– Si tuvieran visillos no se podría curiosear dentro y ver lo que uno se pierde.
Rebus aguantó el humo y lo expulsó por la nariz.
– La idea que yo me hacía de joven de la ciudad nueva era la de un barrio disoluto, con caftanes, hachís, fiestas y maleantes.
– Ahora ya no queda espacio para eso -dijo Hawes-. ¿Dónde vive usted?
– En Marchmont -respondió Rebus-. ¿Y usted?
– En Livingston. En aquel entonces no podía aspirar a más.
– Yo compré mi piso hace nueve años, cuando en casa entraban dos sueldos…
– No tiene por qué justificarse -dijo ella mirándolo.
– Lo que quiero decir es que en aquel entonces los precios no eran tan astronómicos.
Procuraba hablar sin soliviantarse, le había afectado la reunión con Gill y la broma que le había gastado, y haber fastidiado la vigilancia de Costello con su visita intempestiva al piso. Era posible que hubiera llegado el momento de hablar con alguien sobre lo de la bebida. Tiró la colilla en la calzada de piedras rectangulares brillantes que llamaban losetas; cuando llegó a Edimburgo, había cometido el error de llamarlas adoquines hasta que alguien le corrigió.
– En la próxima visita -dijo-, si nos ofrecen té, lo aceptamos.
Hawes asintió con la cabeza. Debía de tener treinta y tantos años o poco más de cuarenta y llevaba el pelo castaño largo hasta los hombros. Su cara era pecosa y regordeta, como si conservase el rostro de su infancia, y vestía un traje gris de chaqueta y pantalón con blusa esmeralda cerrada al cuello con un broche celta de plata. Rebus se la imaginó en el corro de una danza tradicional escocesa dando vueltas con la misma mirada de concentración que adoptaba en su trabajo.
Pasado el portal lujoso, bajando una escalinata curvilínea, estaba el «piso con jardín», así llamado porque le correspondía el jardín trasero de la casa. Las losas de piedra a lo largo de la fachada estaban cubiertas con macetas de flores. Tenía dos ventanas y otras dos a ras del suelo, indicio de que había un sótano al que debían de dar acceso dos puertas de madera que había frente a la puerta de entrada. Aunque ya las habían comprobado, Rebus trató de abrirlas, pero estaban cerradas con llave. Hawes miró sus anotaciones.
– Ya estuvieron aquí Grant Hood y George Silvers -reveló.
– Pero ¿cómo estaban las puertas, cerradas o abiertas?
– Se las abrí yo -dijo una voz a sus espaldas. Al volverse vieron a una anciana en el umbral de la puerta del piso-. ¿Quieren la llave?
– Sí, por favor, señora -contestó Phyllida Hawes.
La mujer entró en el piso y Hawes se volvió hacia Rebus haciéndole señal de que aquello era perder el tiempo, pero él levantó los dos pulgares.
El piso de la señora Jardine era como un museo de cretonas, cachivaches y figuritas de porcelana. El cubresofá de croché era una labor de dos semanas cuando menos. La anciana se disculpó por las latas y cazuelas que tenía en el suelo del invernadero diciéndoles que no terminaban nunca de arreglar el tejadillo. Rebus sugirió tomar allí mismo el té porque en el cuarto de estar cada vez que hacía un movimiento temía volcar algún adorno; pero en cuanto empezó a llover, la conversación fue amenizada con el concierto de las goteras, y las salpicaduras de la cazuela más cercana amenazaban con empapar a Rebus como si hubiese estado en la calle.
– Yo no conocía a la mocita -dijo la señora Jardine como entristecida-. Quizá si saliera algo más la habría visto alguna vez.
– Tiene usted un jardín muy bien cuidado -dijo Hawes mirando por los cristales.
Era decir poco porque el jardín alargado y estrecho era un césped impecable con flores a uno y otro lado del camino que lo surcaba.
– Gracias a mi jardinero -aclaró la anciana.
Hawes miró las notas del interrogatorio anterior: Silvers y Hood no habían anotado nada a propósito de un jardinero.
