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– Más vale que me vaya -dijo-. Esta noche no soy muy buena compañía.

– ¿Quieres contármelo?

Él alzó la vista y sus miradas se encontraron. Jean se echó a reír con sorna.

– Perdona lo tonto de la pregunta. Como buen varón escocés, no querrás hablar de ello.

– No es eso, Jean. Es que… -Se encogió de hombros-. Tal vez no sea tan descabellado que vaya al médico.

Intentaba tomárselo a broma y ella no quiso insistir.

– Vámonos -dijo Jean-. De todos modos, hace un frío que pela.

Se alejaron cogidos del brazo.

Capítulo 12

El ayudante del jefe de policía, Colin Carswell, llegó a la comisaría de Gayfield Square aquella oscura mañana del martes dispuesto a hacer rodar cabezas.

John Balfour le había chillado y su abogado remató la faena con voz impasible y cortés en términos profesionales. Pero, pese a ello, Carswell estaba dolido. El gran jefe no quería saber nada; su posición, su inexpugnabilidad, tenían que quedar al margen a toda costa. Aquel embolado era de Carswell, quien ya había dedicado toda la tarde anterior a estudiarlo, pero era como si hubiese estado indagando, provisto de plumero y pinzas, en un escenario lleno de metralla y restos de cristales.

Los cerebros más preclaros de la fiscalía habían ponderado el problema llegando a la conclusión distanciada y objetiva, y no menos irritante (dándole a entender claramente que ni les iba ni les venía), de que había pocas posibilidades de impedir la publicación del artículo. En definitiva, no se podía demostrar que las muñecas ni el caso del estudiante alemán tuvieran nada que ver con el caso Balfour -casi todos los oficiales más veteranos de la policía coincidían en que era muy improbable la relación-, lo que haría difícil convencer a un juez de que la información de Holly podía ir en detrimento de la investigación si la publicaba un periódico.

Lo que querían saber Balfour y su abogado era por qué la policía no había juzgado oportuno compartir con ellos la historia de las muñecas y los datos sobre el estudiante alemán y el juego de Internet.

Lo que quería saber el jefe de la policía era qué pensaba hacer Carswell al respecto.

Y lo que Carswell quería era que rodaran cabezas.

Su coche oficial conducido por su acólito, el inspector jefe Derek Linford, se detuvo ante la comisaría llena de agentes del cuerpo. Todos cuantos habían intervenido o trabajaban en el caso Balfour -agentes de uniforme, agentes de Investigación Criminal e incluso el equipo forense de Howdenhall-, habían recibido «aviso» de acudir a aquella reunión y por ello la sala estaba atestada con un ambiente sofocante. La mañana comenzaba a vencer al aguanieve de la noche y, cuando Carswell pisó la calzada con la suela de cuero de sus zapatos, notó el frío húmedo.

– Ahí llega -dijo alguien al ver que Linford, tras abrirle la puerta, la cerraba y regresaba con un leve cojeo a su asiento del volante.

Se oyó un rumor de papeles al cerrar y esconder todos los periódicos sensacionalistas de idéntico titular abiertos por la misma página. La comisaria Templer, vestida como para un entierro y con ojeras, fue la primera en entrar en la sala. Musitó algo al oído del inspector jefe Bill Pryde, quien, asintiendo con la cabeza, cortó una esquina de una hoja de su bloc para envolver el chicle que no dejaba de mascar hacía media hora. Cuando entró Carswell, se produjo un movimiento con efecto dominó al cambiar todos inconscientemente de postura y comprobar su atuendo.

– ¿Están todos? -preguntó Carswell sin los protocolarios «buenos días» ni el «agradezco su presencia».

Templer comenzó a recitarle los nombres de los que estaban de baja por enfermedad y otras incidencias, mientras él asentía con la cabeza sin interés por el tema ni por la exactitud del número de ausentes.

