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No era la primera vez que reflexionaba al respecto; le había sucedido en otros casos, algunos no resueltos con entera satisfacción. Se esforzaba uno por no preocuparse, por mantener la objetividad, como decían en los cursillos de entrenamiento, pero costaba. A Watson le había quedado en el recuerdo aquel chiquillo de su primera semana de servicio en el cuerpo, y él tenía también sus recuerdos. Por eso, al acabar la jornada se fue a casa, se duchó, se mudó y se sentó en su sillón una hora con un vaso de Laphroaig y un disco de los Rolling Stones por compañía. Puso Beggars Banquet para la ocasión y, en realidad, bebió más de un vaso de Laphroaig, en medio de los rollos de alfombras del vestíbulo y de los dormitorios. Los colchones, los armarios…, aquello parecía un mercadillo; pero había paso hasta el sillón y de allí hasta el equipo de música. No necesitaba más.

Después de los Stones se tomó otro vaso de whisky, y puso Hurricane, del disco de Bob Dylan Desire, caso histórico de injusticia y de falsa acusación. Sabía que eso sucedía, unas veces a propósito y otras sin querer. Él había trabajado en casos en que las pruebas señalaban inequívocamente a un individuo, y de pronto surgía alguien confesándose culpable. Y antes, hacía mucho tiempo, hasta se habían llegado a «inventar» un par de criminales por quitárselos de en medio o para satisfacer la exigencia pública de culpables. Y en ocasiones se sabía con certeza quién era el culpable pero era imposible demostrarlo en juicio. Recordaba a un par de policías que se habían pasado de la raya.

Brindó en memoria de ellos y vio su reflejo en la ventana del cuarto de estar. Brindó por él mismo hacia el cristal y luego fue al teléfono a llamar un taxi.

Destino: los bares.

En el Bar Oxford entabló conversación con uno de los clientes habituales y le habló de su viaje a Los Saltos.

– Nunca había oído hablar de ese lugar -añadió.

– Ah, pues yo sí lo conozco -dijo su interlocutor-. ¿Wee Billy no es de allí?

Wee Billy era otro cliente habitual del Oxford que en aquel momento no estaba, pero que vieron entrar al cabo de veinte minutos con su uniforme de cocinero de un restaurante cercano. Se enjugó el sudor de la frente y se acercó a la barra.

– ¿Ya has acabado? -le preguntó uno.

– No, he venido a fumarme un cigarrillo -respondió consultando el reloj-. Por favor, Margaret, una caña.

Mientras la camarera la llenaba, Rebus pidió otra copa y le dijo que le cobrara a él.

– A tu salud, John -dijo Billy sorprendido por la invitación-. ¿Qué tal?

– Ayer estuve en Los Saltos. ¿Es cierto que tú eres de allí?

– Sí, allí nací, pero hace años que no voy.

– Entonces, ¿no conoces a los Balfour?

Billy negó con la cabeza.

– Yo ya estaba estudiando cuando ellos fueron a vivir al pueblo. Gracias, Margaret. A tu salud, John.

Rebus pagó y alzó su cerveza viendo cómo Billy vaciaba media jarra de tres sorbos.

– Dios, ahora me siento mejor.

– ¿Hay mucho trabajo? -preguntó Rebus.

– Lo normal. ¿Así que investigas el caso Balfour?

– Yo y toda la policía de Edimburgo.

– ¿Qué te ha parecido Los Saltos?

– Es pequeño.

Billy sonrió y sacó del bolsillo un librillo de papel y tabaco.

– Pero ha cambiado desde que yo vivía allí.

– ¿Tú vivías en Meadowside?

– ¿Cómo lo sabías? -preguntó Billy encendiendo el pitillo.

– Lo he adivinado.

– Soy hijo de minero. Mi abuelo trabajó toda su vida en la mina y mi padre también siguió sus pasos pero se quedó en el paro.

– Yo también me crié en un pueblo minero -reveló Rebus.

– Pues ya sabes lo que sucede cuando cierran la mina. Hasta ese momento, Meadowside estaba bien -dijo Billy mirando el botellero y recordando su niñez.

– Pues allí sigue -repuso Rebus.