– ¿Cómo se llama su jardinero, señora Jardine? -preguntó Rebus con toda naturalidad en tono cortés; pese a ello, la anciana lo miró preocupada. Él le ofreció una de sus propias magdalenas caseras con una sonrisa-. Es que tal vez yo necesite un jardinero -mintió.
Lo último que hicieron fue mirar en los sótanos; uno de ellos alojaba un viejo depósito de agua caliente y el otro estaba vacío y lleno de humedad. Se despidieron de la anciana, dándole las gracias por el té.
– Algunos tienen suerte -dijo Grant Hood, que los esperaba en la calle con el cuello de la gabardina subido para protegerse de la lluvia-. A nosotros, de momento, no nos han dado ni la hora.
Lo acompañaba Distante Daniels, a quien Rebus saludó con una inclinación de cabeza.
– Qué, Tommy, ¿haciendo doble turno?
Daniels se encogió de hombros.
– Se lo he cambiado a un compañero -respondió tratando de contener un bostezo.
– No haces bien tu trabajo -dijo Hawes a Hood dando unos golpecitos en el bloc de notas.
– ¿Qué?
– La anciana tiene un jardinero -añadió Rebus.
– Ahora íbamos a hablar con los de la basura -dijo Hood.
– Ya hemos hablado nosotros -reveló Hawes-. Y hemos mirado también en los cubos de la basura.
Uno y otro se miraron como dispuestos a enfrentarse y Rebus pensó en mediar, pero él era de Saint Leonard, igual que Hood, y habría tenido que apoyarlo; en vez de hacerlo, optó por encender un cigarrillo. A Hood se le habían subido los colores. Era un agente del mismo rango que Hawes, aunque ella tenía más años de servicio, y él, aunque sabía que a veces con los veteranos era inútil discutir, no estaba dispuesto a callarse.
– Esto no ayuda en nada a Philippa Balfour -dijo en último extremo Daniels cortando la discusión.
– Bien dicho, hijo -añadió Rebus.
Era cierto. Las investigaciones laboriosas hacían que uno perdiera la perspectiva de lo esencial; te convertías en una ruedecita de la máquina y te volvías exigente para defender tu importancia. La propiedad de las sillas es una polémica fácil, algo que podía resolverse con rapidez, a diferencia del caso en sí, que crecía en proporción geométrica y hacía que uno se fuera empequeñeciendo hasta perder la perspectiva de lo fundamental, lo que el mentor de Rebus, Lawson Geddes, denominaba «lo determinante», es decir, que una o varias personas esperaban ayuda de ti y había un delito que resolver para enviar al culpable ante la justicia. Convenía recordarlo a veces.
Se separaron amigablemente; Hood anotó los datos del jardinero y prometió hablar con él. No tenían más remedio que volver a subir escaleras. Habían estado casi media hora en casa de la anciana, y los cálculos de Hawes dejaban bien patente esa otra verdad de que las indagaciones devoran tiempo; los días parecían volar sin que uno pudiera demostrar a qué se habían dedicado las horas, como si no se justificase el cansancio y sólo quedase la certeza de la frustración de algo sin terminar.
Llamaron a otros dos pisos en la planta baja, en donde no había nadie, y a continuación, en la primera, les abrió la puerta alguien que Rebus conocía pero no acababa de situar.
– Estamos indagando sobre la desaparición de Philippa Balfour -dijo Hawes-. Creo que ya han hablado con usted dos colegas nuestros, pero nosotros hacemos el seguimiento.
– Sí, naturalmente -concedió el hombre abriendo más la puerta negra reluciente y mirando sonriente a Rebus-. Usted no recuerda de qué me conoce, pero yo sí. Siempre se recuerda a los novatos, ¿no? -añadió sonriendo aún más.
Los hizo pasar y, al presentarse como Donald Devlin, Rebus recordó quién era. En la primera autopsia a la que asistió cuando ingresó en Investigación Criminal, era Devlin quien hacía la disección, pues en aquella época era catedrático de Medicina Forense en la universidad y patólogo jefe de Edimburgo. Sandy Gates era su ayudante. Ahora el catedrático de Medicina Forense era Gates y su ayudante el doctor Curt. Vieron en las paredes del vestíbulo fotos enmarcadas del ex catedrático recibiendo diversos premios.