– Tranquilo…, tranquilo, hijo -decía ahora a uno de los jugadores.
– ¿Hay alguna novedad en tu investigación sobre el caso? -preguntó Rebus a Siobhan.
– Hoy es día de fiesta, John -respondió ella sin apartar la vista del terreno de juego.
– Ya lo sé, sólo te lo preguntaba…
– Tranquilo…, así, despacio, hijo, sigue, sigue -decía el gordo aferrado al respaldo del asiento de delante.
– Podemos tomar una copa después -propuso Siobhan.
– Eso por descontado -respondió Rebus.
– ¡Eso es, hijo, muy bien! -exclamó el gordo casi bramando.
Rebus cogió otro cigarrillo. Era un día resplandeciente, pero no hacía calor y soplaba viento del mar del Norte, que impedía el vuelo reposado de las gaviotas.
– ¡Vamos! ¡Dale! -gritó el hombre-. ¡Vamos! ¡Éntrale a ese bárbaro!
Tras lo cual miró a su alrededor sonriendo avergonzado. Rebus encendió el pitillo y ofreció uno al hombre, quien rehusó con un movimiento de cabeza.
– Gritando me relajo, ¿sabe?
– Se relajará, amigo… -replicó Rebus, pero lo que siguió quedó ahogado por los gritos de protesta de Siobhan y de miles de espectadores puestos en pie para manifestar su criterio respecto a una falta que había pasado desapercibida tanto a Rebus como al árbitro.
El pub al que solían ir estaba a rebosar, pero no dejaba de entrar más público. Rebus echó un vistazo y sugirió ir a otro.
– Andando tardamos cinco minutos y estará más tranquilo.
– De acuerdo -dijo ella en tono de decepción porque la copa de después del partido era el pretexto para hablar de él y comentarlo entre aficionados, pero sabía que Rebus en ese terreno no se lucía mucho.
– Y quítate esa bufanda -ordenó él autoritario- que nunca se sabe si se tropieza uno con un hincha del Glasgow.
– Aquí no -replicó ella.
Y no andaba equivocada. Fuera del estadio, las fuerzas de policía eran numerosas y canalizaban prudentemente a los seguidores del Hibs por Easter Road y a los del Glasgow hacia los autobuses y la estación. Rebus tomó la delantera y atajaron por Lorne Street para llegar a Leith Walk, donde la gente que había salido de compras volvía cansada a sus casas. El pub que Rebus había elegido era un local anodino con ventanas de vidrios biselados y alfombra color sangre de toro llena de quemaduras de cigarrillo y manchas de chicle. En el televisor sonó un aplauso de concurso al tiempo que unos viejos en un rincón proferían palabrotas cada vez más gordas.
– Eres único invitando a una dama -protestó Siobhan.
– ¿No le apetece a la dama un Bacardi Breezer o quizás un Moscow Mule?
– Tomaré una caña -replicó Siobhan.
Rebus pidió para él una caña de Eighty con un whisky. Mientras se sentaban, Siobhan dijo que era evidente que él conocía los bares más horrendos de Edimburgo.
– Gracias -contestó él sin el menor asomo de ofensa-. Bien -añadió alzando la cerveza-, ¿qué dice el ordenador de Philippa Balfour?
– Hay un juego en el que ella participaba del que no sé gran cosa. Lo dirige un tal Programador, con quien he contactado.
– ¿Y qué?
– Pues estoy esperando a que me conteste -dijo ella con un suspiro-. De momento le he enviado diez mensajes y nada.
– ¿No se le puede localizar de otro modo?
– Que yo sepa, no.
– ¿Cómo es el juego?
– No tengo la menor idea -respondió ella dando un sorbo a la cerveza-. A Gill le parece que es una pista que no lleva a ninguna parte y me ha encargado que haga interrogatorios a estudiantes.
– Será porque tú has ido a la universidad.
– Ya lo sé. Si Gill tiene algún defecto es el de tomarse las cosas al pie de la letra.
– Pues ella de ti habla muy bien -dijo Rebus enarcando una ceja y ganándose un puñetazo en el brazo.
