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– Marineros en Arthur's Seat -musitó Rebus-. Esa sí que es buena.

– Inspector, ¿se trata de una observación homófoba?

Rebus negó con la cabeza.

– Lo digo simplemente por lo lejos que está del mar.

Ella lo miró, pero el rostro de Rebus no dejaba traslucir nada.

Rebus miró otra vez los ataúdes. Él no era de los que apostaban, pero de haberlo sido se habría jugado algo a que aquellos ataúdes tenían alguna relación con el de Los Saltos. Quien había dejado el ataúd junto a la cascada conocía la colección del museo y había decidido hacer una copia con alguna intención. Miró las otras macabras vitrinas mortuorias de la sala.

– ¿Es usted quien ha organizado esto? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– Pues debe de ser un tema de conversación muy recurrido en las fiestas.

– Le sorprendería saber cuánto -replicó ella tranquila-. ¿No sentimos todos curiosidad por lo que nos asusta?

* * *

En el antiguo museo de la planta baja se sentaron en un banco tallado parecido al costillar de una ballena. Había un estanque con peces y los niños estiraban los brazos, temerosos de tocarlos, retirándolos entre risitas en el último momento con el puño cerrado. Otro ejemplo de esa mezcla de curiosidad y temor.

Al fondo del amplio vestíbulo habían instalado un enorme reloj con un complejo mecanismo formado por esqueletos y gárgolas. A Rebus le llamó la atención una estatua de mujer desnuda envuelta en alambre de espino, y pensó que seguramente habría otras escenas de tortura aunque desde donde estaban no se veían.

– Es nuestro reloj del milenio -explicó Jean Burchill mirando el suyo de pulsera-. Faltan diez minutos para que dé la hora.

– Es interesante -dijo Rebus-: un reloj cargado de sufrimiento…

– No todo el mundo se percata de ello tan rápido -replicó ella mirándolo.

Rebus se encogió de hombros.

– Arriba, he leído en la vitrina algo que relacionaba las muñecas con Burke y Hare -dijo.

Ella asintió con la cabeza.

– Se trataría de un entierro simbólico de las víctimas. Diecisiete cadáveres vendidos para disección constituía un horrendo crimen, tanto más cuanto se decía que los muertos a los que se practicaba la disección no resucitaban el día del Juicio Final.

– Porque se les saldrían los intestinos -dijo Rebus.

Burchill hizo caso omiso de la observación.

– A Burke y Hare los detuvieron y éste en el juicio testificó en contra de su compinche, por eso sólo ahorcaron a William Burke. ¿Sabe qué sucedió con su cadáver?

La respuesta era fácil.

– ¿Le hicieron la disección? -aventuró Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

– Llevaron el cadáver al antiguo Colegio de Médicos, siguiendo la misma ruta que casi todas sus víctimas, y allí sirvió para una clase de anatomía. Los hechos se remontan a enero de 1839.

– Y los ataúdes datan de los primeros años de esa década -añadió Rebus pensativo. ¿No se había jactado alguien en cierta ocasión de poseer no sé qué objeto hecho con piel de Burke?-. ¿Qué fue después del cadáver? -preguntó.

– En la sala de medicina del museo hay un librito -respondió ella mirándolo.

– ¿Hecho con piel de Burke?

Ella asintió con la cabeza.

– Es una lástima lo de Burke -prosiguió-. Parece que fue un hombre afable. Vino como emigrante a Escocia y la pobreza y la casualidad lo impulsaron a la primera venta. Alguien que fue a su casa y murió estaba cargado de deudas, y Burke sabía que en la boyante Facultad de Medicina de Edimburgo escaseaban los cadáveres.

– ¿Vivía muchos años la gente en aquella época?

– Ni mucho menos. Pero ya le digo, decían que un muerto sometido a disección no iba al cielo y los únicos cadáveres disponibles para los estudiantes de medicina eran los de criminales ajusticiados. Sólo con la ley de Anatomía de 1832 se puso fin al robo de cadáveres.

