– No nos precipitemos sacando conclusiones, señor Marr -contestó Templer.
– ¿No es lo que están haciendo ustedes?
– Sólo son unas preguntas de seguimiento, señor -aclaró Bill Pryde.
Marr lanzó un resoplido desdeñoso.
– ¿Desde cuándo conocía a Philippa Balfour, señor Marr?
– Desde que nació -respondió Marr mirando a Gill Templer-. Era su padrino.
Gill Templer tomó nota.
– ¿Y cuándo comenzaron a sentir una mutua atracción física?
– ¿Quién afirma tal cosa?
– ¿Por qué abandonó tan precipitadamente su casa, señor Marr?
– He vivido unos días de mucho estrés -contestó Marr rebulléndose en la silla-. ¿Consideran que debo declarar en presencia de un abogado?
– Como le hemos informado previamente, la decisión está en su mano.
Marr reflexionó un instante.
– Continúen -dijo.
– ¿Mantenía usted relaciones con Philippa Balfour?
– ¿Qué clase de relaciones?
– La clase de relaciones por la que su padre lo colgaría a usted de los huevos -terció Bill Pryde rugiendo como un oso.
– Creo que le entiendo -dijo Marr con cara de pensar una respuesta-. Me limitaré a decirles que he hablado con John Balfour y él ha adoptado una actitud prudente respecto al tema de la conversación que hemos mantenido, cuyo contenido nada tiene que ver con el caso. Y eso es todo -añadió recostándose en la silla.
– ¡Joderse a su propia ahijada! -exclamó Bill Pryde con gesto de repulsa.
– ¡Inspector Pryde! -exclamó Gill Templer-. Disculpe usted el exabrupto de mi colega -añadió dirigiéndose a Marr.
– Disculpado.
– Sencillamente, a él le cuesta más que a mí ocultar su repugnancia y desprecio -espetó Templer.
Marr esbozó una levísima sonrisa.
– Y en cuanto a si hay algo que tenga o no que ver con el caso, somos nosotros quienes lo determinamos, ¿no cree, señor?
Marr se ruborizó, pero no entró al trapo. Se limitó a encogerse de hombros cruzando los brazos para darles a entender que por su parte no tenía más que añadir.
– Haga el favor un momento, inspector Pryde -dijo Templer señalando la puerta con la cabeza.
Al salir del cuarto entraron dos policías uniformados para vigilar al detenido. Comenzaban a arremolinarse agentes y Gill Templer entró con Bill Pryde en el lavabo de señoras, donde se atrincheraron apoyados contra la puerta para impedir la entrada.
– ¿Tú qué crees? -preguntó ella.
– Oye, esto es precioso -dijo Bill Pryde mirando los servicios, acercándose al lavabo para sacar de debajo la papelera y escupir en ella el chicle gastado, al tiempo que se echaba a la boca dos nuevas pastillas-. Algo han convenido entre los dos -respondió al fin admirando sus facciones en el espejo.
– Sí -asintió Templer-. Habríamos debido traerlo directamente aquí.
– Otra metedura de pata de Carswell -comentó Pryde.
Gill Templer asintió con la cabeza.
– ¿Crees que a Balfour se lo habrá confesado?
– Creo que probablemente le habrá dicho algo. Ha tenido toda la noche por delante para preparar su argumentación: «John, simplemente ocurrió, una sola ocasión hace mucho tiempo… No sabes cómo lo siento». Es un tipo de disculpa frecuente entre cónyuges.
Templer estuvo a punto de sonreír pensando que Pryde debía de hablar por experiencia.
– ¿Y Balfour no lo colgó de los huevos?
Pryde negó despacio con la cabeza.
– Cuanto más oigo hablar de John Balfour, menos me gusta. Su banco va mal, tiene la casa llena de clientes, se presenta su mejor amigo y le dice en cuatro palabras que se ha estado tirando a su hija, ¿y él qué hace? Llega a un acuerdo con él.
– ¿Quieres decir que han acordado echar tierra al asunto?
Bill Pryde asintió.
– Porque, de no hacerlo, estallaría el escándalo, se produciría la dimisión, habría puñetazos en público y se quedarían sin lo que ellos más estiman: el dinero.
– En ese caso, nos va a costar sacarle algo.
