– Era mi marido -dijo, y Rebus hizo un gesto afirmativo.
– Pasa mucho tiempo en Londres, ¿verdad? ¿No se encuentra usted algo sola aquí?
– Tengo amigos -replicó ella mirándolo.
– No pretendía decir lo contrario. Además, me imagino que irá mucho a Edimburgo.
– Sí, una o dos veces por semana.
– ¿Ve con frecuencia al socio de su esposo?
Ella volvió a mirarlo.
– ¿A Ranald? Él y su mujer son probablemente nuestros mejores amigos… ¿Por qué lo pregunta?
Rebus hizo como que se rascaba la cabeza.
– No sé. Por dar conversación, supongo.
– Pues no lo haga.
– ¿Darle conversación?
– No me gusta. Me da la impresión de que todos quieren hacerme caer en una trampa. Es como en las fiestas de negocios; John siempre me previene para que no diga nada, porque nunca se sabe si tratan de averiguar cosas del banco.
– Nosotros no somos de la competencia, señora Balfour.
– Claro que no -concedió ella con una leve inclinación de cabeza-. Discúlpeme. Es que…
– No tiene por qué disculparse -dijo Rebus poniéndose en pie-. Está usted en su casa y aquí manda usted, ¿no es así?
– Bueno, ya que lo dice… -respondió ella algo más animada.
Pero Rebus estaba convencido de que, con su marido en casa, quien mandaba y establecía las reglas era él.
Dentro de la casa encontró a dos colegas cómodamente sentados en el salón. La agente uniformada dijo llamarse Nicola Campbell y el otro policía era del departamento de Investigación Criminal de la Jefatura de Policía de Fettes y se llamaba Eric Bain, pero solían llamarlo Cerebro. Bain estaba sentado frente a un escritorio en el que había un teléfono de línea fija, un bloc de notas con un bolígrafo y una grabadora, además de un móvil conectado a un ordenador portátil. Al comprobar que el que llamaba era el señor Balfour, Bain se había colgado los auriculares del cuello mientras tomaba yogur de fresa directamente del envase; al ver a Rebus, lo saludó con una inclinación de cabeza.
– Qué comodidad aquí -dijo Rebus mirando admirado el salón.
– Y un aburrimiento terrible -añadió Campbell.
– ¿Para qué es el ordenador?
– Es la conexión de Cerebro con los chalados de sus amigos informáticos.
Bain esgrimió un dedo amenazador hacia ella.
– Forma parte de la tecnología de localización de llamadas -explicó concentrado en apurar el yogur, sin advertir que la agente movía los labios hacia Rebus diciendo «chalado».
– Lo que sería estupendo si valiera la pena -opinó Rebus.
Bain asintió con la cabeza.
– Se han recibido muchas llamadas de apoyo de amigos y familiares y una cantidad impresionante de chalados que naturalmente no he apuntado.
– Ten en cuenta que la persona que buscamos puede ser un chiflado -le advirtió Rebus.
– En este pueblo es muy probable que no falten -añadió Campbell cruzando las piernas.
Se había sentado en uno de los tres sofás del salón ante unos ejemplares abiertos de Caledonia y Scottish Field. Al ver más revistas en otra mesita detrás del sofá, Rebus tuvo la impresión de que eran de la casa y ya se las debía de haber leído.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó.
– ¿Ha pasado por el pueblo? ¿No ha visto a esos albinos en los árboles tocando el banjo?
Rebus sonrió y Bain la miró perplejo.
– Yo no he visto ninguno -dijo.
La mirada de Campbell venía a decir: «Porque en un mundo paralelo tú estás en los árboles con ellos».
– Dime una cosa -añadió Rebus-. En la conferencia de prensa, el señor Balfour mencionó su móvil…
– No debería haberlo hecho -respondió Bain negando con la cabeza-. Le habíamos advertido que no lo hiciera.
– ¿No es fácil localizar un teléfono móvil?
– Son más escurridizos que las líneas fijas, desde luego.
– Pero ¿se pueden localizar?
