué demonios no se larga? Acaban de soltarme de la comisaría y…

– ¡No hables de ese modo en mi casa a una visita! -exclamó Jan Benzie con un chillido y levantándose como un resorte del sillón-. Jack, díselo tú.

– Bueno, de verdad que ahora debo… -insistió Jean Burchill, pero la discusión que se desencadenó entre los tres ahogó sus palabras, y ella optó por retirarse discretamente.

– ¡No tienes ningún derecho…!

– Dios, ¡ni que hubieras sido tú la interrogada!

– Eso no es disculpa para que…

– ¿Sería mucho pedir que pueda tomarme una copa tranquilo?

No advirtieron que Jean cerraba la puerta tras salir del cuarto. Bajó de puntillas la escalera alfombrada, abrió la puerta de entrada con el mayor sigilo posible y, ya en la calle, lanzó un profundo suspiro. Mientras se alejaba volvió la cabeza para mirar hacia la ventana del salón, pero no vio nada. Allí, las casas tenían gruesos muros como las cárceles, y Jean Burchill sentía que acababa de escapar de una.

Claire Benzie tenía un genio de cuidado.

Capítulo 13

El miércoles por la mañana, Ranald Marr seguía sin aparecer. Su esposa Dorothy llamó a Los Enebros para hablar con la ayudante personal de John Balfour, quien le recordó en términos nada ambiguos que la familia estaba a punto de asistir a un entierro y que no le parecía conveniente molestar hasta después del mismo al señor o a la señora Balfour.

– ¿Se da usted cuenta de que han perdido a una hija? -espetó indignada la ayudante.

– ¡Y yo he perdido al mierda de mi marido, mala puta! -replicó Dorothy Marr, un tanto sorprendida de sí misma, pues era probablemente la primera vez que decía una palabrota desde que era niña. Pero ya era tarde para disculparse pues la ayudante había colgado para informar a un subordinado que no le pasasen ninguna otra llamada de la señora Marr.

Los Enebros estaba a rebosar de gente. Familiares y amigos, algunos llegados desde muy lejos, habían pernoctado allí y deambulaban por diversos pasillos en busca de desayuno. La cocinera, la señora Dolan, había decidido que el óbito excluía la comida caliente, y no cabía guiarse aquella mañana por el habitual olorcillo a salchichas, tocino y arroz con huevos y pescado. Sin embargo, en el comedor había un buen surtido de bolsas de cereales y conservas caseras, aunque sin la mermelada de grosella y manzana que hacía las delicias de Flip cuando era niña. La señora Dolan había confinado aquel tarro en la despensa, pues precisamente Flip era la última persona que la había degustado, con ocasión de una de sus infrecuentes visitas.

La cocinera explicaba llorosa aquellos pormenores a su hija Catriona, quien la consolaba tendiéndole un nuevo paquete de pañuelos de papel. Uno de los invitados, comisionado para averiguar si había café y leche caliente, asomó la cabeza por la puerta de la cocina pero se retiró de inmediato, incómodo al ver tan abatida a la infatigable señora Dolan.