Выбрать главу

– Culpable -repitió la voz.

– ¿Hacemos apuestas? -propuso otro.

– A ver si os calláis -vociferó Bill Pryde.

Se hizo el silencio y Rebus fingió aplaudirle, pero Pryde volvió a consultar sus papeles antes de fijar la vista en la pantalla, en la que Costello comenzaba a hablar. No se había afeitado y vestía la misma ropa de la noche anterior. Desdobló y aplanó sobre la mesa una hoja de papel pero, cuando empezó a hablar, no la miró y dirigió la vista a una cámara y a otra sin decidirse por ninguna. Su voz era seca y floja.

– No sabemos qué ha sucedido con Flip y todos deseamos desesperadamente saber algo, sus amigos, su familia… -añadió mirando a John Balfour-. Los que la conocemos y la queremos necesitamos saber algo de ella. Flip, si nos ves, ponte, por favor, en contacto con alguno de nosotros para que sepamos que estás…, que no te ha ocurrido nada. Nos tienes muy preocupados.

En sus ojos brillaron unas lágrimas incipientes y calló un instante, inclinando la cabeza; la levantó para coger el papel pero no encontró en él nada que no hubiese dicho y se volvió ligeramente de lado, buscando consejo. John Balfour le dio un apretón en el hombro y comenzó a hablar con voz estentórea, como si los micrófonos estuviesen mal ajustados.

– Si alguien retiene a mi hija, le ruego que se ponga en contacto conmigo. Flip tiene el número de mi móvil particular y me pueden llamar a cualquier hora del día o de la noche. Me gustaría hablar con usted, quienquiera que sea, para saber por qué ha hecho lo que ha hecho. Si hay alguien que sepa el paradero de Flip, al final de esta conferencia aparecerá un número en la pantalla. Sólo deseo saber que Flip está sana y salva. A quienes estén viendo en casa esta transmisión les ruego que se tomen unos segundos para mirar esta foto de Flip. -Las cámaras volvieron a enfocar un primer plano y él mostró la fotografía moviéndola de un lado a otro para que todas la captaran-. Se llama Philippa Balfour y tiene veinte años. Es mi hija. Si la han visto o creen haberla visto, hagan el favor de llamarme. Gracias.

Los periodistas rompieron a hacer preguntas, pero David Costello se había puesto en pie y se dirigía a la puerta.

– No es el momento… -se oyó decir a Wylie-. Les agradezco su presencia…

Pero la acosaban a preguntas mientras la videocámara enfocaba a John Balfour, que mantenía su compostura con las manos cruzadas en la mesa sin parpadear ante los fogonazos que proyectaban su sombra sobre la pared, a su espalda.

– No, realmente no…

– ¡Señor Costello! ¿Quiere decirnos…? -gritaban los periodistas.

– Sargento Wylie -vociferó otro-, ¿puede indicarnos los posibles móviles del secuestro?

– Aún no conocemos los móviles -replicó Wylie como aturdida.

– Pero ¿admiten que es un secuestro?

– No…, no, no he querido decir eso.

En la pantalla se vio a John Balfour contestando a una pregunta de los periodistas apelotonados en primera fila.

– Pues ¿qué ha querido realmente decir, sargento Wylie?

– Es que… yo no he dicho nada de que…

A la voz dubitativa de Ellen Wylie se superpuso la voz imperturbable de Gill Templer. Ella conocía bien a los periodistas.

– Steve -dijo-, sabe perfectamente que no podemos especular con semejantes detalles. Si quiere inventarse una mentira para vender más ejemplares, es cosa suya, pero eso muestra muy poco respeto por los padres y amigos de Philippa Balfour.

Las siguientes preguntas las atendió Gill Templer, reclamando previamente calma. Aunque no la veía, Rebus se imaginó que Ellen Wylie estaría visiblemente acoquinada. Siobhan movía los pies arriba y abajo como si de pronto se le hubiera activado la adrenalina. Balfour interrumpió a Gill para indicar que quería contestar a un par de las preguntas planteadas; lo hizo con calma y seguridad, y después de eso dio fin la conferencia.

– Un tío muy frío -dijo Bill Pryde antes de recuperar fuerzas para volver al trabajo real.

Grant Hood se acercó a Rebus.

– ¿En qué comisaría apostaban más a favor de la inocencia del novio? -preguntó.

– En Torphichen -contestó Rebus.

– Pues allí voy a apostar yo por culpable -dijo mirando a Rebus, que permaneció impasible-. ¡Vamos, hombre, si se le leía en la cara!

Rebus pensó en su visita nocturna a Costello y en la observación sobre el globo ocular y en cómo el joven se le había acercado diciendo: «Mire usted bien…».

