– ¿Usted no cree que tenga algo que ver con la desaparición de la señorita Balfour?
– Claro que no. Eso es cosa de los crios de Meadowside.
– Seguramente tiene razón. Meadowside, ¿son esas viviendas? -preguntó Rebus señalando con la cabeza hacia el pueblo; no veía a los niños, pero le pareció oír el rebote de la pelota no muy lejos.
El campesino hizo un gesto afirmativo.
– Ya le digo, una pérdida de tiempo. Un tiempo que ustedes pierden, me imagino, y que yo pago con los impuestos.
– ¿Usted conoce a la familia?
– ¿A cuál?
– La de los Balfour.
El campesino asintió de nuevo con la cabeza.
– Son los amos de estas tierras…, de casi todas, vaya.
Rebus miró a su alrededor y vio por primera vez que no había ninguna casa ni construcción aparte de la gasolinera.
– Creía que eran dueños sólo de la casa y el terreno.
El campesino dijo que no.
– Por cierto, ¿dónde tienen la casa?
El hombre miró por primera vez a Rebus a los ojos, satisfecho de sus verificaciones mecánicas, y se limpió las manos en los vaqueros desgastados.
– Se llega por el camino del otro extremo del pueblo -contestó-. A cosa de un kilómetro y medio encontrará una gran verja. No tiene pérdida. Y Los Saltos está a medio camino.
– ¿Una cascada?
– Un salto de agua. Querrá usted verlo, ¿verdad?
Más allá de los campos de labranza, la elevación del terreno era suave y costaba imaginar un salto de agua por allí.
– No quisiera gastar el dinero de sus impuestos haciendo turismo -contestó Rebus sonriendo.
– Pero qué va, esto no es turismo…
– ¿Qué, si no?
– Aquello es el lugar del crimen -replicó el hombre exasperado-. ¿Es que no se enteran en Edimburgo…?
Del pueblo salía un camino cuesta arriba que cualquiera de paso habría pensado que no tenía salida, como había creído Rebus, o que era particular. Pero al cabo de unos metros se ensanchaba, y fue allí donde dejó el coche arrimado al lindero. Lo cerró por instinto reflejo de urbanita y saltó la cerca que separaba el camino de un campo donde pastaban unas vacas que le prestaron la misma atención que el labriego. Notó su olor y oyó los resoplidos y el ruido que hacían rumiando, mientras intentaba alcanzar una arboleda sin pisar las boñigas. Seguro que los árboles señalaban el curso del riachuelo donde estaría el salto de agua en el que la mañana anterior había encontrado Beverly Dodds el diminuto ataúd. Cuando vio la cascadita se echó a reír. Era un salto de agua de un metro.
«No es precisamente una catarata del Niágara», dijo para sus adentros agachándose frente a él. No sabía dónde había aparecido la muñeca, pero miró a su alrededor. Era un sitio pintoresco al que seguramente acudirían los lugareños, a juzgar por un par de latas de cerveza y envases de chocolatinas. Se puso en pie y contempló el entorno: pintoresco y aislado, pues no se divisaban casas, y dudaba que alguien hubiese visto quién había dejado la muñeca; suponiendo, claro, que no la hubiese arrastrado la corriente. Lo único visible era el curso sinuoso del riachuelo colina abajo, y pensó que corriente arriba sería todo monte. En el mapa no figuraba siquiera el riachuelo y la panorámica eran unas colinas peladas por las que se podía andar días seguidos sin ver un alma. Se preguntó dónde estaría la casa de los Balfour, pero acabó moviendo la cabeza de un lado a otro. ¿Qué más daba? Aquello…, muñeca o no muñeca, con o sin ataúd, era dar palos de ciego.
Se puso otra vez en cuclillas y metió la mano en el agua con la palma hacia arriba. Era clara y estaba fría. Cogió un poco en el hueco de la mano y la dejó escurrir entre los dedos.
– Yo no la bebería -oyó decir. Alzó la vista y vio a una mujer que salía de entre los árboles. Era delgada y llevaba un vestido largo de muselina que dejaba transparentar su cuerpo. Al acercarse se echó hacia atrás el pelo rubio largo y rizado que le tapaba los ojos-. Los labradores usan abonos químicos que van a parar al riachuelo -explicó-. Organofosfatados y vaya usted a saber qué -añadió estremeciéndose.