– Me ha ofrecido el cargo de enlace de prensa -añadió Siobhan cambiando de expresión y cogiendo la cerveza.
– Me lo imaginaba. ¿Vas a aceptarlo? -Siobhan negó con la cabeza-. ¿Por lo que sucedió con Ellen Wylie?
– No exactamente.
– ¿Por qué, entonces?
Siobhan se encogió de hombros.
– Tal vez no esté preparada para ello.
– Estás preparada -dijo Rebus.
– Si lo miras bien, no es trabajo policial, ¿no te parece?
– Pero es un ascenso, Siobhan.
– Lo sé -añadió ella mirando la cerveza.
– ¿Quién va a ocupar el puesto mientras tanto?
– Creo que Gill -respondió ella haciendo una pausa-. Encontraremos el cadáver de Flip, ¿verdad?
– Tal vez.
– ¿Tú crees que sigue viva? -inquirió mirándolo.
– No -respondió él con aire sombrío.
Aquella noche después de ir a unos cuantos bares más, cercanos a su casa primero, tomó un taxi al salir de Swany's para ir a Young Street. Iba a encender un cigarrillo cuando vio el letrero de «Prohibido fumar», al tiempo que el taxista le reprendía.
«Vaya policía que soy», se dijo. Había pasado el mayor tiempo posible fuera del piso porque los electricistas habían dejado la instalación el viernes a las cinco con la mitad de las tablas del suelo levantadas, cables por todas partes, el rodapié arrancado y las herramientas sin recoger porque, al saber que era policía, dijeron que «allí estaban seguras». Hablaron de volver tal vez el sábado por la mañana, pero no habían aparecido. Ese era el panorama que le esperaba el fin de semana: tropezones con tablas y rollos de cable. Por eso había desayunado en una cafetería y almorzado en un pub, y ahora le asaltaban deseos inconfesados de cenar unas asaduras de cordero y avena con salchicha ahumada de guarnición. Pero primero pasaría por el Bar Oxford.
Había preguntado a Siobhan qué planes tenía.
– Darme un baño caliente y leer un buen libro -respondió ella.
Pero era mentira. Lo sabía porque Grant Hood no se había recatado de decir a media comisaría que había quedado con él en recompensa por haberle prestado el portátil. A Rebus no le parecía mal que ella no quisiera decírselo, pero como estaba al corriente no se molestó en tentarla con una cena india o una invitación al cine. Sólo cuando se despidieron en la puerta de un pub de Leith Walk se le ocurrió pensar que quizás había sido una falta de cortesía por su parte. Si ninguno de los dos tenía planes para un sábado por la noche, ¿no habría sido lo más lógico que él le propusiese ir a algún sitio? ¿Estaría ofendida?
«La vida es corta», se dijo mientras pagaba el taxi y, al entrar en el pub y ver las mismas caras de siempre, siguió pensando igual. Pidió a Harry, el de la barra, el listín telefónico.
– Allí está -dijo Harry, tan atento como de costumbre.
Lo hojeó sin lograr encontrar el número que quería, pero recordó que le había dado su tarjeta de visita. La llevaba en el bolsillo y recordó que ella misma había añadido a lápiz el teléfono de su casa. Salió a la calle y sacó el móvil. Estaba seguro de que no le había visto anillo de casada. Sonaba el timbre del teléfono, pero no lo cogían. Un sábado por la noche, lo más probable…
– Diga.
– ¿Señorita Burchill? Soy John Rebus. Perdone que llame un sábado tan tarde…
– No tiene importancia. ¿Sucede algo?
– No, no…, es que había pensado si podríamos vernos. Me tiene intrigado eso que mencionó sobre otras muñecas.
Ella se echó a reír.
– ¿Quiere que nos veamos «ahora»?
– Bueno, más bien pensaba en mañana. Ya sé que es el día de descanso, pero podemos combinar trabajo y placer -dijo con una mueca de arrepentimiento por sus palabras. Habría debido pensar antes lo que iba a decirle y el modo.