– A menos que apretemos de verdad -replicó Pryde.
– No creo que al señor Carswell le guste.
– Con todo respeto, comisaria Templer, el señor Carswell sería incapaz de encontrar su propio culo si no llevara el letrero de «INTRODUZCA AQUÍ LA LENGUA».
– No estoy dispuesta a tolerar esa clase de léxico -replicó Gill Templer casi sonriendo.
Volvían a empujar la puerta por fuera y ella dijo a voces que se esperasen.
– ¡Es que no puedo aguantarme! -exclamó una voz de mujer.
– Ni yo -contestó Bill Pryde con una mueca-, pero mejor será que vaya a los servicios notablemente inferiores de caballeros.
Templer asintió con la cabeza y comenzó a abrir la puerta mientras él dirigía una última mirada de admiración al lugar.
– No olvidaré este lugar, de verdad. También a los hombres nos gusta el lujo.
Cuando volvieron al cuarto de interrogatorio, Ranald Marr había adoptado la actitud de quien está convencido de que no va a tardar en sentarse de nuevo al volante de su Maserati. Gill Templer, resuelta a no aguantar semejante petulancia, optó por jugar su última carta.
– Su aventura con Philippa duró bastante, ¿verdad?
– Dios, ¿otra vez con eso? -replicó Marr poniendo los ojos en blanco.
– Lo sabemos bien porque Philippa se lo contó todo a Claire Benzie.
– ¿Eso explica Claire Benzie? No es ninguna novedad. Esa damita diría cualquier cosa con tal de dañar a Balfour.
– No creo -replicó Templer negando con la cabeza-, porque sabiendo lo que sabía habría podido utilizarlo en cualquier momento; con una simple llamada a John Balfour habría estallado el escándalo. Y no lo hizo, señor Marr. Es de suponer que porque Claire Benzie tiene sus principios.
– O porque esperaba el momento.
– Tal vez.
– En resumen: ¿qué tienen? Mi palabra contra la suya.
– Aparte del hecho de que usted le explicó bastante pormenorizadamente a Philippa cómo borrar los mensajes electrónicos.
– Cuestión que ya les aclaré.
– Sí, pero ahora sabemos el verdadero motivo.
Marr sostuvo la mirada de Templer, pero de nada iba a servirle; ignoraba que ella había interrogado a muchos asesinos durante su carrera en Investigación Criminal y sabía sostener miradas de odio y de locura. Al final fue él quien apartó los ojos y dejó caer los hombros.
– Escuchen -dijo-, hay una cosa…
– Estamos esperando, señor Marr -intervino Bill Pryde erguido en la silla como un magistrado eclesiástico.
– No dije… toda la verdad sobre el juego en que participaba Flip.
– No ha dicho toda la verdad en nada -lo interrumpió Pryde, a quien Templer apaciguó con una mirada, aunque Marr no había prestado atención al reproche.
– Yo ignoraba que fuese un juego -prosiguió-. No lo sabía entonces. Imaginé que era una simple pregunta…, para algún crucigrama tal vez. Es lo que pensé.
– Así que, ¿a usted le consultó una de las claves?
Marr asintió con la cabeza.
– La del sueño del masón. Ella pensó que yo podría aclarárselo.
– ¿Y por qué motivo?
Marr esbozó una sombra de sonrisa.
– Flip siempre me sobrestimó… No creo que hayan logrado hacerse una idea completa de su personalidad. Sé que ella, superficialmente, daba la impresión de ser la rica niña mimada que se dedica a ir a la universidad y a contemplar obras de arte, y luego se licencia y acaba casándose con alguien más rico incluso que ella. Pero Flip no era así -añadió negando despacio con la cabeza-. No digo que no tuviera esa faceta, pero en el fondo era una mujer compleja y capaz de sorprender. Eso de las claves es un ejemplo de ello; cuando lo supe, por un lado, me quedé pasmado pero, por otro…, en cierto modo era realmente propio de ella aquel repentino interés, aquel apasionamiento por cualquier cosa. Estuvo años yendo al zoo todas las semanas, todas, y yo me enteré por casualidad hace unos meses cuando, al salir de una reunión en el hotel Posthouse, coincidí con ella, que venía del zoo, que está cerca. ¿Comprenden? -añadió alzando la vista.