– Sí que es curioso -observó la mujer señalando la lista que le había entregado-, la novela de Camus, La caída. Hay un ejemplar en el departamento de ficción, si quiere leerla.
El padrastro de Claire Benzie resultó ser Jack McCoist, uno de los abogados defensores más capaces de Edimburgo. Antes del interrogatorio pidió que lo dejasen a solas diez minutos con ella, pasados los cuales Siobhan volvió a entrar acompañada de Gill Templer, que hizo salir a Eric Bain a regañadientes.
La muchacha casi había consumido la bebida y a McCoist le quedaba media taza de té tibio.
– No creo que haya que grabar nada -dijo el abogado-. Si les parece, podemos hablar previamente del asunto -añadió mirando a Gill Templer, quien finalmente accedió con una inclinación de cabeza.
– Cuando usted quiera, agente Clarke -intervino Templer.
Siobhan deseaba que Claire la mirase a la cara, pero la muchacha estaba ensimismada en la lata de Pepsi, dándole vueltas entre las manos.
– Claire -dijo-, de las claves que le llegaban a Flip, una de ellas la recibió de una dirección de correo electrónico que hemos averiguado que es tuya.
McCoist tenía un bloc de tamaño folio en el que ya había hecho profusas anotaciones en varias páginas con su indescifrable escritura. Dio la vuelta a la última hoja para disponer de una nueva.
– ¿Pueden explicarme cómo se hicieron con esos mensajes de correo electrónico?
– Pues… en realidad un tal Programador envió un mensaje a Flip Balfour que me llegó a mí.
– ¿Cómo es posible? -preguntó McCoist alzando la vista del bloc.
Siobhan sólo alcanzaba a ver sus hombros cubiertos por la chaqueta de raya diplomática azul y la parte superior del cráneo calvo con escaso pelo negro.
– Bien, es que inspeccioné el ordenador de la señorita Balfour por si encontraba algún indicio relativo a su desaparición.
– Es decir que, ¿eso fue después de que desapareciera? -inquirió alzando la vista. Usaba gafas de montura negra gruesa y su boca cerrada formaba una tenue línea escéptica.
– Sí -contestó Siobhan.
– ¿Y es ése el mensaje cuyo origen dicen haber localizado en la dirección IP de mi cliente?
– Sí, en el IP de su servidor -dijo Siobhan, que advirtió que Claire levantaba la vista por primera vez, al oír lo de «mi cliente», y miraba fijamente a su padrastro; seguramente era la primera vez que lo veía desempeñar su actividad profesional.
– ¿Se refiere al servidor de Internet?
Siobhan asintió con la cabeza. McCoist quería demostrarle que conocía la jerga.
– ¿Ha habido ulteriores mensajes?
– Sí.
– ¿Y todos proceden de la misma dirección?
– No lo sabemos aún -contestó Siobhan, que había decidido no revelar ningún dato que no fuera relativo al servidor en cuestión.
– Muy bien -dijo McCoist poniendo punto final a sus anotaciones en el bloc y recostándose pensativo en la silla.
– ¿Puedo interrogar ya a Claire? -preguntó Siobhan.
McCoist miró por encima de las gafas.
– Mi cliente preferiría hacer una declaración previa -dijo.
Claire sacó del bolsillo de los vaqueros una hoja de papel -a ojos vistas, procedente del bloc del abogado- que desdobló dejando ver una escritura distinta de la de McCoist, pero Siobhan advirtió que había correcciones que él habría sugerido.
Claire carraspeó.
– Unas dos semanas antes de la desaparición de Flip, yo le presté mi ordenador portátil. Tenía que redactar un trabajo y fue un favor que le hice, pues sabía que ella no tenía portátil. No tuve ocasión de reclamárselo y estaba esperando a que la enterraran para decir a sus padres que me permitieran retirarlo de su piso.
– ¿Ese portátil es el único ordenador que tienes? -preguntó Siobhan.
Claire negó con la cabeza.
– No, pero tiene la misma cuenta de servidor que mi ordenador de sobremesa.
Siobhan la miró a la cara, pero ella rehuyó mirarla de frente.
