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– Pues ten en cuenta que Linford va adquiriendo poder y cualquier día será inspector jefe.

– ¿Sabes qué? Yo también voy adquiriendo fuerza.

Siobhan volvió la cabeza, lo miró y no dijo nada. Él la acompañó al vestíbulo y le abrió la puerta.

– ¿Sabes lo que dijo Ellen Wylie después de la reunión con Carswell? -preguntó Siobhan ya en el rellano de la escalera.

– ¿Qué?

– Nada. -Volvió a mirarlo con la mano apoyada en la barandilla-. Es raro. Yo me esperaba un discurso sobre tu complejo de mártir.

Al cerrar la puerta, Rebus aguardó en la entrada escuchando cómo se apagaban sus pasos. Después fue a la ventana del cuarto de estar y se asomó de puntillas para verla salir del edificio y oír el ruido del portal al cerrarse. Había ido a pedirle algo y él se lo había negado. ¿Cómo podría haberle hecho comprender que no quería traerle la desgracia como había sucedido con tantas personas que habían llegado a ser íntimas suyas en el pasado? ¿Cómo decirle que debía aprender por sí misma y no escarmentar en cabeza ajena, para ser de ese modo mejor poli y mejor persona?

Volvió al centro del cuarto. Aquel día, los fantasmas apenas comparecían, pero él los veía. Eran personas a las que había herido y que lo habían herido, gente que había muerto con angustia; muertes innecesarias. Aquello tocaba a su fin. Un par de semanas más y podría quizá librarse de ellos. Sabía que no iba a sonar el teléfono ni iba a acudir Ellen Wylie. Ellos dos se entendían de sobra para prescindir de semejante contacto. Tal vez algún día se sentaran los dos a hablar de ello, pero también podría darse el caso de que no volviera a hablarle. La había suplantado y ella, con su silencio, lo había consentido, se había dejado una vez más arrebatar el momento heroico. Se preguntaba si aún la tendría Steve Holly metida en el bolsillo y si sería un bolsillo muy profundo y muy negro.

Fue a la cocina y echó al fregadero el té de Siobhan y el resto del suyo. Se sirvió un dedo de whisky en un vaso limpio y cogió del armarito una botella de cerveza. En el cuarto de estar sacó del bolsillo el bolígrafo y el bloc de notas y apuntó la última clave lo mejor que supo.

* * *

Jean Burchill había estado ocupada toda la mañana con una serie de reuniones, incluido un acalorado debate sobre subvenciones que casi acabó de modo violento cuando un conservador del museo abandonó la reunión dando un portazo y a otro casi se le saltaron las lágrimas.

A la hora del almuerzo se encontraba agotada y la mala ventilación del despacho agravó su dolor de cabeza. Había otros dos mensajes de Steve Holly y estaba segura de que, si se quedaba para tomarse allí sentada un simple emparedado, sonaría otra vez el teléfono. Así que salió del museo con el alud de empleados que rompían su cautividad el tiempo justo de aguardar cola en la panadería para comprarse un panecillo relleno o una empanada. Escocia se había ganado un puesto privilegiado en la lista de enfermedades vasculares y afecciones dentales como consecuencia de la dieta nacional a base de grasas saturadas, sal y azúcar. Se preguntaba por qué los escoceses se habrían inclinado por la comida rápida, el chocolate, las patatas fritas y las bebidas gaseosas. ¿Sería el clima? ¿O era algo más profundo relacionado con el carácter? Decidió romper con la tendencia y compró fruta y un cartón de zumo de naranja y fue caminando hacia el centro por los puentes. Allí todo eran tiendas de ropa barata y de comida preparada, y colas de autobuses y camiones a la espera de cruzar el semáforo en la iglesia de la plaza del Mercado. En los portales, había mendigos en el suelo. Se detuvo en el semáforo y miró a derecha e izquierda en High Street, imaginándose el histórico lugar antes del trazado de Princes Street, con vendedores que voceaban sus mercancías, tabernuchas donde se resolvían negocios, el fielato y las puertas que cerraban al anochecer dejando la ciudad aislada. Se preguntaba si una persona de la década 1770 que se transportase al presente encontraría tan distinta aquella zona de la ciudad. Las luces y los coches podrían resultarle chocantes pero no la sensación del lugar.

