– ¿Ha visto esa muñeca? -preguntó Holly. Rebus asintió con la cabeza y el periodista torció la nariz-. ¿No estaremos perdiendo el tiempo? -añadió en tono afable propiciando franqueza por parte de Rebus.
– Seguramente -respondió él mintiendo y convencido de que cuando Holly viese la curiosa talla tampoco lo creería-.
Pero no viene mal una jornada fuera de Edimburgo -añadió en tono despreocupado.
– Yo no aguanto el campo -dijo Holly-. Echo de menos el monóxido de carbono. Me sorprende que hayan enviado a un inspector…
– No hay que desechar ninguna pista.
– Sí, por supuesto; lo entiendo, pero creo que con un simple agente o un sargento…
– Como le digo… -Holly se dio media vuelta dispuesto a seguir con su trabajo, pero Rebus lo agarró del brazo-. ¿Sabe que si esto resulta ser algún tipo de prueba podríamos desear que no se divulgara?
Holly asintió con la cabeza de un modo mecánico y replicó tratando de darle un acento americano:
– Que su gente hable con mi gente. -Dicho lo cual, se soltó de Rebus y se volvió hacia Bev y el fotógrafo-. Escuche, Bev, con ese vestido… Yo creo que como hace tan buen día estaría mejor con una falda más corta.
Rebus volvió al camino, sin detenerse ahora en la cerca, pensando qué encontraría. Medio kilómetro después llegó a un camino de coches más amplio de gravilla rosa que terminaba de pronto ante una verja alta de hierro forjado. Detuvo el coche y se bajó. La cancela estaba cerrada con candado y tras ella vio que el camino discurría en curva por una arboleda que le impedía ver la casa. No había ningún letrero, pero estaba seguro de que era Los Enebros. A ambos lados de la verja se alzaba una tapia de piedra, pero algo más lejos su altura disminuía. Bajó unos cien metros por la carretera principal, saltó por donde la tapia era ya más baja y se metió en la arboleda. Pensó que si trataba de buscar un atajo podía acabar perdido entre bosques y regresó al camino de coches con la esperanza de no encontrarse con una curva tras otra. Pero fue precisamente lo que encontró. ¿Cómo llegaría allí el cartero?, se preguntó. Era un detalle que no debía de preocupar a John Balfour. Al cabo de cinco minutos de caminar divisó la casa. Era una construcción neogótica alargada con dos torretas en los extremos, de muros envejecidos color pizarra. No se molestó en aproximarse; ni siquiera sabía si había alguien, aunque supuso que habría algún tipo de vigilancia, algún policía que controlase el teléfono tal vez, pero no veía indicios. Delante de la casa había un césped cuidado flanqueado por parterres de flores y detrás del cuerpo principal del edificio se adivinaba una especie de prado. No veía coches ni cocheras; seguramente estarían en la parte de atrás. Le costaba imaginar que alguien pudiera vivir contento en un sitio tan adusto. Hasta la casa misma parecía alerta a cualquier manifestación de alegría o falta de corrección. Se preguntó si la madre de Philippa no se sentiría allí como una especie de pieza de museo. En ese momento vio un rostro fugaz en una ventana del piso de arriba. Sería tal vez un fantasma; pero un minuto después se abrió la puerta principal y una mujer bajó corriendo la escalinata hasta la entrada de grava, se dirigió hacia él, sin que Rebus pudiera verle la cara por el pelo alborotado; vio que tropezaba y se caía y echó a correr para ayudarla, pero ella se levantó rauda al ver que se le acercaba, sin preocuparse de las rodillas despellejadas, llenas aún de trocitos de grava, y recogió el móvil que se le había caído.
– ¡No se acerque! -gritó apartándose el pelo de la cara. Rebus vio que era Jacqueline Balfour-. Perdone… -añadió arrepentida alzando las manos en gesto conciliador-. Lo siento, es que… Sólo dígame qué quiere de nosotros.
En ese momento, Rebus comprendió que aquella acongojada mujer le tomaba por el secuestrador de su hija.
– Señora Balfour -dijo alzando igualmente las manos-, soy policía.