Su voz se fue apagando y pareció como si se hubiera perdido en la evocación del antiguo y sanguinario Edimburgo. Rebus divagaba también mentalmente pensando en ladrones de cadáveres y carteras de piel humana, brujerías y ahorcados. Junto a los ataúdes de la cuarta planta había visto una serie de adminículos de brujería como figuras con huesos, corazones de animales apergaminados con un clavo.

– Vaya lugar, ¿no?

Se refería a Edimburgo, pero ella pensó en el museo.

– Desde niña me he sentido aquí más tranquila que en ningún otro sitio de la ciudad. Tal vez le parezca morboso mi trabajo, inspector, pero serán aún menos las personas que reprueben el mío, que las que reprueben el que hace usted.

– Ha dado en el clavo -dijo Rebus.

– Los ataúdes me interesan porque constituyen un misterio. En la tarea de catalogación nos guiamos por las reglas de identificación y clasificación; las fechas de origen pueden ser dudosas, pero casi siempre sabemos qué es lo que estamos estudiando, ya sea un ataúd, una llave o unos restos romanos.

– Pero en el caso de estos ataúdes no saben concretamente qué significan.

Ella sonrió.

– Exactamente, y eso es frustrante para un especialista.

– Sé lo que se siente -dijo él-. A mí me sucede lo mismo cuando no se resuelve algún caso; no se me va de la cabeza.

– Le das vueltas y más vueltas…, elaborando otras hipótesis…

– Sí, o pensando en nuevos sospechosos.

Se miraron.

– Tal vez tengamos en común más de lo que pensamos -dijo Jean Burchill.

– Es posible, sí -admitió él.

El reloj comenzó a dar la hora pese a que la manecilla aún no estaba situada sobre las doce. Los visitantes se acercaron a él y el público infantil se quedó con la boca abierta al ver el movimiento mecánico de las llamativas figuras. Tras el toque de campanas sonó una música inquietante de órgano. El péndulo era un espejo y al mirarlo Rebus vio su propio reflejo, el de otros visitantes y el del edificio del museo.

– Vamos a observarlo de cerca -dijo Jean Burchill.

Se levantaron y se unieron al resto de espectadores. A Rebus le pareció reconocer dos figuras que representaban a Hitler y a Stalin accionando una sierra.

– Hay otros casos de muñecas aparecidas en otros lugares -reveló Jean Burchill.

– ¿Ah, sí? -dijo Rebus apartando la vista del reloj.

– Lo mejor será que le envíe la información.

* * *

Rebus pasó el resto de aquel viernes esperando que acabase su turno de servicio. Había colocado en la pared las fotos del garaje de David Costello, formando un verdadero rompecabezas con las otras informaciones del caso. El MG era un descapotable azul oscuro y, aunque los especialistas en huellas no tenían permiso para eliminar las huellas del vehículo y de las ruedas, hicieron un examen a fondo. El coche no había sido lavado últimamente; de haberlo sido, le habrían preguntado a David Costello por qué. Habían recogido más fotos de las amistades de Philippa Balfour y se las habían mostrado al profesor Devlin, insertando entre ellas algunas del novio, lo que había motivado la protesta del profesor, que lo consideraba un «truco deleznable».

Habían transcurrido cinco días desde la noche del domingo y era el quinto desde la desaparición. Cuanto más miraba el rompecabezas de la pared, menos claro veía el caso. Pensó en el reloj del milenio, que era todo lo contrario: cuanto más se miraba, más cosas se veían por efecto de aquellas figuritas que surgían de los engranajes. Pensándolo bien, era como un monumento a los desaparecidos; también, en cierto modo, el montaje de la pared, con fotos, faxes, turnos de servicio y diagramas, era un monumento, pero éste, al final, independientemente del resultado, se desmontaría y acabaría archivado en una caja.