John Balfour, en la biblioteca, le decía a su mujer que no quería «ningún maldito poli» en el cementerio.
– Pero, John, han trabajado mucho… Han pedido venir y tienen tanto derecho como… -replicó su esposa.
– ¿Como quién? -la interrumpió él, más apaciguado pero con más frialdad.
– Pues como toda esa gente que no conocemos -contestó ella.
– ¿Te refieres a conocidos míos? Tú también los conoces de fiestas y funciones, Jackie, por Dios bendito. Han venido a dar el pésame.
La esposa asintió con la cabeza y guardó silencio. Después del entierro servirían un bufé frío en Los Enebros, tanto para los familiares como para los socios y las amistades de su marido; casi setenta personas. Jacqueline Balfour habría preferido algo más sencillo para poder solventarlo en el comedor, pero con tanta gente había sido necesario alquilar un entoldado para instalarlo en el césped detrás de la casa, y de la comida se encargaría una empresa de Edimburgo, sin lugar a dudas propiedad de algún cliente de su marido. Ya había llegado la esposa del propietario para supervisar la descarga de mesas, manteles, la vajilla y cubertería de una interminable fila de furgonetas. La victoria pírrica de la señora Balfour fue lograr la inclusión, entre los invitados, de los amigos de Flip, decisión no menos peliaguda porque, naturalmente, a David Costello había que invitarlo con sus padres, a pesar de que a ella nunca le había gustado aquel joven que, a su entender, despreciaba a los Balfour. Ella esperaba que los Costello no aparecieran o que no se quedaran mucho rato.
– No hay mal que por bien no venga -dijo John Balfour como hablando a solas-Una circunstancia como ésta aprieta sus lazos con el banco y hace más difícil que se pasen a otro…
Jacqueline Balfour se puso en pie.
– ¡Es el entierro de nuestra hija, John! ¡No es uno de tus malditos negocios! ¡Flip no forma parte de ninguna… transacción comercial!
Balfour miró a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada.
– Mujer, baja la voz. Sólo quería decir… -añadió dejándose caer en el sofá sin acabar la frase y llevándose las manos a la cara-. Tienes razón, no pensaba… Dios me asista.
Su esposa fue a sentarse a su lado y lo cogió de las manos apartándoselas del rostro.
– Dios nos asista, John -dijo.
Steve Holly logró convencer a su jefe de la central del periódico en Glasgow de que necesitaba trasladarse cuanto antes al lugar de los hechos y, aprovechándose de la generalizada ignorancia geográfica de los escoceses, logró hacerle creer que Los Saltos estaba muy apartado de Edimburgo y convencerlo de que el hotel Greywalls sería el lugar ideal para hacer noche, sin molestarse en precisar, por supuesto, que el Greywalls estaba en Gullane y, por lo tanto, a poco más de media hora de coche de Edimburgo, ni que Gullane distaba mucho de estar a vuelo de pájaro a medio camino entre Los Saltos y Edimburgo. ¿Qué más daba? Pasó la noche en compañía de su novia Gina, que no era realmente su prometida sino una de tantas con las que había salido alguna vez en los últimos tres meses. Gina había accedido encantada pero, como temía llegar tarde al trabajo por la mañana, Holly había encargado un taxi; justificaría el gasto alegando que su coche había tenido una avería y lo había tomado él para volver a la ciudad.
Tras la opípara cena y un paseo por el parque -diseñado curiosamente por un tal Jekyll-, Steve y Gina hicieron buen uso de la amplia cama antes de quedarse dormidos como lirones, por lo que el taxi de Gina llegó antes de que se hubieran levantado y el periodista tuvo que desayunar solo, cosa que, de todos modos, agradeció. Después se detuvo en Gullane a comprar los periódicos de la competencia, que dejó en el asiento del copiloto para irlos hojeando sobre la marcha, con los consiguientes bocinazos y ráfagas luminosas de los otros coches cuando invadía el carril opuesto.