– Hasta cierto punto. Hay muchos móviles dudosos en funcionamiento. A lo mejor localizas la cuenta de uno y te encuentras con que lo han robado hace una semana.
Campbell contuvo un bostezo.
– ¿No ve lo divertido que es? -dijo mirando a Rebus-, emoción tras emoción.
Rebus regresó sin prisas a Edimburgo; el tráfico era intenso en dirección contraria. Era la hora punta y los ejecutivos regresaban a la campiña. Rebus conocía a gente que iba a diario a trabajar a Edimburgo desde localidades tan alejadas como Borders, Fife y Glasgow. Todos lo justificaban por el precio escandaloso de la vivienda, ya que una casa adosada de tres dormitorios en un buen lugar de la capital podía costarte doscientas cincuenta mil libras o más, y por ese dinero era posible adquirir una gran casa independiente en Lothian este o una calle entera en Cowdenbeath. Rebus, por su parte, había recibido alguna visita imprevista que preguntaba si vendía su piso de Marchmont y cartas dirigidas al «señor propietario» de compradores desesperados. Porque en Edimburgo también sucedía eso: que por muy altos que fueran los precios no faltaban compradores. En Marchmont solían ser los propietarios de otros pisos con ánimo de especular, o padres que buscaban un piso para sus hijos cerca de la universidad. Él vivía en el suyo desde hacía veintitantos años y había visto el proceso de cambio del barrio, habitado actualmente por menos familias y gente mayor, pero por más estudiantes y parejas jóvenes sin hijos. Dos grupos bastante antagónicos, pues los que habían pasado toda su vida en Marchmont veían cómo sus hijos tenían que irse a vivir más lejos por no disponer de medios para comprar un piso cerca. Rebus ya no conocía a nadie en su edificio ni en las casas contiguas y, que él supiera, era el único propietario que ocupaba su piso. Pero lo más preocupante era que debía de ser también el inquilino más viejo y no dejaban de llegarle cartas y ofertas pese al aumento de precios.
Por eso se mudaba, aunque todavía no sabía adónde iba a ir. A lo mejor buscaba algo de alquiler, así tendría la opción de vivir un año en un chalé en el campo, otro año junto al mar y un par de años encima de un pub. Aquel piso de Arden Street era demasiado grande para él; los otros dormitorios siempre estaban libres y muchas noches él dormía en un sillón en el cuarto de estar. Un piso-estudio sería más que suficiente para él.
Se cruzaba con Volvos, BMW y Audis deportivos y pensó si realmente deseaba irse a vivir a las afueras. Desde Marchmont podía llegar al trabajo a pie en quince minutos; era el único ejercicio que hacía. No le apetecía ir cada día en coche desde Los Saltos, por ejemplo, a Edimburgo. No había visto tráfico allí mientras había estado, pero a buen seguro no habría donde aparcar por la noche.
Precisamente buscando sitio para aparcar en Marchmont se percató de otro de los motivos para mudarse. Al final dejó el Saab en línea amarilla y fue a comprar el periódico, leche, panecillos y bacon. Llamó a la comisaría y preguntó si lo necesitaban, pero le dijeron que no. Al llegar a casa sacó una cerveza de la nevera y se sentó en el sillón junto a la ventana del cuarto de estar. La cocina estaba más desordenada de lo habitual porque había metido en ella cosas del vestíbulo mientras cambiaban la instalación eléctrica, que no se había renovado desde hacía años. Seguramente desde que él había comprado el piso. Luego llamaría a un pintor para que diera una mano de pintura color magnolia que animara el piso.
Le habían aconsejado no hacer muchas reformas, porque el comprador querría hacer las suyas propias. Simplemente cambiaría la instalación eléctrica y daría una mano de pintura. La agencia le había dicho que era imposible saber cuánto sacaría. En Edimburgo pones un piso en venta «a partir de» un precio determinado y esa cantidad puede subir hasta alcanzar un treinta o un cuarenta por ciento más. Tirando por lo bajo, calculaba que su piso de Arden Street valdría entre ciento veinticinco y ciento cuarenta mil libras, y como no había hipoteca pendiente era dinero contante y sonante.