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– Estoy aquí porque está con ella la jefa.

– Ah -dijo Rebus.

Gill Templer entró en tromba en la sala de Investigación Criminal.

– Necesitamos interrogar a Ranald Marr. ¿Quién quiere ir a por él?

En un segundo surgieron dos voluntarios, HiHo Silvers y Tommy Fleming, mientras los demás se preguntaban quién era y qué tendría que ver con Claire Benzie y Programador. Al girar sobre sus talones, Templer se dio de bruces con Siobhan.

– La has interrogado muy bien -dijo.

– ¿Usted cree? -replicó Siobhan-. No estoy muy segura.

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo la constante impresión de que planteo las preguntas que ella desea, como si ella llevase el control.

– A mí no me lo ha parecido así -dijo Templer poniéndole la mano en el hombro-. Descansa un rato y que se encargue otro de Ranald Marr. Y ustedes vuelvan al trabajo -añadió mirando a los que hablaban y cruzando una mirada con Rebus-. ¿Qué diablos haces aquí?

Rebus abrió otro cajón y sacó un paquete de cigarrillos al que dio una sacudida.

– He venido a recoger unas pertenencias, señora.

Gill Templer frunció los labios y salió a paso veloz de la sala. En el pasillo se acercó a McCoist y a Claire y se detuvo allí hablando con ellos mientras Siobhan se llegaba a la mesa de Rebus.

– ¿Qué diablos haces aquí?

– Tienes cara de agotada.

– Ya veo que tu lengua de plata es tan aguda como siempre.

– Te ha dicho la jefa que descanses y mira por dónde yo te invito. Mientras tú te dedicabas a meter miedo a la muchachita, yo me he ocupado de lo importante.

Siobhan pidió zumo de naranja sin dejar de consultar el móvil, pues Bain tenía órdenes terminantes de llamarle si había novedades.

– Tengo que volver -dijo una vez más, mirando de nuevo la pantalla del móvil para ver si se agotaba la batería o perdía cobertura.

– ¿Has comido? -preguntó Rebus.

Ella negó con la cabeza y él fue a la barra a por dos bolsas de patatas fritas que ella atacó con ganas mientras él decía:

– Y en ese momento me di cuenta.

– Te diste cuenta, ¿de qué?

– Por Dios, Siobhan, despierta.

– John, tengo la cabeza a punto de estallar; de verdad.

– Ya veo que no crees que Claire Benzie sea culpable. Y para colmo ahora declara que Flip Balfour se entendía con Ranald Marr.

– ¿Tú crees que es cierto?

Rebus encendió otro cigarrillo y expulsó el humo lejos de Siobhan.

– Mi opinión no viene al caso. Estoy suspendido provisionalmente de empleo.

Ella lo miró torciendo el gesto.

– Se va a armar la gorda, ¿no? -dijo Rebus.

– ¿Qué?

– Cuando Balfour pregunte a su querido socio qué quería de él la policía.

– ¿Tú crees que Marr va a contárselo?

– Aunque se lo calle, seguro que Balfour se entera. El entierro de mañana va a ser sonado -añadió expulsando más humo hacia el techo-. ¿Tú irás?

– Lo estoy considerando. Templer, Carswell y algunos más sí que van.

– Tal vez hagan falta si hay una pelea.

Siobhan miró el reloj.

– Tengo que irme a ver qué declara Marr.

– Te han dicho que te tomes un descanso.

– Ya me lo he tomado.

– Puedes telefonear si lo crees imprescindible.

– Sí, tal vez -dijo ella mirando el móvil y advirtiendo que conservaba el adaptador para la clavija del ordenador, que, de no haberlo dejado en Saint Leonard, le habría permitido acceder a la red. Detuvo la mirada en el dispositivo y después la alzó hacia Rebus-. ¿Qué decías?

– ¿Sobre qué?

– Sobre Oclusión.

La sonrisa de Rebus se ensanchó.

– ¡Albricias! Vuelves al mundo real. Decía que he estado toda la tarde en la biblioteca y he descifrado la primera parte del acertijo.

– ¿Ah, sí?