Volvió a detenerse en el puente North y dirigió la vista a la derecha, donde las obras del nuevo Parlamento no parecían progresar mucho. Allí, a Holyrood Road, había trasladado el Scotsman sus oficinas, a un nuevo y flamante edificio justo frente al Parlamento. No hacía mucho que había ella asistido a una ceremonia oficial, y desde el amplio balcón de la parte de atrás contempló a placer los impresionantes peñascos de Salisbury. A su izquierda estaban demoliendo la antigua sede del periódico para construir un nuevo hotel, y más allá, en la confluencia del puente con Princes Street, destacaba la antigua central de Correos polvorienta y vacía, de incierto destino aún, aunque ya se rumoreaba que iban a construir otro hotel. Dobló a la derecha en Waterloo Place, mordisqueando la segunda manzana y tratando de no pensar en crujientes patatas fritas y en chocolatinas. Ya sabía adónde se dirigía: al cementerio de Calton. Al cruzar la puerta de la verja de entrada vio enseguida el monolito llamado Memorial de los Mártires, en recuerdo de los cinco hombres, los «Amigos del pueblo», que osaron propugnar la reforma parlamentaria en la década de 1790, cuando en Edimburgo menos de cuarenta personas tenían derecho al voto, ganándose el destierro en Australia. Jean miró la manzana a la que acababa de quitar una pequeña etiqueta adhesiva con el nombre del país de origen: Nueva Zelanda, y pensó en los cinco desterrados y en la vida que habrían llevado. No, en Escocia no se había producido en 1790 el equivalente de la Revolución francesa.

Recordó que un pensador comunista -no sabía si el propio Marx- vaticinó que la revolución en Europa occidental comenzaría por Escocia. Otro sueño.

No sabía gran cosa sobre David Hume, pero se detuvo ante el monumento mientras daba el primer sorbo al cartón de zumo. Era filósofo y ensayista… Un amigo le dijo en cierta ocasión que el gran mérito de Hume era haber hecho comprensible la filosofía de John Locke, pero tampoco sabía mucho de Locke.

Había más tumbas: la de Blackwood y Constable, editores, y la de uno de los cabecillas de «la Ruptura», origen de la Iglesia Libre de Escocia. Al este, detrás de la tapia del cementerio, se veía una torre almenada; Jean sabía que era cuanto quedaba de la prisión de Calton porque conocía grabados del edificio vistos desde la colina opuesta, donde se apostaban los familiares de los presos para hablar con ellos a gritos desde Waterloo Place. Cerró los ojos fantaseando que el rumor del tráfico era el griterío de alegría y de tristeza formado por aquel diálogo a distancia.

Al abrir los ojos vio lo que esperaba encontrar: la lápida del doctor Kennet Lovell. Era un nicho en el muro oriental del cementerio, agrietado, sucio de hollín y de bordes mellados que dejaban ver la piedra arenisca. Una modesta lápida a ras de tierra. «Dr Kennet Anderson Lovell. Eminente médico de esta ciudad», leyó. Había muerto en 1863 a la edad de cincuenta y seis años. Las hierbas cercanas tapaban gran parte de la inscripción; al agacharse para arrancarlas encontró un condón, que apartó con una hoja de acedera. Sabía que por la noche acudían parejas a la colina de Calton y se las imaginó copulando contra aquel muro, cerca de los huesos de Lovell. ¿Qué sentiría el eminente doctor? Fugazmente se abrió paso en su imaginación la imagen de otra cópula: ella y John Rebus. La verdad es que no era realmente su tipo. Antes de él había salido con investigadores y profesores de universidad, y mantuvo un breve flirteo con un escultor casado de Edimburgo que la llevaba a pasear a los cementerios porque eran sus lugares preferidos. Probablemente a John Rebus también le gustaban los cementerios. La primera vez que lo vio le había parecido un reto, una curiosidad; incluso ahora tenía que hacer esfuerzos por no pensar en él como algo raro, por sus secretos, por tantas cosas que se negaba a revelar. Indudablemente, en aquel hombre había mucho que descubrir.