Siobhan expulsó aire.
– Eso es lo que me pregunto. Quizá signifique que tenía una faceta que no conocemos. Con ese nombre de Flipside 1223 no hay ningún otro mensaje. Así que, o los fue borrando a medida que los recibía, o lo recibió por error.
– No parece casual, ¿no crees?
Siobhan asintió con la cabeza.
– Hellbank, Oclusión, PaganOmerta…
– Omerta es la ley del silencio de la mafia -dijo Rebus.
– Y ProAMADOR es la firma de Programador -indicó Siobhan-. Un toquecillo de humor juvenil.
Rebus volvió a leer el mensaje.
– Siobhan, no sé. ¿Qué te propones?
– Quisiera descubrir quién lo envió, pero no va a ser fácil. Lo único que se me ocurre es contestar.
– ¿Decirle a quien sea que Philippa ha desaparecido?
– No, más bien fingir que es ella la que contesta -respondió bajando la voz.
– ¿Crees que dará resultado? -preguntó Rebus en tono escéptico-. ¿Qué vas a decir?
– No lo he decidido.
Por la manera de cruzar los brazos, Rebus supo que lo haría.
– Díselo a la jefa cuando venga -aconsejó Rebus. Siobhan asintió con la cabeza y dio media vuelta para marcharse, pero él la llamó-. Tú, que fuiste a la universidad, ¿conocías a gente como Philippa Balfour?
– Esa gente es otro mundo -respondió ella con un bufido-. Ellos no tienen tutorías ni clases. A algunos sólo los veía en los exámenes. ¿Y sabes qué?
– ¿Qué?
– Que los cabrones siempre aprobaban.
Aquella noche, Gill Templer celebró su ascenso con una cena, pero antes fueron a tomar una copa al Palm Court del hotel Balmoral. Un pianista con esmoquin tocaba en un rincón y en la mesa tenían una botella de champán en un cubo con hielo y cuencos con cosas para picar.
– No olvidéis que después vamos a cenar -recordó Gill a sus invitadas.
Había reservado mesa en Hadrian's a las ocho y media y eran apenas las siete y media, momento en el que llegó la que faltaba.
Siobhan se disculpó mientras se quitaba el abrigo que un camarero se apresuró a recoger en tanto otro le servía champán.
– Salud -dijo sentándose y alzando la copa-. Y enhorabuena.
Gill Templer alzó su copa y sonrió.
– Creo que lo merezco -admitió ante la aprobación general.
Siobhan conocía a dos de las presentes. Eran ayudantes del fiscal y había trabajado con ellas en diversos casos. Harriet Brough tendría cerca de los cincuenta; llevaba permanente (quizá fuera pelo teñido) y ocultaba sus formas con ropas gruesas de tweed y algodón; Diana Metcalf pasaba de los cuarenta, tenía el pelo rubio ceniza y unos ojos hundidos que, en vez de suavizar con maquillaje, exageraba con sombra oscura; siempre se ponía prendas llamativas, que contribuían a realzar aún más su figura de anoréxica.
– Os presento a Siobhan Clarke -dijo Gill-, una agente de mi comisaría. -La manera en que había dicho «mi comisaría» daba a entender que era la dueña, y Siobhan pensó que no andaba muy lejos de la verdad-. Siobhan, te presento a Jean Burchill. Jean trabaja en el museo.
– Ah. ¿En cuál?
– En el museo de Escocia -contestó Burchill-. ¿Lo conoce?
– Cené una vez en The Tower -respondió Siobhan.
– Bueno, no es lo mismo -dijo discretamente Burchill.
– No, quería decir… -Buscaba una manera diplomática de explicarlo-. Cené allí poco después de la inauguración y el hombre que me acompañaba…; en fin, fue una mala experiencia y no me quedaron ganas de volver.
– Está claro -dijo Harriet Brough, como si cualquier contratiempo tuviera su explicación en función del sexo opuesto.
– Bueno, esta noche somos todas mujeres y no hay problema -dijo Gill Templer.
– Siempre que no vayamos después a un club nocturno -añadió Diana Metcalf con ojos brillantes.
Gill Templer cruzó una mirada con Siobhan.
– ¿Enviaste ese mensaje electrónico? -preguntó.
– No hablemos de trabajo, por favor -dijo Jean Burchill.