– Siobhan, yo soy de lo mejorcito. Bueno, ¿te lo explico?

– Claro -contestó ella observando que él casi había apurado su consumición-. ¿Quieres otra…?

– Primero escucha -dijo él impidiéndole levantarse.

El pub estaba lleno de gente a medias, en su mayoría estudiantes, y Rebus advirtió que él era la única persona de cierta edad. De haber estado en la barra lo habrían confundido con el dueño, pero en aquella mesa del rincón, con Siobhan, lo más seguro es que pensaran que era un jefe que trataba de emborrachar a la secretaria.

– Soy toda oídos.

– Albert Camus es el autor de una novela titulada La caída -comenzó a decir mientras sacaba del bolsillo un ejemplar que había comprado en la librería Thin's de camino a Saint Leonard- y Mark E. Smith es el cantante de un grupo llamado La caída.

– Creo que tengo un disco de ellos -dijo Siobhan frunciendo el entrecejo.

– Bien -prosiguió Rebus-, tenemos La caída y La caída. Añade uno al otro y tienes…

– ¿Caídas? ¿De agua? Los Saltos -aventuró Siobhan. Rebus asintió con la cabeza y ella cogió el libro, miró la cubierta y le dio la vuelta para leer la propaganda del reverso-. ¿Tú crees que es ahí donde Programador quiere que nos veamos?

– Lo que creo es que tiene algo que ver con la próxima clave.

– Pero ¿y el resto, eso del cuadrilátero y de Frank Finlay?

Rebus se encogió de hombros.

– Yo no soy Simple Minds y no te he prometido milagros.

– No… -Hizo una pausa y lo miró-. Ahora que lo pienso, no sabía que estabas tan interesado.

– Es que he cambiado de idea.

– ¿Y eso por qué?

– ¿Tú has estado alguna vez en casa viendo secarse la pintura de las paredes?

– A veces lo hubiera preferido en vez de aguantar ciertas citas.

– Pues ya sabes lo que quiero decir.

Ella asintió con la cabeza hojeando el libro. Luego frunció el entrecejo y volvió a mirarlo.

– En realidad -dijo-, no tengo ni la menor idea de lo que quieres decir.

– Estupendo, eso significa que comienzas a aprender.

– A aprender ¿qué?

– La marca patentada de existencialismo de John Rebus -respondió él alzando un dedo amenazador-. Es una palabra cuyo significado he conocido hoy, y gracias a ti.

– ¿Qué significa?

– Yo no he dicho que sepa el significado, pero creo que tiene mucho que ver con opciones distintas de la contemplación del secado de la pintura.

Volvieron a Saint Leonard, pero no había novedades. Los agentes estaban a punto de subirse por las paredes al no encontrar solución. Necesitaban hacer una pausa. En los servicios hubo que zanjar una pelea entre dos uniformados que habían llegado tontamente a las manos. Rebus vio a Siobhan ir de un grupo a otro ansiosa por saber algo; sabía que a duras penas contenía los nervios, abrumada por hipótesis y teorías. También ella necesitaba una solución, un descanso. Se le acercó y, al ver lágrimas en sus ojos, la cogió del brazo y, aunque se resistía, la hizo salir a la calle.

– ¿Desde cuándo no has comido?

– He comido antes esas patatas fritas.

– Me refiero a una comida caliente.

– Pareces mi madre.

Poco después entraban en un restaurante indio de Nicolson Street. Era un local oscuro al que se accedía por una escalera. Había pocos clientes: los martes se habían convertido en lunes y por la noche la ciudad estaba muerta; ahora, el fin de semana comenzaba el jueves, día a partir del cual la gente pensaba en cómo gastar la paga, para concluir el lunes con una cerveza después del trabajo contando lo que se había hecho. El martes, lo lógico era volver directamente a casa sin gastar lo poco que quedaba.

– Tú conoces Los Saltos mejor que yo -dijo Siobhan-. ¿Qué hay allí de particular?

– Bueno, la cascada; tú la has visto. Y quizá Los Enebros, que también conoces. Nada más -añadió Rebus encogiéndose de hombros.

– También hay unos complejos de viviendas, ¿verdad?