– Hay un topo en el cuerpo -berreó Carswell tan alto que se le podía oír desde el pasillo, y a continuación asintió lentamente con la cabeza mirando al auditorio como si escudriñase individualmente a cada uno de los presentes. Al darse cuenta de que en la parte de atrás había gente a la que no alcanzaba su vista, avanzó por el pasillo por entre las mesas, obligando a retirarse para no rozarlo a quienes se habían apostado en él-. Un topo es siempre un bichito muy feo. Tiene poca vista, pero a veces posee zarpas muy codiciosas y odia la luz. -Tenía saliva en la comisura de los labios-. Yo vi en mi jardín un topo y eché veneno. Sí, ya sé que habrá quien piense que el topo no tiene la culpa, que él no sabe que está en el jardín de alguien, que los topos no saben que hacen daño; pero lo hacen, lo sepan o no. Y por eso hay que exterminarlos.

Hizo una pausa y volvió sobre sus pasos por el pasillo sin que se oyera una mosca. Derek Linford había entrado casi subrepticiamente quedándose en la puerta, desde donde trataba de localizar a John Rebus, con quien se había enemistado hacía poco.

La presencia de Linford fue como un acicate para Carswell, que giró sobre sus talones encarándose nuevamente con el auditorio.

– Quizás haya sido un error. Todos cometemos deslices; es inevitable. ¡Pero, por Dios bendito, es que se ha filtrado mucha información! -Otra pausa-. Quizás haya sido un chantaje -añadió encogiéndose de hombros-. Una persona como Steve Holly es peor que un topo dentro de la cadena evolutiva. Es fauna de charca; es la espuma que a veces se ve flotando en la superficie. -Agitó despacio una mano ante sí como apartando la porquería de la charca-. Él cree habernos enlodado, pero ¡ca! Todos sabemos muy bien que el juego aún no ha acabado. Formamos un equipo. ¡Es nuestra forma de trabajar! Y aquel al que no le guste siempre tiene la opción de ser trasladado a un puesto burocrático. Así de simple, señoras y caballeros. Hagan el favor de pensarlo. Y piensen en la víctima, en sus padres -prosiguió en voz más baja-. Piensen en la turbación que esto va a causarles. Por ellos es por quienes nos afanamos aquí día tras día; no por los lectores de periódicos ni por los escribas que les facilitan su papilla diaria.

No descarto que tengan algún motivo de agravio contra mí o contra alguna otra persona del equipo, pero ¿por qué demonios poner en evidencia a los padres, a los amigos que mañana van a asistir al entierro?; ¿por qué hacerles una cosa así a esas personas?

Dejó la pregunta en el aire, observando algunos rostros que se inclinaban avergonzados a medida que él los examinaba. Respiró profundamente y volvió a alzar la voz.

– Voy a descubrir a ese topo. No les quepa la menor duda. Que no espere que el señor Steve Holly lo vaya a proteger. A él le importa un bledo. Para seguir encubierto tendrá que darle más y más datos. Constantemente. Él no va a permitir así como así que ese topo se reintegre a la normalidad. Ya ha perdido la condición de persona; es un topo. Su topo. Y no volverá a dejarlo en paz ni permitirá que lo olvide.

Dirigió una mirada a Gill Templer, que estaba junto a la pared con los brazos cruzados observando el auditorio.

– Sé que esto puede parecerles una regañina de director de colegio, como cuando unos niños rompen una ventana o hacen una pintada en el cobertizo de las bicicletas. -Negó con la cabeza-. Les hablo a todos en este tono porque conviene que veamos claro lo que nos jugamos. Decir cosas no cuesta vidas, pero eso no significa que haya que irse de la lengua.

Hay que tener cuidado con lo que se dice y a quién se dice. Si el culpable quiere presentarse, magnífico. Puede hacerlo ahora mismo o después. Estaré aquí una hora aproximadamente y, de todos modos, puede encontrarme en mi despacho. De no ser así, ya sabe lo que se juega. Dejará de formar parte del equipo. Ya nunca estará en el bando de la policía sino en manos de un periodista mientras sirva a sus fines. -Hizo una pausa final que pareció durar una eternidad y durante la cual no se oyó ni una tos ni un carraspeo, y él deslizó las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza como mirándose los zapatos-. Comisaria Templer -añadió.