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Era una pieza pequeña de techo bajo llena de dibujos de colores y muestras de lo que Rebus imaginó obra de ella: platos y jarrones de cerámica vidriada azul, que él contempló detenidamente para que la mujer lo advirtiera.

– Son casi todas de las primeras -dijo quitándoles importancia-. Las conservo como recuerdo -añadió con un cascabeleo de pulseras mientras se echaba el pelo hacia atrás.

– Son muy bonitas -dijo Rebus.

Ella sirvió el té y le tendió una taza y un platillo de cerámica gruesa del mismo color azul. Rebus miró alrededor, pero no vio ningún ataúd ni ninguna muñeca.

– Lo tengo en el estudio -dijo ella como si le leyera el pensamiento-. ¿Quiere que lo traiga?

– Haga el favor.

Ella se levantó y salió a buscarlo. Rebus sentía claustrofobia. El té era una hierba sucedánea y pensó en echarlo en un jarrón, pero lo que hizo fue sacar el móvil para ver si había mensajes, mas la pantalla estaba en blanco y no daba señal. Quizá fuese por las gruesas paredes de piedra o porque el pueblo estaba en una zona sin cobertura; sabía que en Lothian este sucedía eso. El único mueble, aparte de la mesa, era una pequeña librería con libros de arte y artesanía sobre todo, y un par de volúmenes con el título de Wiccan. Rebus cogió uno.

– Es magia blanca. Fe en el poder de la naturaleza -dijo ella a su espalda.

Rebus dejó el libro y se volvió.

– Aquí tiene -dijo ella presentándole el ataúd como si fuese un objeto de culto.

Rebus avanzó un paso y ella se lo entregó con los brazos tendidos; lo cogió con cuidado, tal como ella esperaba, al tiempo que se le ocurría la idea de que aquella mujer estaba chalada y todo era un invento suyo. Pero el ataúd llamó su atención. Estaba hecho con una madera oscura, de roble viejo quizás, y lo habían ensamblado con clavos negros, como tachuelas de alfombra. Eran piezas medidas y bien serradas, con las aristas simplemente lijadas. Tendría unos veinte centímetros y no era obra de un carpintero; incluso Rebus, que era lego en la materia, lo advirtió. Ella abrió la tapa y fijó en él la mirada sin parpadear esperando sus observaciones.

– Estaba clavada, pero yo la abrí -añadió.

Dentro había una muñeca de madera con los brazos a los costados, de rostro modelado pero sin pintar y unos trozos de muselina a guisa de vestido. Era una pieza de talla rudimentaria en la que se notaban los surcos bastos de la gubia. Rebus intentó sacarla, pero no acertaba dado el escaso espacio entre la muñeca y los lados del ataúd. Y optó por volcarla sobre la palma de la mano. Su primer pensamiento fue comparar los trozos de tela con alguna de las de la sala, pero no había ninguna igual.

– La tela es bastante nueva y está limpia -musitó ella.

Rebus asintió con la cabeza. Tampoco el ataúd había estado mucho a la intemperie pues no había restos de humedad.

– Yo he visto cosas extrañas, Bev… -dijo Rebus con voz apagada-. ¿No había nada más en donde lo encontró? ¿Algo raro?

Ella negó despacio con la cabeza.

– Yo voy todas las semanas de paseo por allí y esto -dijo ella tocando el ataúd- fue la única cosa rara que encontré.

– ¿No vio pisadas…? -sugirió Rebus, pero pensó que era exigirle demasiado.

– No advertí ninguna -respondió ella sin vacilar apartando la mirada del ataúd y mirándolo-. Y examiné el terreno porque estaba segura de que no podía ser cosa de magia.

– ¿Hay alguien en el pueblo que trabaje la madera? ¿Un carpintero…?

– El más cercano está en Haddington, lejos de aquí. No conozco a nadie que…, quiero decir que ¿quién en su sano juicio va a hacer una cosa como ésta?

– Sí, supongo que se lo habrá preguntado -replicó Rebus sonriendo.

