– La jungla habitual.
– A veces funciona -dijo Templer risueña.
Había tomado tres vasos de vino además del champán, pero el único indicio de que no estaba sobria era su modo de ladear levemente la cabeza y los párpados algo caídos.
– ¿Puedo decirle una cosa? -preguntó Siobhan.
– No estamos de servicio, Siobhan. Di lo que quieras.
– No debería habérsela encomendado a Ellen Wylie.
Gill Templer la miró a los ojos.
– Habría debido encomendártela a ti, ¿verdad?
– No quiero decir eso. Es que estrenarse en el cargo con ese caso…
– ¿Tú lo habrías hecho mejor?
– No es eso lo que quiero decir.
– Pues ¿qué es lo que quieres decir?
– Quiero decir que era la selva y usted la metió en ella sin mapa.
– Cuidado, Siobhan -dijo Templer con voz fría, haciendo una pausa para reflexionar y rematándola con un leve gesto despectivo mirando al pasillo-. Ellen Wylie me ha estado machacando la cabeza durante meses. Quería ocuparse de la coordinación de la prensa, y en cuanto he podido se la he dado. He querido comprobar si era tan apta como ella cree, pero me ha fallado -añadió acercando su cara a la de Siobhan, que ahora notó el olor a vino.
– ¿Le ha sentado mal?
– Dejemos el tema, Siobhan. Ya he tenido bastante -replicó Templer alzando la mano. Parecía que iba a decir algo más, pero se limitó a hacer un gesto evasivo y a esbozar una sonrisa-. Ya hablaremos -añadió camino de los servicios. Empujó la puerta, pero de pronto se detuvo-. Ellen ya no es enlace de prensa. Había pensado en pedirte a ti…
La puerta se cerró detrás de ella.
– No me haga ningún favor -replicó Siobhan, pero le estaba hablando a la puerta.
Era como si Gill Templer se hubiera endurecido de la noche a la mañana y aquella humillación de Ellen Wylie fuese un primer signo de fuerza. El caso es que… realmente quería aquel cargo, pero al mismo tiempo se sentía a disgusto consigo misma porque había disfrutado en la conferencia de prensa al comprobar el fracaso de Ellen Wylie.
Cuando Templer salió del servicio, Siobhan estaba sentada en una silla en el pasillo. Gill se detuvo ante ella y dijo:
– No nos agües la fiesta, mujer.
Y allí la dejó.
Capítulo 3
– Yo esperaba algún tipo de artista callejero -dijo Donald Devlin.
A Rebus le dio la impresión de que llevaba la misma ropa que en su primer encuentro.
El patólogo jubilado estaba sentado a una mesa junto al ordenador y al único agente de Gayfield Square que parecía conocer el programa de composición de rostros Facemaker, un banco de datos con ojos, orejas, narices y labios dotado de efectos especiales para alterar los detalles. Ahora Rebus comprendía cómo los viejos colegas de Watson habían injertado su cara a cuerpos musculosos.
– Las cosas han cambiado un poco -dijo Rebus.
Tomaba un café comprado en un bar, no tan bueno como el de su barista, pero mejor que el de la máquina de la comisaría. Había pasado una mala noche, se despertó sudoroso y temblando en el sillón del cuarto de estar. Pesadillas y sudores nocturnos. A pesar de lo que dijera cualquier médico, él sabía que tenía el corazón bien, pues lo notaba latir cumpliendo su función.
Pese al café se le escapaban los bostezos. El agente había terminado el dibujo y se disponía a imprimirlo.
– Hay algo… que no encaja -dijo Devlin por segunda vez. Rebus miró y vio un rostro anónimo, irrelevante-. Casi podría ser una mujer -añadió Devlin-. Y estoy seguro de que no lo era.
– ¿Y si le ponemos esto? -preguntó el agente pulsando el ratón. En la pantalla se vio que al rostro le quedaba agregada una poblada barba.
– Ah, eso es absurdo -protestó Devlin.
