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– Un estudiante con un MG -indicó moviendo de nuevo la cabeza.

– El coche es lo de menos -dijo Rebus-. El garaje en que lo guarda costará más que tu apartamento.

– Dios, es posible.

Intercambiaron una amarga sonrisa. Todos andaban ocupados y la observación más relevante era la conferencia de prensa de la víspera difundida por televisión y la actuación de Ellen Wylie, pero la tarea del momento consistía en verificar dónde había sido vista por última vez la desaparecida, lo cual requería muchas llamadas telefónicas.

– ¿Inspector Rebus? -Rebus se volvió hacia la voz-. Venga a mi despacho.

Era su despacho, desde luego. Ella ya le había infundido su carácter, ya fuese por el ramo de flores sobre el archivador, que perfumaba el ambiente, o por efecto de algún spray. El sillón de Watson ya no estaba: lo reemplazaba un modelo más utilitario en el que Gill Templer se sentaba erguida y no repantigada como su antecesor, como alerta para ponerse en pie. Le tendió una hoja de papel y Rebus tuvo que levantarse de la silla para cogerla.

– Es un lugar llamado Los Saltos -dijo-. ¿Lo conoces? -Rebus hizo un gesto negativo-. Yo tampoco.

Rebus leyó la nota referida a una llamada telefónica en la que daban noticia de que había aparecido una muñeca en Los Saltos.

– ¿Una muñeca? -preguntó.

– Quiero que vayas a echar un vistazo -contestó ella asintiendo con la cabeza.

– Me tomas el pelo -dijo Rebus riendo, pero al alzar la vista vio que Gill estaba seria-. ¿Es mi castigo?

– ¿Por qué?

– No sé. A lo mejor por ir bebido al apartamento de la hija de Balfour.

– No soy tan mezquina.

– No sé qué pensar…

– Adelante, di lo que sea.

– Lo digo por lo de Ellen Wylie.

– ¿Qué pasa con Ellen Wylie?

– Que no se lo merecía.

– ¿Qué eres, su protector?

– No se lo merecía.

– ¿Qué sucede, hay eco? -replicó ella llevándose la mano a la oreja.

– Te lo repetiré hasta que me escuches.

Se hizo un silencio y los dos sostuvieron la mirada. Sonó el teléfono y pareció por un instante que Gill no iba a contestar, pero al final descolgó sin dejar de mirar a Rebus.

– Diga -escuchó un instante-. Sí, señor. Voy enseguida. -Dejó de mirar a Rebus para colgar y lanzó un suspiro-. Tengo una reunión con el jefe en Fettes. Ve a Los Saltos, por favor.

– No te estorbo más.

– La muñeca estaba en un ataúd, John -dijo ella con súbita cara de cansancio.

– Será una broma de chiquillos.

– Quizás.

– Aquí dice Los Saltos en Lothian este -observó Rebus volviendo a mirar la nota-. Que se encarguen los de Haddington u otro sitio.

– Quiero que te encargues tú.

– No lo dirás en serio. Es una broma, ¿no? Igual que cuando me dijiste que había querido ligar contigo o que debería ir a un médico.

Ella negó con la cabeza.

– Los Saltos no es simplemente una localidad de Lothian este, John. Es donde viven los Balfour. -Hizo una pausa para que se diera cuenta-. Y la cita con el médico tienes que concertarla.

* * *

Salió de Edimburgo por la A 1 sin mucho tráfico y con un sol de justicia. Para él, Lothian este eran campos de golf y playas rocosas, campos de labranza planos y poblaciones de la periferia celosas de su identidad. La zona tenía su historia negra por los campings para caravanas, refugio de muchos delincuentes de Glasgow, pero era fundamentalmente una región tranquila frecuentada por turistas de paso o ruta alternativa en el viaje hacia el sur de Inglaterra. Para Rebus, pueblos como Haddington, Gullane y North Berwick eran localidades cerradas y prósperas con tiendecitas y clientela local que veía con recelo la cultura de supermercado de la cercana capital. Sin embargo, Edimburgo ejercía su influencia, y los precios de la vivienda allí hacían que cada vez hubiera más gente que optase por vivir lejos de la ciudad, por lo que el cinturón verde se deterioraba con nuevas construcciones y centros comerciales. La comisaría de Rebus estaba precisamente en una de las principales rutas de entrada por el sudeste, y en los últimos diez años ya se notaba el aumento de tráfico en las horas punta, las lentas e implacables caravanas de salida provocadas por los que vivían fuera de Edimburgo.