– No se me ocurre otra cosa, inspector -añadió ella sonriendo también-. Mire, normalmente ni habría hecho caso de algo así, pero después de lo que ha pasado con la hija de los Balfour…

– No nos consta que haya pasado nada -contestó Rebus sin poder evitarlo.

– Pero debe de existir una relación, ¿no?

– Puede ser un chalado -replicó Rebus mirándola a los ojos-. Según mi experiencia, en todos los pueblos hay algún trastornado.

– No pensará que yo… -interrumpió la frase al oír el ruido de un coche que paraba ante la casa-. Ah, será ese periodista -añadió poniéndose en pie.

Rebus fue con ella hasta la ventana y vio que de un Ford Focus rojo bajaba un joven, mientras en el asiento del copiloto un fotógrafo acababa de ajustar el objetivo de una cámara. El primero se estiró y rotó los hombros como si acabase de hacer un largo viaje.

– Estuvieron ya otra vez -dijo ella-, cuando desapareció la hija de los Balfour y, como me dejaron la tarjeta, al suceder esto…

Rebus fue tras ella hasta el estrecho vestíbulo de la entrada.

– No ha sido una idea muy acertada, señorita Dodds -dijo conteniendo su indignación cuando la mujer estaba a punto de abrir la puerta.

Ella se volvió con la mano en el pomo.

– Inspector, al menos ellos no insinuaron que estuviera chalada.

Rebus estuvo a punto de replicar: «Pero lo harán», aunque pensó que ya no serviría de nada.

El periodista se llamaba Steve Holly y trabajaba para un periódico sensacionalista de Glasgow con delegación en Edimburgo. No tendría mucho más de veinte años, lo que era una ventaja porque a lo mejor escuchaba un consejo. Si hubiera sido un veterano, ni habría merecido la pena molestarse. Era bajo, gordito y llevaba el pelo cortado en una cresta con picos tiesos por el fijador que a Rebus le recordaron el alambre de espino de las granjas. Llevaba en una mano el bloc de notas y el bolígrafo y tendió la otra a Rebus.

– No creo que nos conozcamos -dijo de un modo que a Rebus le hizo pensar que conocía su nombre-. Le presento a mi ayudante artístico, Tony. -El fotógrafo, que llevaba una bolsa de material al hombro, lanzó un resoplido-. Bev, hemos pensado si podríamos ir a la cascada para hacerle una foto cogiendo el ataúd.

– Claro, por supuesto.

– Así nos ahorramos los preparativos de hacer una toma interior -continuó Holly-. No porque a Tony le moleste, pero si se le deja en un cuarto se pierde en creatividad y arte.

– ¿Ah, sí? -dijo ella mirando complacida al fotógrafo.

Rebus contuvo una sonrisa al pensar que ella y el periodista daban muy distinto significado a los dos conceptos, tampoco a Holly se le escapó.

– Aunque, si quiere, después puede hacerle un buen retrato en el estudio -añadió.

– Estudio no puede llamárselo -replicó ella pensativa, pasándose un dedo por el cuello-. No es más que una simple habitación con el torno y algún dibujo que yo he forrado de papel blanco para aprovechar la luz.

– Hablando de luz -la interrumpió Holly mirando al cielo-, más vale que nos pongamos en marcha.

– Ahora es ideal y no durará mucho -dijo el fotógrafo.

Bev alzó también la vista y mostró su asentimiento de artista con una inclinación de cabeza. Aquella mujer sabía hacer su papel, pensó Rebus.

– ¿Quiere quedarse aquí al cuidado de esto? -preguntó el periodista a Rebus-. No tardaremos más de quince minutos.

– Tengo que volver a Edimburgo. ¿Puede darme su teléfono, señor Holly?

– A ver dónde llevo una tarjeta -contestó el joven buscando en los bolsillos y sacando una cartera de la que extrajo una tarjeta.

– Gracias -dijo Rebus-. ¿Podríamos hablar un momento…?

Mientras llevaba al periodista aparte vio que Bev preguntaba al fotógrafo si la ropa que vestía era adecuada y le pareció que aquella mujer echaba de menos la presencia de otro artista en el pueblo. Rebus les dio la espalda para que no oyeran lo que iba a decir.