– Es una broma del agente Tibbet, profesor -se disculpó Rebus.
– Yo hago lo que puedo, ¿sabe?
– Se lo agradecemos. Quite la barba, Tibbet.
Tibbet quitó la barba.
– ¿Seguro que no era David Costello? -preguntó Rebus.
– A David lo conozco. No era él.
– ¿Lo conoce bastante?
Devlin parpadeó.
– Hemos hablado en varias ocasiones. Un día nos cruzamos en la escalera y le pregunté qué libros llevaba. Me enseñó El paraíso perdido de Milton y estuvimos hablando de él.
– Fascinante.
– Sí que lo fue, créame. Ese chico es inteligente.
Rebus quedó pensativo.
– ¿Le cree usted capaz de matar, profesor?
– ¿Matar a alguien David? -dijo Devlin echándose a reír-. No le creo lo bastante cerebral, inspector. ¿Sigue siendo sospechoso? -preguntó tras una pausa.
– Ya sabe usted cómo trabaja la policía, profesor. Todo el mundo es culpable mientras no se demuestre lo contrario.
– Yo pensaba que era al revés: todo el mundo es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad.
– Me parece que usted nos confunde con los abogados. ¿A Philippa ha dicho que no la conocía mucho?
– También me cruzaba con ella en la escalera pero, a diferencia de David, la joven nunca se paraba.
– ¿Era un tanto engreída?
– Pues no sé qué decirle. Indudablemente se había criado en un ambiente enrarecido, ¿no cree? -Hizo una pausa como reflexionando-. En realidad, yo tengo una cuenta en la Banca Balfour.
– Entonces, ¿conoce al padre?
Los ojos de Devlin centellearon un instante.
– Oh, no. Yo no soy un cliente importante.
– Quería preguntarle qué tal va su rompecabezas.
– Despacio. Pero ése es el placer intrínseco del juego, ¿no cree?
– Nunca me han atraído los rompecabezas.
– Pero le gustan los enigmas. Anoche hablé con Sandy Gates y me habló de usted.
– Buena ganancia haría la compañía telefónica.
Se sonrieron y volvieron al trabajo.
Al cabo de una hora, Devlin manifestó que la primera representación era la mejor. Tibbet había guardado todas las versiones.
– Sí, no es perfecta -dijo Devlin-, pero puede decirse que se aproxima -añadió haciendo un gesto de levantarse de la silla.
– Ya que está usted aquí… -propuso Rebus abriendo un cajón y sacando un expediente con fotos-, podría mirar unas fotografías.
– ¿Fotografías?
– Fotos de vecinos y amigos de la universidad de la señorita Balfour.
Devlin asintió despacio con la cabeza, con poco entusiasmo.
– ¿Se trata del proceso de eliminación?
– Si se encuentra usted con ánimo, profesor.
– Tal vez un té poco cargado para estimular la concentración… -sugirió Devlin con un suspiro.
– Creo que podremos ofrecerle un té suave -dijo Rebus mirando a Tibbet, que manipulaba el ratón. Rebus se acercó al ordenador y vio en la pantalla un rostro muy parecido al de Devlin al que había agregado unos cuernos-. El agente Tibbet se lo traerá -añadió.
Tibbet tuvo la precaución de guardar la imagen antes de levantarse.
Cuando llegó a Saint Leonard corría ya la noticia de otro registro no divulgado, éste en un garaje de Calton Road donde David Costello guardaba su MG deportivo. La Unidad de Huellas Dactilares de Howdenhall lo había examinado sin descubrir nada relevante. Sabían de antemano que estaría lleno de huellas de Flip Balfour y no fue una sorpresa encontrar en la guantera objetos personales de la joven, como un lápiz de labios y unas gafas de sol. En el garaje no había nada comprometedor.
– ¿Ni un congelador con candado? ¿Ni una trampilla que diera paso a una cámara de torturas? -preguntó Rebus.
Distante Daniels, que hacía de mensajero llevando el papeleo entre Gayfield y Saint Leonard, negó con un gesto.