No le fue fácil encontrar Los Saltos. Guiándose por su instinto más que por el mapa, se saltó un indicador y acabó en Drem. Pero se detuvo allí un rato para comprar dos paquetes de patatas fritas y una lata de Irn-Bru y comérselas en el coche con el cristal de la ventanilla bajado. Seguía pensando que lo habían mandado a aquel lugar por imposición jerárquica, para meterlo en cintura; porque para su nueva jefa Los Saltos no era más que una pequeña localidad lejana. Cuando acabó de comer comenzó a silbar una melodía que no recordaba bien, una canción sobre el tema de vivir junto a un salto de agua; tenía la impresión de que era de una cinta que le había grabado Siobhan como parte de su iniciación a la música posterior a los años setenta. Drem no era más que una calle principal, y bien tranquila. Pasaba algún camión de vez en cuando pero no se veía un alma. El tendero trató de entablar conversación, pero él dio el silencio por respuesta a sus observaciones sobre el tiempo y no quiso preguntarle por dónde se iba a Los Saltos para no parecer un puñetero turista.

Sacó la guía de carreteras y vio que Los Saltos era un puntito insignificante; le intrigaba aquel nombre que tal vez fuera una deformación local de otra palabra. Tras otros diez minutos por carreteras tortuosas y en suave tobogán, dio con el lugar. Habría tardado menos de no haber sido por los cambios de rasante con el sol de frente y un tractor que lo obligó a ir en segunda un buen rato.

Los Saltos no era lo que él esperaba. El centro era un tramo de la carretera con casas a ambos lados, separadas y con jardines bien cuidados, y una hilera de chalecitos en el linde de la carretera. En uno de ellos vio un letrero de madera en el que se destacaba claramente pintada la palabra CERÁMICAS. Pero al final del pueblo, aldea más bien, había lo que le parecieron unas casas grises de protección oficial de los años treinta con vallas rotas y triciclos en la calzada. Entre las viviendas y la carretera había una franja de césped en la que dos críos se chutaban sin gran entusiasmo uno a otro una pelota. Al pasar por delante de ellos lo miraron fijamente como si fuera un bicho raro.

De pronto, igual que había entrado en el pueblo, se vio de nuevo en pleno campo. Paró junto al arcén y vio a lo lejos lo que le pareció una gasolinera; pero no pensaba que necesitara repostar. En ese momento pasó el tractor que había adelantado aminorando la marcha para girar hacia un campo a medio arar. El que lo conducía no hizo el menor caso de él. Paró la máquina con una trepidante sacudida y saltó de la cabina, en cuyo interior sonaba una radio a todo volumen.

Rebus bajó del coche y cerró la puerta con fuerza, pero el campesino siguió sin preocuparse de su presencia. Rebus apoyó la palma de las manos en la cerca de piedra.

– Buenos días -dijo.

– Buenos días -contestó el hombre, sin dejar de hurgar en la parte de atrás del tractor.

– Soy agente de policía. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Beverly Dodds?

– En casa, seguramente.

– ¿Su casa, cuál es?

– ¿Ve la casita con el letrero de cerámicas?

– Sí.

– Pues ahí.

El hombre cuya voz sonó neutra no había mirado apenas en dirección de Rebus y continuaba abstraído en las aspas del arado. Era robusto, con pelo negro rizado y barba también negra que enmarcaba su rostro arrugado y gordezuelo. Rebus pensó un instante en los dibujos cómicos de su infancia y en aquellas caras raras que podían mirarse igual dándoles la vuelta.

– Viene por lo de la muñeca, ¿no?

– Sí.

– Es una tontería que les haya llamado por eso.