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– ¿De qué manera? -replicó ella risueña. Se oía de fondo música clásica.

– ¿Con un almuerzo?

– ¿Dónde?

Eso, dónde. Ya ni recordaba la última vez que había invitado a alguien a comer. Lo ideal sería un lugar impactante, un sitio…

– ¿No es usted de los que gustan de una buena fritura en domingo? -dijo ella como si hubiese notado su inquietud y quisiera ayudarlo.

– ¿Tanto se me nota?

– Ni mucho menos, pero usted es un auténtico escocés, mientras que a mí, por el contrario, me gustan las cosas sencillas, frescas y saludables.

Rebus se echó a reír.

– Me viene a la cabeza la palabra «incompatible» -dijo.

– Quizá no. ¿Dónde vive?

– En Marchmont.

– Pues vayamos a Fenwick's, que es perfecto -propuso ella.

– Estupendo -añadió él-. ¿A las doce y media?

– Iré con mucha ilusión. Buenas noches, inspector.

– Espero que no se pase el almuerzo llamándome inspector.

En el largo silencio que siguió, Rebus tuvo el convencimiento de que sonreía.

– Hasta mañana, John.

– Que pase bien el resto de…

Pero habían cortado. Volvió al pub y cogió otra vez el listín. Sí, allí estaba: Fenwick's, en Salisbury Place, a menos de veinte minutos andando desde su casa; seguro que había pasado más de diez veces por allí en coche. Era un restaurante situado a unos cincuenta metros del lugar del accidente de Sammy y a unos cincuenta metros del sitio en que un asesino casi le da una puñalada. Al día siguiente procuraría desechar esos recuerdos.

– Otra, Harry -dijo alzándose sobre la punta de los pies.

– Espere su turno como los demás -gruñó Harry.

Pero a él no le importo lo más mínimo.

* * *

Llegó diez minutos antes y ella entró cinco minutos más tarde, lo que era también pronto.

– Está muy bien este restaurante -dijo él.

– ¿Verdad que sí?

Llevaba un conjunto negro de chaqueta y pantalón con blusa gris de seda y un broche rojo brillante sobre el pecho izquierdo.

– ¿Vive cerca de aquí? -preguntó él.

– No, precisamente. En Portobello.

– ¡Pero si eso está lejísimos! Debería haberlo dicho.

– ¿Por qué? Me gusta este restaurante.

– ¿Come a menudo fuera de casa? -preguntó Rebus sin acabar de entender que hubiese ido hasta el centro de Edimburgo a comer.

– Siempre que puedo. Una de las ventajas de mi licenciatura es que cuando reservo mesa lo hago a nombre de doctora Burchill.

Rebus miró el comedor y vio que sólo había una mesa ocupada, por una familia, a juzgar por los dos niños y los seis adultos.

– Hoy no me he molestado en reservar porque a la hora del almuerzo hay poca gente. ¿Qué vamos a comer?

Rebus pensó en un entrante y un segundo plato pero, como ella sabía ya que lo que él realmente quería era fritura, fue eso lo que pidió. Ella optó por sopa y pato. Ambos añadieron, al unísono, café.

– Un buen desayuno-almuerzo. Muy de domingo -opinó ella.

Rebus no pudo por menos de darle la razón. Ella le dijo que fumase si quería, pero él se abstuvo. En la mesa del ágape familiar vio tres fumadores, afortunadamente a él no le acuciaban las ganas.

Empezaron hablando de Gill Templer para tantearse y ella planteó preguntas acertadas y agudas.

– Gill puede ser excesivamente enérgica, ¿no le parece?

– Ella hace lo que debe.

– Tuvieron los dos una historia hace tiempo, ¿verdad?

– ¿Se lo ha dicho Gill? -preguntó él sorprendido.

– No -contestó ella alisando la servilleta en el regazo-, pero me lo imaginé por la manera en que solía hablar de usted.

– ¿Solía?

– De eso hace ya tiempo, ¿no? -preguntó ella sonriendo.

– Pertenece casi a la prehistoria -contestó Rebus-. ¿Y usted?

– Espero que no me considere tan prehistórica.

Rebus sonrió.

– En absoluto, pero cuénteme algo de su vida.