Cuando por fin dejó de llorar se sentaron los dos en la escalinata, como si quisiera evitar que la casa se apoderara otra vez de ella. Insistió en disculparse y Rebus volvió a decirle que era él quien se disculpaba.
– Pensé que no había nadie en la casa -dijo.
Pero había alguien más: por la puerta apareció una agente de uniforme a quien Jacqueline Balfour ordenó tajantemente que los dejase. Rebus preguntó si deseaba que él también se fuera, pero ella negó con la cabeza.
– ¿Ha venido a decirme algo? -preguntó afligida, devolviéndole el pañuelo mojado de lágrimas; lágrimas causadas por él.
Rebus la instó a que se lo quedara y ella lo dobló cuidadosamente, pero volvió a desdoblarlo rompiendo otra vez a llorar. No había advertido aún la magulladura de las rodillas y, al sentarse, la falda le quedó entre las piernas.
– No hay noticias -dijo Rebus con voz queda, y al ver que lo miraba desesperada añadió-: Tal vez haya una posible pista en el pueblo.
– ¿En el pueblo?
– En Los Saltos.
– ¿Qué clase de pista?
Rebus se arrepintió de haberlo dicho.
– En este momento no estoy autorizado a desvelarlo -respondió, diciéndose que era un error pues ella no tardaría en contárselo por teléfono al marido y él le llamaría para preguntar. Pero aunque no lo hiciera o se le ocultase el extraño hallazgo, la prensa no guardaría tal prudencia.
– ¿Philippa coleccionaba muñecas? -preguntó.
– ¿Muñecas? -inquirió ella dando vueltas al móvil en la mano.
– Es que han encontrado una junto al salto de agua.
La mujer negó con la cabeza.
– No, muñecas no -respondió despacio, como pensando que debía haber habido muñecas en la vida de su hija y que esa carencia era un reflejo de lo mala que era ella.
– Probablemente no es nada -añadió Rebus.
– Probablemente -repitió ella.
– ¿Está en casa el señor Balfour?
– Vuelve más tarde de Edimburgo -añadió ella mirando el teléfono-. No va a llamar nadie, ¿verdad? A los amigos de John les han recomendado dejar libre la línea, igual que a nosotros, por si llaman. Pero estoy segura de que no llamarán.
– ¿Usted no cree que la hayan raptado, señora Balfour?
Ella dijo que no.
– ¿Qué, entonces?
Ella lo miró con los ojos enrojecidos y bolsas bajo los párpados por falta de descanso.
– Está muerta -dijo casi en un suspiro-. ¿No lo cree usted también?
– Es demasiado pronto para pensar eso. Yo conozco casos de personas que aparecieron al cabo de semanas o de meses.
– ¿Semanas o meses? No quiero ni pensarlo… Prefiero saberlo de una vez.
– ¿Cuándo vio a su hija por última vez?
– Hará unos diez días. Fuimos de compras por Edimburgo como de costumbre. No pensábamos comprar nada en concreto, pero comimos juntas.
– ¿Ella venía a casa con frecuencia?
– Él la tenía envenenada -respondió Jacqueline Balfour negando con la cabeza.
– ¿Cómo dice?
– David Costello. Envenenaba sus recuerdos, haciéndole creer que recordaba cosas inexistentes. La última vez que nos vimos, Flip estuvo preguntándome constantemente datos de su infancia; me dijo que había sido desgraciada, que no le prestábamos atención, que no la queríamos. Falsedades.
– ¿Y era David Costello quien le metía esas ideas en la cabeza?
La señora Balfour se irguió y lanzó un profundo suspiro.
– Eso creo yo.
Rebus reflexionó un instante.
– ¿Por qué cree que hacía una cosa así?
– Por ser quien es -respondió escuetamente la señora Balfour.
Sonó el teléfono de improviso y ella buscó torpemente el botón de conexión.
– ¡Diga! Ah, querido, ¿cuándo vuelves? -añadió más tranquila.
Rebus aguardó a que terminase de hablar mientras pensaba en la conferencia de prensa y en la manera de hablar de John Balfour, diciendo «yo» y no «nosotros», como si su esposa no padeciera ni existiera.