Vio cómo su ojo sano se llenaba de lágrimas.
Mientras hacía la llamada, a Wylie le pareció oír ruido en el vestíbulo; tal vez, el vecino alarmado que curioseaba. Asomó la cabeza, pero no vio nada. Dio la dirección y antes de cortar la comunicación repitió que era urgente. Rebus acercó el oído al rostro de Jean y Wylie comprendió que ella trataba de decirle algo. Tenía los labios hinchados y algunos dientes sueltos.
Rebus miró a Wylie con ojos muy abiertos.
– Dice que si lo hemos cogido.
Wylie comprendió de inmediato y fue corriendo a la ventana a descorrer las cortinas. Donald Devlin, cojeando, cruzaba la calle a toda prisa con el brazo izquierdo estirado y la mano ensangrentada.
– ¡Cabrón! -exclamó Wylie echando a correr hacia la puerta.
– ¡No! -vociferó Rebus incorporándose-. ¡Déjamelo a mí!
Bajó los escalones de dos en dos figurándose que Devlin debía de haberse escondido en una habitación esperando a que entrasen en el cuarto de estar para escurrirse del piso. Lo habían sorprendido en plena acción. No quería ni pensar qué habría sido de Jean si no hubieran…
Cuando llegó a la calle no vio al viejo, pero el rastro de sangre era muy evidente. Lo vio cruzar Howe Street en dirección a Saint Stephen Street. Rebus fue ganando terreno hasta que le falló un pie al pisar un bache y se torció el tobillo. Devlin tendría más de setenta años, pero eso no quería decir nada porque le movía la voluntad del poseso. No era la primera vez que Rebus veía algo así durante una persecución. La adrenalina y la desesperación eran una mezcla explosiva.
Pero el rastro de sangre volvió a indicarle el camino. Rebus continuó, ya más despacio para no forzar el tobillo, mientras revivía mentalmente la escena de Jean en el suelo del piso de Devlin. Marcó un número en el móvil, pero se equivocó y tuvo que repetirlo. En cuanto contestaron pidió ayuda a gritos.
– Dejaré la línea abierta -dijo. Así podía hacerles saber si Devlin de pronto tomaba un taxi o subía a un autobús.
Volvió a divisar a Devlin dando la vuelta en la esquina de Kerr Street, pero al llegar allí ya no se le veía. Tenía ante él Deanhaugh Street y Raeburn Place llenas de peatones y tráfico: la hora punta de vuelta a casa. Con tanta gente era difícil seguir la huella. Cruzó por el semáforo y se vio en el puente que salvaba el pequeño río de Leith. Devlin podía haber tomado diversos caminos y no encontraba ninguna huella. ¿Habría cruzado hacia Saunders Street, o habría vuelto hasta Hamilton Place? Apoyó el codo en la barandilla para no cargar el peso sobre el tobillo y miró la perezosa corriente de agua.
Allí estaba: se dirigía por el sendero de la orilla hacia Leith.
Cogió el móvil y comunicó su posición, momento en que Devlin miró hacia atrás y, al verlo, apretó el paso; pero de pronto aminoró la marcha, se detuvo y un grupo de gente que venía en dirección opuesta se apartó del sendero para esquivarlo. Se le acercó un hombre a prestarle ayuda, pero Devlin lo rechazó con gesto destemplado al tiempo que se daba la vuelta y vio que Rebus en aquel momento llegaba al extremo del puente y bajaba la escalinata. Rebus, al ver que Devlin seguía allí parado, volvió a dar su posición, tras lo cual se guardó el móvil para tener las manos libres.
Ya cerca de Devlin, pudo apreciar los arañazos de su rostro y comprendió que Jean tampoco se había quedado corta. El viejo se miró la mano ensangrentada y Rebus se detuvo a dos metros de él.
– La mordedura humana puede ser muy venenosa, ¿sabe? -dijo Devlin-. Pero al menos, por tratarse de esa «señorita» Burchill, estoy seguro de no tener que preocuparme por la hepatitis ni por el VIH -añadió alzando la vista-. Al verlo ahí en el puente se me ha ocurrido de pronto que no tienen nada.
– ¿A qué se refiere?
– A que no tienen ninguna prueba contra mí.
– Bueno, podemos empezar por la de intento de asesinato -replicó Rebus sacando el móvil del bolsillo.
