– Paciencia, amigo, que hay más que esperan -musitó dando la espalda al espejo para desvestirse.
La fiesta de jubilación del comisario Granjero Watson comenzó a las seis. Era en realidad la tercera o cuarta fiesta, pero la última con carácter oficial. Habían adornado el Club de la Policía en Leith Walk con serpentinas, globos y una gran pancarta que decía: del arresto a un retiro bien merecido. En la pista de baile habían echado paja, completando la ambientación de una granja con un cerdo y una oveja hinchables. El bar estaba concurridísimo cuando llegó Rebus, quien en la entrada se cruzó con tres jefazos de la central que se iban. Miró el reloj y vio que eran las siete menos veinte. Habían concedido al jubilado cuarenta minutos de su precioso tiempo.
Por la mañana había tenido lugar una presentación en Saint Leonard a la que él no había asistido porque tenía servicio de vigilancia en el piso de la desaparecida, pero le habían explicado el discurso del ayudante del jefe de policía, Colin Carswell, y que otros oficiales de diversos destinos anteriores de Watson, algunos también retirados, habían pronunciado unas palabras. Estos eran los que se habían quedado para los festejos de la tarde y, por lo visto, se la habían pasado bebiendo a juzgar por las corbatas torcidas o ausentes y los rostros encendidos. Uno de ellos cantaba a voz en grito compitiendo con la música de los altavoces del techo.
– ¿Qué quiere tomar, John? -dijo Watson levantándose de la mesa para acercarse a Rebus, que había ido a la barra.
– Tal vez medio whisky, señor.
– ¡Sirva aquí media botella de whisky cuando pueda! -vociferó Watson al camarero que llenaba jarras de cerveza. Entornó los ojos y miró a Rebus-. ¿Ha visto a esos cabrones de la central?
– Me los he cruzado al entrar.
– Se han tomado un zumo de naranja, luego un simple apretón de manos y adiós. -Watson se esforzaba en no arrastrar las palabras para que no se le trabase la lengua y vocalizaba exageradamente-. Nunca había entendido del todo la expresión de «escoceses de pega», pero eso es lo que eran aquellos tipos.
Rebus sonrió y pidió al camarero que le sirviese un Ardbeg.
– Pero que sea un buen doble -ordenó Watson.
– Ha estado poniéndose a gusto, ¿eh, señor? -preguntó Rebus.
– Han venido unos antiguos compañeros a despedirme -dijo Watson dando un fuerte resoplido y asintiendo con la cabeza en dirección a la mesa.
Rebus miró hacia allí a su vez y vio a un grupo de beodos.
Más atrás había un buffet dispuesto sobre unas mesas con sandwiches, panecillos con salchichas, patatas fritas y cacahuetes. Vio caras conocidas de la jefatura regional de Lothian y Borders. Macari, Allder, Shug Davidson y Roy Frazer. Bill Pryde charlaba con Bobby Hogan, y Grant Hood estaba junto a Claverhouse y Ormiston, de la Brigada Criminal, tratando de aparentar que no le interesaba de qué hablaban. George Hi-Ho Silvers comenzaba a darse cuenta de la inutilidad de sus intentos de ligue con las agentes Phyllida Hawes y Ellen Wylie. Jane Barbour, de la central, charlaba con Siobhan Clarke, que había estado destinada un tiempo a sus órdenes en la Unidad de Delitos Sexuales.
– Si lo supieran los delincuentes harían su agosto -dijo Rebus-. ¿Quién hay en la comisaría?
– Sí, en Saint Leonard se han quedado en cuadro -contestó Watson echándose a reír.
– Ha venido mucha gente. No creo que haya tanta cuando yo me jubile.
– Me apostaría algo a que acudirá más -dijo Watson inclinándose-. Los primeros, los jefazos para asegurarse de que no es un sueño.
Rebus sonrió. Alzó el vaso y brindó por su jefe. Saborearon el whisky y Watson se pasó la lengua por los labios.
– ¿Cuándo va a ser eso? -preguntó.
Rebus se encogió de hombros.
– Aún no llevo treinta años en el cuerpo.