– Ah, sí, pero ya no es lo mismo…, no puede serlo. Recuerdo a las mujeres limpiando la escalinata para dejarla como los chorros del oro, y a los hombres arreglando el jardín y acercándose a la casa del vecino a charlar o a pedir algo. -Hizo una pausa y pidió otra ronda-. Según me han dicho, ahora todos son yuppies. Los del pueblo no pueden aspirar más que a una vivienda en Meadowside y la gente joven se marcha, igual que lo hice yo. ¿Te hablaron de la cantera?

Rebus negó con la cabeza para que siguiera hablando.

– Hará cosa de tres años se habló de abrir una cantera en las afueras del pueblo. Puestos de trabajo y todo eso; pero cuando fueron a cursar la solicitud de autorización no la había firmado nadie de Meadowside, o no se la habían dado a firmar a nadie de allí. Total, que la cantera no se abrió. Y a partir de ahí comenzó la invasión de yuppies.

– ¿Los yuppies?

– O como se los llame ahora. Gente influyente. Tal vez el señor Balfour tenga algo que ver, por lo que yo sé. Los Saltos… -añadió negando con la cabeza-; ya no es lo que era, John. -Apuró el cigarrillo y lo apagó en el cenicero. De pronto añadió-: A ti te gusta la música, ¿no?

– Depende.

– Lou Reed va a tocar en el Playhouse y tengo dos entradas.

– Lo pensaré, Billy. ¿Te da tiempo a tomar otra?

El cocinero volvió a consultar el reloj.

– Tengo que irme. Otro día, ¿de acuerdo?

– Otro día -contestó Rebus.

– Y dime algo de las entradas.

Rebus asintió con la cabeza y contempló a Billy abrir la puerta y perderse en la noche. Lou Reed era un nombre del pasado. Walk on the Wild Side era una de las canciones preferidas de Rebus; tocaba el bajo el mismo que compuso Grandad para aquel actor de televisión en Dad's Army. A veces tenía exceso de información.

– ¿Otra, John? -preguntó la camarera.

Rebus dijo que no.

– Me llama la mala vida -añadió bajándose del taburete y yendo hacia la puerta.

Capítulo 5

El sábado fue al partido de fútbol con Siobhan. El sol bañaba el estadio de Easter Road y proyectaba la larga sombra de los jugadores sobre el terreno. Durante un rato, Rebus estuvo siguiendo aquel baile de sombras irreal, como de marionetas, más que el juego mismo. Easter Road estaba lleno, como sucedía siempre que jugaban dos equipos locales o que uno de ellos jugaba contra el Glasgow. Aquel día era el Rangers y Siobhan tenía abono. Rebus estaba en el asiento de al lado gracias a la entrada que le había cedido otro socio que no pudo utilizarla.

– ¿Es un amigo tuyo? -preguntó Rebus.

– He coincidido con él un par de veces en el pub después del partido.

– ¿Es un buen chico?

– Es un buen chico casado -replicó ella riendo-. ¿Cuándo vas a dejar de intentar casarme?

– Era una simple pregunta -respondió él con sonrisa burlona.

Vio que había cámaras de televisión transmitiendo el encuentro y que enfocaban casi todo el tiempo a los jugadores y sólo al público en algún barrido o a gente comiendo un bocadillo entre los dos tiempos; pero a él eran los hinchas los que realmente le interesaban. Se preguntaba qué experiencias podrían contar, qué tipo de vida llevarían, y no era el único, pues en torno a él había gente que se interesaba más por las payasadas de los espectadores que por el juego en sí. Siobhan, por el contrario, con los puños apretados sujetaba los extremos de su bufanda de hincha y se concentraba en el juego del mismo modo que lo hacía en las tareas policiales; gritaba a los jugadores y protestaba por las intervenciones del árbitro igual que otros aficionados cercanos a ella. El que Rebus tenía a su lado reaccionaba con igual fervor. Era un hombre gordo, con el rostro congestionado y lleno de sudor; Rebus temió que estuviera al borde del infarto. Lo oía farfullar en voz baja, y subir de tono, hasta lanzar un alarido final, tras el cual miraba a su alrededor sonriendo avergonzado; y vuelta a empezar.