Las de la fiscalía aprobaron al unísono el comentario, pero Siobhan indicó a Templer con una inclinación de cabeza que había enviado el mensaje. Otra cuestión es que consiguiera engañar al destinatario. Por eso había llegado tarde, pues le había llevado su tiempo repasar todos los mensajes de salida de Philippa Balfour a sus amigos, tratando de encontrar el tono adecuado, el vocabulario y la sintaxis para resultar más convincente. Después de hacer más de diez borradores, al final optó por un texto sencillo. El caso era que algunos de los mensajes de Philippa eran más bien extensas cartas. ¿Y si sus anteriores mensajes a Programador habían sido también extensos? ¿Cómo reaccionaría el destinatario o destinataria ante una respuesta de estilo tan distinto? «Problema. Tengo que hablar contigo. Fiipside.» Y había añadido un número de teléfono, el de su móvil.
– He visto por televisión la conferencia de prensa de esta tarde -dijo Diana Metcalf.
– ¿Qué acabo de decir? -refunfuñó Jean Burchill.
Metcalf volvió hacia ella sus ojos oscuros y cansados.
– Esto no tiene que ver con el trabajo, Jean. El caso está en boca de todo el mundo. -Se volvió hacia Gill Templer-. No creo que fuese el novio, ¿y tú?
Gill se encogió de hombros.
– ¿No ves? -terció Burchill-. Gill no quiere hablar de eso.
– Es más posible que fuera el padre -dijo Harriet Brough-. Mi hermano fue compañero suyo de estudios y es un tipo muy frío. -Hablaba tajantemente y con una seguridad que revelaba su formación de jurista. «Seguramente, ya de pequeña quería ser abogado», pensó Siobhan-. ¿Dónde estaba la madre? -preguntó a Templer.
– A pesar de que se lo pedimos, no tuvo ánimo para acudir -respondió ella.
– Peor que esos dos no lo habría hecho -dijo Brough cogiendo un puñado de anacardos de un cuenco.
Gill Templer puso de pronto cara de cansada, y Siobhan decidió cambiar de tema preguntando a Jean Burchill qué hacía en el museo.
– Soy conservadora, y mi especialidad son los siglos dieciocho y diecinueve -contestó Burchill.
– Su principal especialidad es la muerte -terció Harriet Brough.
Burchill sonrió.
– Es cierto. Reúno objetos sobre creencias y…
– Reúne más bien -interrumpió Brough mirando a Siobhan- ataúdes y fotos de niños muertos de la época victoriana. Me ponen nerviosa siempre que paso por la planta…
– Cuarta -añadió Burchill con voz queda.
Siobhan encontraba muy guapa a Burchill. Era pequeña y delgada, con pelo castaño liso cortado a lo paje, tenía un hoyuelo en la barbilla y las mejillas bien formadas de un color rosado, apreciable incluso con la escasa luz del local. Se notaba que no llevaba maquillaje, y no lo necesitaba. Iba discretamente vestida con un conjunto de pantalón y chaqueta de tonos pastel, lo que en la tienda probablemente llamaban «marrón topo», un suéter gris de cachemira y una pashmina rojiza prendida en el hombro con un broche de Rennie Mackintosh. Tendría también cerca de cincuenta años, pero le sorprendió constatar que parecía tener quince años menos que todas las presentes.
– Jean y yo fuimos juntas al colegio -dijo Gill Templer-, pero después perdimos el contacto hasta que volvimos a encontrarnos hará unos cinco años.
Burchill sonrió al recordarlo.
– A mí no me gustaría encontrarme a ninguna de mis compañeras de colegio -dijo Harriet Brough con la boca llena de nueces-. Eran todas unas lerdas.
– ¿Quieren más champán las señoras? -preguntó el camarero sacando la botella del cubo.
– Ya era hora -espetó Brough.
Entre el postre y el café, Siobhan fue a los servicios y se cruzó en el pasillo con Gill Templer.
– Qué eminencias, mis amigas -dijo Templer con una sonrisa.
– Ha sido una cena estupenda, Gill. ¿De verdad que no quiere que yo…?
– Eres mi invitada -respondió Templer tocándole el brazo-. No todos los días hay algo digno de celebrarse. ¿Crees que dará resultado ese mensaje? -añadió seria. Siobhan se encogió de hombros-. ¿Qué te pareció la conferencia de prensa?