– Yo el agua no la pruebo -dijo Rebus incorporándose-. ¿Es usted la señorita Dodds? -preguntó, secándose la mano en la manga.
– Todos me llaman Bev -dijo ella tendiéndole una mano esquelética al extremo de un brazo delgado.
Huesos de pollo, pensó Rebus, con cuidado de no estrechársela con demasiada fuerza.
– Soy el inspector Rebus -dijo-. ¿Cómo sabía que estaba aquí?
– Estaba en la ventana cuando pasó en coche y al ver que entraba en el camino tuve esa intuición -dijo poniéndose de puntillas para acentuar su acierto.
A Rebus le recordaba una quinceañera, pero distaba mucho de serlo por las bolsas bajo los párpados y las arrugas de expresión alrededor de los ojos. Tendría más de cincuenta años, pero conservaba un espíritu juvenil.
– ¿Ha venido a pie?
– Ah, sí -respondió ella mirándose las sandalias abiertas-. Me ha chocado que no viniera primero a mi casa.
– Quería echar un vistazo al lugar. ¿Dónde encontró exactamente la muñeca?
La mujer señaló hacia la cascadita.
– Justo al pie, en la orilla. Estaba totalmente seca.
– ¿Por qué hace esa puntualización?
– Porque sé que habrá pensado si no la traería la corriente.
Rebus no dejó traslucir que, efectivamente, lo había pensado, pero ella pareció notarlo y volvió a erguirse sobre la punta de los pies.
– Y estaba muy a la vista -añadió-, así que no creo que se la olvidaran casualmente porque la habrían recogido.
– ¿Ha pensado alguna vez en hacer carrera en la policía, señorita Dodds?
Ella lanzó un chasquido con la lengua.
– Llámeme Bev, por favor -dijo sin responder a la pregunta, aunque se notaba que le había complacido.
– No la habrá traído, claro.
Ella negó con la cabeza y, como volvió a caerle el pelo sobre la cara, se lo echó de nuevo hacia atrás.
– La tengo en casa.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Hace mucho que vive aquí, Bev?
– Ni siquiera tengo el acento, ¿verdad? -replicó sonriente.
– Le falta bastante -dijo Rebus.
– Soy de Bristol y pasé en Londres… muchos años, ya ni me acuerdo. Al divorciarme salí de estampía y acabé recalando aquí.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Cinco o seis años. La casa donde vivo siguen llamándola «casa de los Swanston».
– ¿Por sus anteriores inquilinos?
Ella asintió con la cabeza.
– En Los Saltos son así, inspector. ¿De qué se ríe?
– No estaba seguro de cómo se pronunciaba.
– Por otra parte -añadió-, tiene gracia, ¿no? Un pequeño salto de agua y lo llaman «Los Saltos». Nadie sabe por qué. -Hizo una pausa-. Esto era un pueblo minero.
– ¿Había minas de carbón? -inquirió Rebus frunciendo el entrecejo.
Ella estiró el brazo hacia el norte.
– A unos dos kilómetros. Las explotaron muy poco. Le hablo de los años treinta.
– ¿La época en que construyeron Meadowside?
Ella asintió con un gesto.
– ¿Ahora ya no hay minas?
– Hace cuarenta años que cerraron. Creo que la mayor parte de la gente de Meadowside está sin trabajo. Ahora es una zona de maleza, pero cuando construyeron las primeras casas sí que era un prado. Después necesitaron seguir construyendo y edificaron más sobre él -añadió estremeciéndose otra vez-. ¿Cree que podrá dar la vuelta al coche?
Rebus asintió con la cabeza.
– Bien, no tenga prisa -dijo ella echando a andar-. Voy a preparar el té. Nos vemos en la Casa del Torno, inspector.
Lo del torno, explicó mientras ponía a hervir el agua para el té, era una referencia al torno de cerámica.
– Todo empezó como una terapia tras la ruptura -añadió haciendo una pausa-, pero descubrí que se me daba bastante bien y creo que a algunos amigos míos de entonces les sorprendió. -Por la manera de decirlo, a Rebus le pareció que esos amigos ya no contaban en su vida-. Así que tal vez el torno sea también las vueltas que da la vida -agregó cogiendo la bandeja y haciéndolo pasar a lo que ella llamaba «la sala».