– ¿A quién va a llamar? -preguntó Devlin.
– ¿No quiere que venga una ambulancia? -replicó Rebus con el móvil en la mano, dando un paso hacia él.
– No serán más que un par de puntos -dijo Devlin mirándose la mano. Sudaba copiosamente y respiraba con dificultad, jadeante.
– Se acabó la historia de asesino en serie, ¿eh, profesor?
– De eso hace mucho tiempo -contestó Devlin.
– ¿Fue Betty-Anne Jesperson la última?
– Yo nada tengo que ver con esa Philippa, si se refiere a eso.
– ¿Alguien le robó la idea?
– Bueno, para empezar no fue exactamente mía.
– ¿Hay otras?
– ¿Otras?
– Otras víctimas que no sepamos.
Devlin sonrió y al hacerlo se le abrieron los cortes del rostro.
– ¿No basta con cuatro?
– Dígamelo usted.
– Fue… satisfactorio y no existía una pauta de actuación porque dos cadáveres nunca aparecieron.
– Sólo los ataúdes.
– Que podrían no haberse relacionado nunca.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– ¿Lo descubrió por la autopsia? -preguntó Devlin al fin, y Rebus volvió a asentir sin decir nada-. Sabía que era un riesgo.
– Si en un principio nos hubiese dicho que la autopsia de Glasgow la hizo usted, no habríamos sospechado.
– Pero en aquel momento no sabía qué es lo que podrían averiguar. Me refiero a otras coincidencias; quién sabe. Y al ver que no iban a descubrir nada era demasiado tarde. No podía decir: «Ah, por cierto, yo intervine en la autopsia», cuando ya había terminado de revisar los informes.
Se pasó la mano por la cara y se le manchó con la sangre de los cortes. Rebus acercó el móvil a su cuerpo.
– ¿Pido una ambulancia? -preguntó.
Devlin negó con la cabeza.
– A su debido tiempo -respondió en el momento en que pasaba una mujer de mediana edad que se espantó al ver la sangre-. Me he caído por la escalera y ya está pedida la ambulancia -añadió para tranquilizarla.
La mujer se alejó a toda prisa.
– Creo que ya le he dicho bastante, ¿no cree, inspector Rebus?
– Yo no soy quién para decirlo.
– Espero que la agente Wylie no tenga problemas.
– ¿Por qué?
– Por no haber estado más atenta cuando revisamos los informes de las autopsias.
– No creo que sea ella quien vaya a tener problemas.
– Pruebas no corroboradas, ¿no se dice así, inspector? ¿La palabra de una mujer contra la mía? Estoy seguro de que encontraré un motivo plausible para explicar mi pelea con la señorita Burchill -dijo mirándose la mano-. Incluso podría considerarme víctima de agresión. Y, vamos a ver, ¿qué otro cargo pueden imputarme? Dos ahogadas y dos personas desaparecidas, sin pruebas.
– Bueno -replicó Rebus-, sin pruebas salvo ésta -dijo alzando algo más el móvil-. Cuando lo saqué del bolsillo estaba ya conectado a la comisaría de Leith. -Se acercó el móvil a la oreja y, al mirar por encima del hombro, vio a dos agentes de uniforme que descendían las escaleras del puente-. ¿Lo habéis grabado todo? -añadió fingiendo que hablaba por el móvil al tiempo que sonreía a Devlin-. Grabamos todas las llamadas, ¿sabe?
Devlin hizo un gesto de desaliento y dejó caer los hombros. De pronto se dio media vuelta para echar a correr, pero Rebus estiró el brazo y lo agarró por el hombro. Devlin se revolvió para soltarse, resbaló por la pasarela, arrastrando con su peso a Rebus, y ambos cayeron a la corriente del Leith. El río no era muy profundo y Rebus se golpeó con una piedra en el hombro, pero al intentar incorporarse se hundió en el lodo hasta los tobillos. Aún sostenía a Devlin y, al surgir del agua su cabeza calva sin gafas, Rebus vio de nuevo en él al monstruo que había apalizado a Jean. Con el brazo libre lo agarró por el cuello y volvió a hundirlo en el agua. El viejo agitó las manos desesperado aferrándose con una al brazo de Rebus y con la otra a la solapa.