– Poco le faltará, ¿no?
– Ni idea.
Pero mentía, porque casi todas las semanas pensaba que con treinta años de servicio tendría derecho a jubilarse con la pensión máxima, el ansiado objetivo de casi todos los policías: retirarse a los cincuenta en un chalecito junto al mar.
– Le voy a explicar una historia que no suelo contar -dijo Watson-. Mi primera semana en el cuerpo, estaba yo de servicio en el turno de noche, en el mostrador de atención al público, cuando entró un chaval, no tendría ni trece años, que fue directamente a mí. «He roto a mi hermanita», dijo. -Watson miraba al vacío-. Parece que le estoy viendo decirlo… «He roto a mi hermanita.» Yo no sabía qué quería decir, pero resultó que la había empujado por la escalera y la había matado. -Hizo una pausa y bebió un trago de whisky-. Eso en mi primera semana en el cuerpo. ¿Sabe lo que me dijo el sargento? «La cosa irá a mejor.» -Watson forzó una sonrisa-. Nunca he estado muy seguro de que tuviese razón… -Alzó de pronto los brazos y sonrió abiertamente-. ¡Ah, por fin! ¡Aquí está! Pensaba que me daba plantón.
Dio un abrazo asfixiante a la comisaria jefa Gill Templer secundado por un beso en ambas mejillas.
– No me diga que viene a animar la velada con el espectáculo de su persona… Perdone el lenguaje sexista -añadió haciendo amago de darse un palmetazo en la frente-. ¿Va a denunciarme?
– Lo dejaré pasar por esta vez -respondió Gill Templer- a cambio de una copa.
– Pago yo la ronda -dijo Rebus-. ¿Qué tomas?
– Un vodka largo.
Bobby Hogan llamó a voces a Watson para que zanjara una discusión.
– El deber me llama -se excusó Watson para dirigirse a la mesa con paso tambaleante.
– ¿Es su numerito? -aventuró Gill Templer.
Rebus se encogió de hombros. La especialidad de Watson era recitar de carrerilla los libros del Antiguo y Nuevo Testamento y su récord era menos de un minuto; en aquella ocasión seguro que no iba a ser menos.
– Un vodka largo -dijo Rebus al camarero de la barra-. Y otros dos de éstos -añadió alzando el vaso-. Uno es para Watson -aclaró al ver la mirada de Gill.
– Por supuesto -dijo ella con sonrisa de compromiso.
– ¿Tienes ya fecha para tu fiesta? -preguntó Rebus.
– ¿Cuál?
– La primera comisaria de la policía escocesa…, creo que merece una fiesta, ¿no?
– Me tomaré un zumo cuando me lo digan. -Vio que el camarero echaba un chorrito de angostura en su vaso-. ¿Qué tal el caso Balfour?
– ¿Es mi nueva jefa quien lo pregunta? -replicó Rebus mirándola.
– John…
Era curioso cuánto podía expresar una sola palabra. Rebus no acababa de captar todos los matices, pero sí los suficientes.
«John, no insistas.»
«John, sé que hay una historia entre nosotros, pero de eso hace mucho tiempo.»
Gill Templer se había roto los cuernos por llegar a ocupar aquel cargo, pero sabía que, en cualquier caso, iban a fiscalizarla al máximo porque había muchos que se alegrarían de un fracaso por su parte, y entre ellos algunos que ella habría calificado de amigos.
Rebus asintió con la cabeza, pagó las bebidas y echó el resto del whisky en el nuevo vaso.
– Para que no beba más -dijo señalando con la cabeza a Watson, que ya recitaba los libros del Nuevo Testamento.
– Tú siempre sacrificándote por los demás -soltó Gill Templer.
Watson concluyó su retahíla y se oyó una ovación. Alguien contó que era un nuevo récord, pero Rebus sabía que no, era sólo un cumplido protocolario como el reloj de oro de pulsera o de sobremesa. El whisky sabía a algas y a turba, y estaba convencido de que a partir de entonces, cuando bebiera Ardbeg, pensaría en aquel niño entrando en la comisaría…