Hood se alejó moviendo la cabeza de derecha a izquierda. Habían subido las persianas y a la breve tregua de sol había sucedido un cielo nuboso que cubría la ciudad. Enviarían la grabación de la comparecencia de Costello a los psicólogos para que detectaran el menor indicio de algo, cualquier fulgor en su mirada. Rebus no creía que encontraran nada. Siobhan se detuvo frente a él.

– Interesante, ¿no? -dijo.

– Me parece que a Wylie no se le da bien el trato con la prensa -contestó él.

– No habría debido estrenarse con un caso como éste…; era meterse en la boca del lobo.

– ¿No lo has pasado bien? -preguntó Rebus con toda intención.

– No me gustan los deportes violentos -replicó ella mirándolo y casi a punto de apartarse-. Bueno, ¿a ti qué te ha parecido?

– Creo que tienes razón en eso de interesante: muy interesante.

– ¿Te has percatado? -replicó ella sonriente.

Rebus asintió con la cabeza.

– Costello no ha dejado de decir «nosotros», mientras que el padre decía «yo».

– Como si la madre no existiese.

Rebus reflexionó.

– Puede que signifique simplemente que el señor Balfour tiene un exagerado sentido de su propia importancia. -Hizo una pausa-. Bueno, es algo lógico en un ejecutivo de banco. ¿Qué tal va lo del ordenador?

Ella sonrió. «Lo del ordenador» era una expresión más que elocuente en cuanto a los conocimientos de Rebus sobre discos duros y elementos análogos.

– Ya tengo la contraseña -respondió ella.

– Lo que quiere decir…

– … Que puedo leer sus últimos correos electrónicos… en cuanto vuelva a mi mesa.

– ¿No hay manera de acceder a los más antiguos?

– Ya lo he hecho. Claro, que no se puede saber los que ha borrado -reflexionó un instante-; al menos, eso creo yo.

– ¿No quedan almacenados en algún sitio…, en el ordenador central?

Siobhan se echó a reír.

– Estás pensando en las películas de espías de los sesenta y en esos ordenadores que ocupaban una habitación.

– Perdona.

– No te preocupes, no está mal para quien piensa que LOL significa Logia de Orange Leal.

Salieron de la sala y por el pasillo Rebus dijo:

– Voy a Saint Leonard. ¿Te llevo?

Ella rehusó con un gesto.

– He venido en mi coche.

– Muy bien.

– Parece que vamos a depender fundamentalmente del HOLMES.

Era una nueva tecnología que Rebus sí conocía, consistente en la centralización computerizada de datos del Ministerio del Interior para recoger datos y analizarlos a gran velocidad. Recurrir a ella significaba que al caso Balfour se le daba prioridad absoluta.

– ¿No sería gracioso que apareciese después de haber estado por ahí de compras? -musitó Rebus.

– Sería un alivio -dijo Siobhan plenamente convencida-, pero no creo, ¿y tú?

– Tampoco -respondió Rebus lacónico.

Fue a comprar algo para comer antes de volver a Saint Leonard.

* * *

En su mesa volvió a repasar los expedientes centrándose en los antecedentes familiares. John Balfour pertenecía a la tercera generación de una familia de banqueros radicada en Edimburgo desde principios del siglo XX, en Charlotte Square. El bisabuelo de Philippa había traspasado la dirección del banco a su hijo en los años cuarenta, pero no se había retirado hasta la década de los ochenta, al asumir su nieto John Balfour la dirección. La primera iniciativa del padre de Philippa fue abrir una sucursal en Londres para canalizar allí el negocio. La hija había ido a un colegio privado en Chelsea, pero los padres se trasladaron al norte a finales de los ochenta tras la muerte del abuelo de la joven, que ingresó en un colegio de Edimburgo. La casa familiar, Los Enebros, era una mansión rural con casi seis hectáreas y media de tierra entre Gullane y Haddington. Rebus se preguntó cómo se sentiría Jacqueline Balfour con once dormitorios y cinco cuartos de baño y el marido en Londres cuatro días por semana como mínimo. El banco de Edimburgo ocupaba la sede primitiva en Charlotte Square y el director era un amigo de John Balfour llamado Ranald Marr. Ambos se conocían desde su época de estudiantes en la Universidad de Edimburgo y habían viajado juntos a Estados Unidos para hacer el máster en Economía. Rebus pensaba que Balfour era un banquero mercantil, pero en realidad dirigía una pequeña banca privada con una cartera de clientes ricos que requerían asesoramiento en inversiones, en operaciones bursátiles, y tenían a gala el prestigio de un talonario de Balfour encuadernado en cuero.