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Pero todo ello no justificaba que estuviera haciendo lo que hacía, exponiéndose sola tontamente. Era la clase de tontería por la que ella regañaba a Rebus. Quizá fuese Grant quien la había impulsado a ello. Grant, el incondicional compañero de juego, con sus trajes y su bronceado y su fotogenia en televisión; el flamante relaciones públicas.

Un juego al que ella sabía que no quería jugar.

Que se había pasado de la raya muchas veces lo sabía, pero siempre había vuelto atrás; había infringido un par de reglas, pero nada importante, nada que amenazase su carrera. Siempre había vuelto al redil y no era una oveja negra nata como le parecía que era John Rebus; pero ahora se daba cuenta de que le complacía más estar en ese mismo terreno que convertirse en un Grant o un Derek Linford que sólo iban a lo suyo, haciendo lo que fuese por estar a buenas con los importantes, con gente como Colin Carswell.

Hubo un tiempo en que pensó que quizá podría aprender de Gill Templer, pero Templer se había vuelto como los demás. Tenía sus propios intereses y los defendía a toda costa. Para mantenerse en el cargo tenía que adoptar los peores atributos de alguien como Carswell y guardarse bien profundamente sus propios sentimientos.

Si ascender en el escalafón significaba renunciar a parte de uno mismo, a ella eso no le gustaba. Se percató perfectamente en la cena en Hadrian's cuando Templer le había insinuado algo sobre su futuro.

Quizás era eso lo que estaba haciendo ahora: arriesgarse sola por demostrarse algo a sí misma. Sí, a lo mejor no era estrictamente por el juego ni por Programador, sino por ella misma.

«Aceptada cita. Allí nos veremos. Siobhan.»

Después de enviar el mensaje, cerró el ordenador y desconectó el teléfono; de todos modos, tenía que recargar la batería. Los puso debajo del asiento para que no se viesen desde fuera, bajó del coche, cerró bien todas las puertas y comprobó si parpadeaba la lucecita de la alarma.

Faltaba algo menos de dos horas. Tenía tiempo de sobra.

* * *

Jean Burchill llamó al profesor Devlin, pero no contestaba al teléfono y, por ello, decidió escribirle una nota en la que le pedía que se pusiera en contacto con ella, y decidió entregársela en mano. Por el camino, en el taxi, se dijo que no era un asunto tan urgente y pensó que debía de ser consecuencia de que estaba deseando deshacerse de Kennet Lovell; le estaba dedicando demasiado tiempo y hasta lo había visto la noche anterior en sueños desollando cadáveres, bajo cuya piel aparecía madera pulimentada, entre aplausos de los colegas médicos que asistían a la autopsia, convirtiéndose la escena finalmente en una especie de espectáculo teatral.

Si quería avanzar en la investigación sobre Lovell, necesitaba pruebas de su afición a los trabajos con madera, porque de no encontrarlas estaría en un callejón sin salida. Pagó al taxista y permaneció ante la casa del profesor con la nota en la mano. Vio que no había buzones fuera y pensó que cada piso tendría el suyo y el cartero entraría a base de pulsar botones hasta que alguien abriera; pensó en echar la nota por debajo de la puerta, pero temió que se quedara en el suelo sin que nadie la recogiera, mezclada con la publicidad y la propaganda. No. Comprobó los botones y vio que había uno a nombre de D. Devlin, que pulsó pensando que tal vez habría regresado. No contestaban; miró los otros sin saber cuál tocar, cuando oyó un chasquido en el intercomunicador y una voz que decía:

– ¿Sí?

– ¿Doctor Devlin? Soy Jean Burchill, del museo. Podría hablar un momento…

– ¿Señorita Burchill? Qué sorpresa.

– Le he telefoneado…

Vio la señal de puerta abierta.

Devlin la aguardaba en el descansillo. Llevaba una camisa blanca remangada y pantalones con tirantes.

– Vaya, vaya -dijo tendiéndole la mano.

– Perdone que lo moleste tan de improviso.

– Ni mucho menos, joven. Pase, pase. Me temo que esto esté un poco… -dijo franqueándole la entrada al cuarto de estar, lleno de cajas y libros-. Separo el trigo de la paja -añadió.

Ella cogió un estuche, lo abrió y vio que contenía instrumental quirúrgico antiguo.

– ¿No irá a tirarlo? Esto, a lo mejor, le podría interesar al museo.

Él asintió con la cabeza.

– Estoy en contacto con el administrador del Colegio de Médicos y me ha dicho que es posible que incorporen una o dos piezas a su colección.

– ¿Con el mayor Cawdor?

– ¿Lo conoce? -inquirió Devlin enarcando las cejas.

– Estuve hablando con él sobre el retrato de Kennet Lovell.

– ¿Así que se ha tomado en serio mi teoría?

– Consideré que era interesante verificarla.

– Excelente -dijo Devlin juntando las manos-. ¿Y qué ha averiguado?

– No mucho. Eso es precisamente lo que me trae aquí, pues no he logrado encontrar en la literatura referencias a su afición a la carpintería.

– Oh, sí que está referenciado, se lo aseguro. Yo lo leí, pero hace muchos años, claro.

– Lo leyó, ¿dónde?

– En alguna monografía o en una tesina…, no recuerdo. Tal vez en una tesis universitaria.

Jean Burchill asintió despacio con la cabeza. Si se trataba de una tesis, únicamente existiría copia en la biblioteca de la universidad.

– Debí figurármelo -dijo.

– Pero ¿verdad que era un personaje notable? -preguntó Devlin.

– Sí, tuvo una vida muy completa…, a diferencia de sus esposas.

– ¿Ha estado en la tumba? -Sonrió por la simpleza de su pregunta-. Sí, claro. Y ha tomado nota de sus matrimonios. ¿Qué cree usted al respecto?

– Al principio, no pensé nada…, pero luego, reflexionando…

– ¿Comenzó a preguntarse si no habrían sido ayudadas en el viaje final? -dijo, y sonrió otra vez-. Es evidente, ¿verdad?

Jean Burchill notó que el cuarto olía a sudor rancio y vio que la transpiración bañaba la frente del profesor, cuyas gafas estaban empañadas. Le sorprendía que pudiera ver con ellas.

– ¿Quién mejor que un anatomista para cometer asesinatos impunemente? -dijo el anciano.

– ¿Usted cree que las asesinó?

El profesor negó con la cabeza.

– No podría determinarse al cabo de tantos años. Es simple suposición.

– Pero ¿por qué iba a hacerlo?

Devlin alzó los hombros tensando los tirantes.

– ¿Porque estaba en su mano…? ¿Usted qué cree?

– Yo, lo que he pensado es que era muy joven cuando asistió a la autopsia de Burke; joven e impresionable, y quizá fuera eso lo que lo impulsó a marcharse a África.

– Donde sólo Dios sabe los horrores que vería -añadió Devlin.

– Algo podría averiguarse a través de su correspondencia.

– Ah, ¿las cartas entre él y el reverendo Kirkpatrick?

– ¿Usted no sabrá por casualidad dónde se conservan…?

– Me apostaría algo a que se han perdido. Las tiraría al fuego cualquier descendiente del pastor.

– Y veo que usted va a hacer algo parecido.

Devlin miró el revoltijo de cajas.

– Pues sí -dijo-. Selecciono para la historia las que podrían llamarse mis modestas aportaciones.

Jean Burchill cogió una foto. Era una mujer de mediana edad vestida como de gala.

– ¿Es su esposa? -pregunto.

– Mi querida Anne. Falleció en la primavera de 1972. Por causas naturales, desde luego.