– Nací en Elgin, mis padres eran maestros, fui a la Universidad de Glasgow y, como se me daba bien la arqueología, me doctoré en la Universidad de Durham y después hice estudios posdoctorales en Estados Unidos y Canadá sobre emigraciones del siglo diecinueve. Conseguí un empleo de conservadora en Vancouver y volví aquí en cuanto surgió una oportunidad. En el antiguo museo trabajé casi doce años y ahora estoy en el nuevo. A grandes rasgos -dijo encogiéndose de hombros.

– ¿Cómo conoció a Gill?

– Fuimos juntas al colegio un par de años y éramos muy amigas, pero perdimos el contacto.

– ¿No ha estado casada?

– Sí, lo estuve, en Canadá -respondió ella bajando la vista al plato-. Él murió joven.

– Lo siento.

– Bill se mató bebiendo, aunque sus padres se negaron a admitirlo. Supongo que volví a Escocia por eso.

– ¿Porque él murió?

Ella negó despacio con la cabeza.

– Si me hubiera quedado habría tenido que amoldarme a la mentira que ellos se empeñaban en creer.

Rebus creyó entenderla.

– Usted tiene una hija, ¿verdad? -preguntó ella para cambiar de tema.

– Sí, se llama Samantha y ahora… tiene veintitantos años.

– ¿No sabe su edad exacta? -preguntó ella echándose a reír.

Rebus esbozó una sonrisa.

– No, es que iba a decir que ahora está inválida, pero me lo callaba por delicadeza.

– Oh -exclamó ella simplemente, y lo miró-. Pero para usted es importante, de otro modo no habría sido lo primero que pensó.

– Es cierto. Bueno, ahora ya vuelve a caminar con uno de esos andadores para ancianos.

– Estupendo -dijo ella.

Rebus asintió con la cabeza. No pensaba explicarle la historia, pero comprendió que ella tampoco iba a preguntarle.

– ¿Qué tal la sopa?

– Está muy buena.

Estuvieron en silencio un par de minutos y a continuación ella le preguntó por su trabajo de policía. Le hacía ahora preguntas como las que se dirigen a una persona a quien se acaba de conocer. A Rebus solía resultarle incómodo hablar de su trabajo, porque no estaba seguro de que a la gente le interesara realmente; y aunque sucediera lo contrario, sabía que no les agradaba escuchar la versión completa: suicidios y autopsias; viles rencores y rencillas que llevaban a la gente a la cárcel; puñaladas al cónyuge; actos lamentables del sábado por la noche; matones profesionales y drogadictos. Siempre le invadía el temor de que cuando hablaba de ello su voz traicionara la pasión que sentía por la profesión. No es que él no se cuestionara muchas veces los métodos y los resultados, pero la verdad era que su trabajo le gustaba. Tenía la impresión de que una persona como Jean Burchill se percataría de ello y le serviría de clave para la lectura de otros detalles de su personalidad. Comprendería que su pasión por el trabajo era fundamentalmente voyeurista y cobarde, enfocada a las minucias de la vida de otras personas, de sus problemas, por eludir el análisis de sus propios defectos y fallos.

– ¿Se lo piensa fumar o no? -preguntó Jean risueña.

Rebus bajó la vista y vio que tenía un cigarrillo en la mano. Se echó a reír, sacó el paquete del bolsillo y volvió a guardarlo en él.

– En serio que no me importa que fume.

– Lo he hecho sin darme cuenta -dijo él, y para ocultar su turbación añadió-: Iba a explicarme lo de las otras muñecas.

– Cuando hayamos terminado -replicó ella con firmeza.

Cuando terminaron, Jean pidió la cuenta; la pagaron a medias y salieron del restaurante. El sol de la tarde se esforzaba por aminorar el frío.

– Demos un paseo -dijo ella de pronto, cogiéndolo del brazo.

– ¿Por dónde?

– ¿Por los Meadows? -sugirió ella.

Y hacia los Meadows fueron.

El sol había atraído a la gente hacia el terreno de juego bordeado de árboles. Mientras algunos lanzaban discos voladores, por su lado pasaba gente corriendo y en bicicleta, había jóvenes tumbados en el césped en camiseta y con latas de sidra. Jean lo ilustró sobre la historia del lugar.