«¡Gilipollas! ¡Palurdos!», les gritaba él haciéndoles cortes de manga al tiempo que cogía el móvil para comprobar que el fotógrafo Tony estaba preparado para reunirse con él en el cementerio. Sabía que Tony había ido un par de veces a Los Saltos a ver a Bev, la «ceramista chiflada», como él la llamaba. Tony pensaba que tenía un posible ligue, pero él se lo había dicho claramente: «Es una chiflada, colega. Puedes echar un polvo, pero me apuesto algo a que te despiertas con la picha cortada». Tony se había echado a reír, contestándole que sólo pretendía unas poses artísticas de Bev para su álbum. Por eso, aquella mañana, cuando lo localizó, le dijo como de costumbre:
– ¿Te la has pasado por la piedra, colega?
Y como de costumbre rió generosamente su propia gracia hasta percatarse por el retrovisor de que llevaba un coche de la policía pegado al suyo lanzando ráfagas luminosas. A saber cuánto rato llevarían detrás de él.
– Te volveré a llamar, Tony. No dejes de estar en la iglesia a la hora -repuso frenando y parando en el arcén-. Buenos días, agentes -dijo bajando del coche.
– Buenos días, señor Holly -respondió uno de ellos.
Fue en ese momento cuando Steve Holly recordó que no era precisamente el ídolo de la policía de Lothian y Borders.
Diez minutos después volvía a rodar con los policías a la zaga en prevención de «más infracciones», como le dijeron. Sonó el móvil y pensó en no responder, pero era Glasgow, así que puso el intermitente y aparcó en el arcén para contestar la llamada, viendo por el retrovisor detenerse a los policías diez metros más atrás.
– Diga.
– Te crees muy listo, ¿no, cabronazo?
Era el jefe.
– En este momento, no -replicó Holly.
– Resulta que un amigo mío juega al golf, ¿sabes dónde? En Gullane, que prácticamente está al lado de Edimburgo. Y lo mismo sucede con Los Saltos. Así que no se te ocurra cargar ese viajecito en gastos.
– No hay ningún problema.
– ¿Ahora dónde estás?
Holly miró el entorno de campos de labor con márgenes de piedra gris. Se oía un tractor a lo lejos.
– Estoy de guardia ante el cementerio esperando a que llegue Tony. Dentro de un par de minutos iré a Los Enebros para seguir al cortejo hasta la iglesia.
– ¿Ah, sí? ¿Me lo puedes confirmar?
– ¿Confirmar, el qué?
– ¡Esa puta mentira que acabas de largarme!
Holly se pasó la lengua por los labios.
– No le entiendo -replicó pensando si habría en el coche algún dispositivo conectado con el periódico.
– Tony llamó hace dos minutos al editor gráfico, que estaba precisamente en mi puto despacho. ¡Sabes desde dónde llamaba el fotógrafo a quien tú no has visto aún?
Holly no contestó.
– A ver si lo adivinas.
– ¿Desde el cementerio? -dijo Holly.
– ¿No se te ocurre nada más? Quizá podrías llamar a un amigo a ver si te echa una mano.
Holly comenzaba a cabrearse y decidió que la mejor defensa era un ataque.
– Escuche -replicó entre dientes-, le he dado a su periódico la historia del año, adelantándome a toda la competencia y ¿ahora me trata así? Pues métase esa mierda de diario donde le quepa y mande a otro a cubrir el entierro, alguien que conozca el tema como yo. Mientras, el menda va a hacer un par de llamadas a otros periódicos, en su tiempo libre y con su propio teléfono, si no le importa, cabrón impresentable. Y si quiere saber por qué no estoy en el cementerio, se lo diré: porque me ha detenido un coche patrulla y no me van a dejar despistarlos ahora que los hemos sacado en la prensa. ¡Espere que les pregunte si quieren hablar con usted!
Holly guardó silencio, pero jadeando aposta sobre el transmisor.
– Por una vez -dijo finalmente la voz desde Glasgow-, y creo que merecería grabarse en mi epitafio, me parece que he oído decir la verdad a Steve Holly. -Hizo otra pausa antes de contener la risa-. ¿Así que los tenemos nerviosos?