– No había ningún portátil en el piso de Philippa Balfour.
– Pues, ¿dónde está? -replicó Claire, mirándola ahora a los ojos.
– Supongo que conservas el recibo de compra o algo que lo demuestre.
– ¿Está acusando a mi hija de mentirosa? -terció McCoist.
Ya no era su «cliente».
– No, pero creo que este dato no habría debido de tardar tanto en decírnoslo.
– Yo no sabía que era… -comenzó a decir la muchacha.
– Comisaria jefe Templer -exclamó McCoist-, no pensaba yo que era costumbre de la policía de Lothian y Borders acusar de duplicidad a un posible testigo.
– En este momento -replicó Templer-, su hijastra, más que testigo, es sospechosa.
– Sospechosa, ¿de qué exactamente? ¿De participar en un juego? ¿Desde cuándo eso es delito?
Gill Templer no sabía qué responder. Miró a Siobhan y Siobhan creyó interpretar en concreto parte de los interrogantes que se planteaba su jefa. «Tiene razón… Aún no sabemos con certeza que Programador tenga algo que ver… Es una simple corazonada tuya, que yo he apoyado; sólo eso.»
McCoist comprendió que aquel intercambio de miradas tenía su fundamento y optó por presionar.
– No acabo de ver en todo esto ninguna sustancia jurídica para elevar a la fiscalía. Sería un ridículo para usted, comisaria Templer.
Había hecho énfasis en el cargo con toda intención, sabiendo que el ascenso de Gill era reciente.
Pero Gill Templer recobró su aplomo.
– Lo que queremos de Claire, señor McCoist, es que conteste sin tapujos para que su versión no parezca endeble y tengamos que proseguir las indagaciones.
El abogado reflexionó un instante; mientras, Siobhan hacía una lista mentalmente. Claire Benzie tenía un móvil, cierto, por la culpa de la Banca Balfour en el suicidio de su padre. El juego de rol era el medio para atraer a Flip a Arthur's Seat y tener oportunidad de matarla, y ahora se inventaba la historia de que le había prestado un portátil curiosamente desaparecido. Siobhan abrió otro expediente; éste para Ranald Marr, quien desde un principio había dado instrucciones a la muerta para borrar mensajes. Ranald Marr y sus soldaditos de plomo, segundo de a bordo del banco. Pero no veía qué podía haber ganado Marr con la muerte de la joven.
– Claire, las veces que fuiste a Los Enebros -dijo pausadamente Siobhan-, ¿viste allí a Ranald Marr?
– No veo qué tiene eso…
Pero Claire interrumpió a su padrastro.
– Sí, Ranald Marr. Nunca entendí qué veía en él.
– ¿Quién?
– Flip. Se encaprichó con Ranald. Un amor de colegiala, supongo…
– ¿Era correspondida? ¿Fue algo más que un capricho?
– Creo -terció McCoist- que nos apartamos de…
Pero Claire siguió hablando sonriente con Siobhan:
– Al principio no -dijo.
– ¿Cuándo empezó a corresponderle?
– Creo que se veían bastante hasta el día de su desaparición.
– ¿A qué viene este alboroto? -preguntó Rebus.
Bain alzó la vista de la mesa en que trabajaba.
– Porque están interrogando a Claire Benzie -contestó.
– ¿Por qué? -preguntó Rebus inclinándose y metiendo la mano en un cajón de la mesa.
– ¿Es su mesa? Lo siento… -dijo Bain haciendo ademán de levantarse, pero Rebus lo detuvo.
– Estoy suspendido de empleo, ¿no recuerdas? Guárdamela -dijo cerrando el cajón-. Bueno, ¿por qué está aquí Benzie?
– Por uno de los mensajes del que pedí a la Brigada Especial que localizase el origen.
– ¿Lo envió ella?
– Procedía de su cuenta.
Rebus reflexionó un instante.
– Lo que no es lo mismo.
– La escéptica ¿no es Siobhan?
– ¿Está ella interrogando a Benzie? -preguntó Rebus, y aguardó a que Bain asintiera con la cabeza-. Entonces, ¿tú qué haces aquí?