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Nikki se reía para sus adentros, luego me devolvió la mirada desde detrás de su larga melena pelirroja.

—No esperaba que tuvieras un Land Rover —dijo—. Pensé que tendrías una Harley Davidson o una limusina, o tal vez un Smart o uno de esos Audi con pinta de pastilla de jabón.

—Nunca me han ido las Harley. Cuando era mensajero me gustaban las Suzi y las Kwak. Pero este trasto —palmeé el plástico gris oscuro del salpicadero por debajo del estrecho parabrisas del Landy—, a pesar de tener toda la pinta de tratarse de un transporte infinitamente más adecuado para cargar ovejas empapadas de un campo a otro de una granja ruinosa en alguna colina del Gales más profundo, es casi el coche ideal para Londres.

—¿Tú crees? —Me dio la impresión de que Nikki me seguía la corriente.

—Piénsalo. Es viejo, lento y está algo abollado, así que nadie me lo va a pispar. Ni siquiera los neumáticos sirven para otro coche. Mira, los limpiaparabrisas son de broma. —Encendí el limpiaparabrisas delantero. En un Land Rover tan antiguo miden unos dieciocho centímetros de largo y oscilan con desgana, como si gesticularan a la lluvia para darle la bienvenida sobre la luna en lugar de cargar con la extenuante tarea de limpiar las gotas del parabrisas—. Míralos; patético. Ningún vándalo con un mínimo de autoestima va a molestarse en doblar eso. No estaría bien.

—Resultan un poco patéticos —convino Nikki mientras yo apagaba el limpiaparabrisas y lo dejaba caer con lo que pareció agotado agradecimiento hasta la base del parabrisas.

—Viajas alto, como quizá hayas notado al trepar aquí dentro con la pierna enyesada, de modo que ves por encima del tráfico, lo mejor para aprovechar cualquier oportunidad de adelantamiento que pueda presentarse en el bullicio del tránsito metropolitano. Después está el hecho de que se trata de un diesel Serie Tres, de manera que cuando te oyen venir te toman por un taxi y a menudo, equivocados, te dispensan el respeto debido a un vehículo equipado de taxímetro. El diseño antiguo implica que el vehículo es estrecho al tiempo que posee una batalla corta para colarse por los huecos y en aparcamientos difíciles y, por último, al volante de uno de estos, no hay bordillo londinense que se te resista. En el caso de que sea necesaria una breve expedición por la acera o alguna pequeña isla peatonal para facilitar el avance, puedes saltar sin pensártelo dos veces. Eso sí, gracias al sorprendente nivel de ruidos y a unos sillines a todas luces fabricados con cemento fácilmente desmenuzable, no cabe duda de que resultaría un infierno en viajes largos o a una velocidad superior al trote, pero ¿cuándo pasa eso en Londres? —Miré a Nikki—. Así que, para un artefacto agrícola que dista un único cromosoma automovilístico del tractor, es un medio urbano de transporte sorprendentemente apropiado. Lo recomiendo con fervor.

La miré con las cejas levantadas mientras avanzábamos lentamente por Old Compton Street. Llevaba elaborando el discurso «Por qué un Landy resulta ideal en Londres» y sus diversas variantes desde hacía casi un año y aquel era, en mi modesta opinión, un ejemplo particularmente conseguido y bien expuesto del resultado, del que pensé que, si no más, al menos podría haber arrancado una sonrisa dolorida de la dulce Nikki, pero solo había provocado algunas miradas ausentes de asentimiento en sus rasgos luminosos.

—No pasaría nada por que tuviera dirección asistida, ¿no? —sugirió.

—Y un radio de giro mejor. Pero me alegro de que lo saques a colación. La posibilidad de mantener en forma la parte superior del cuerpo ejercitándola al volante es una opción sin costes a tener en cuenta.

—Sí, bueno. —Permaneció callada un momento, luego señaló la radio con la cabeza—. Eso que suena no es tu emisora, ¿verdad?

—Ah, no; son Mark y Lard en Radio One.

—¿No es una falta de lealtad?

—Desde luego. ¿Puedo confiarte un terrible secreto?

—¿Cuál?

—Lo de que es secreto va en broma solo a medias —dije al principio—. La prensa todavía no se ha enterado y en un día con pocas noticias y viento favorable podría acabar publicándose y no es descabellado pensar que me causaría algún problema por aquello de la gota que colma el vaso.

—Te lo prometo por mi honor de exploradora —dijo, saludando irónicamente.

—Gracias. Vale, ahí va… Espera…

Había estado empujando gradualmente el morro hiperdentado del Land Rover cada vez más adentro del flujo de vehículos desde hacía ya varios huecos entre coches y por fin alguien en un bonito automóvil había captado el mensaje. Saludé alegremente al Mercedes plateado que nos permitió salir de Old Compton Street al tiempo que girábamos por Wardour Street en dirección norte hacia Highgate. Miré a Nikki.

—Sí. Atención: no soporto la puta radio comercial. —Afirmé con la cabeza—. Ya está; ya lo he soltado, y me alegro.

—Incluida la emisora para la que trabajas, claro.

—Obviamente.

—De modo que escuchas Radio One.

—Enseguida la apagaré, a las tres en punto, pero durante gran parte del día, sí. Y siento una gran debilidad por Mark y Lard. Mira, escúchalos. —De hecho, lo único que se escuchaba era el motor traqueteante del Landy y los ruidos del tráfico hasta que Lard chilló «Adelante» y se reanudó el programa—. ¿Ves? Aire muerto; silencio. Era el anatema de los DJ y la gente de radio en general. Hoy día, bueno, a nadie le preocupa demasiado dejar pausas, pero estos tíos lo han convertido en una característica. Se trata de repetirlo hasta que sea divertido. Genial. —Eché un vistazo a Nikki, que me miraba con escepticismo desde detrás de su masa de pelo rojo—. Pero la cuestión —insistí— es que la BBC tiene muy poca publicidad. Es decir, emiten anuncios de sus programas, lo cual ya es bastante coñazo, pero lo que no tienen es estupideces en rotación infinita cada cuarto de hora de empresas de préstamos, picapleitos sinvergüenzas dedicados a perseguir ambulancias y el dueño del Gran Almacén del Aglomerado chinándote pegado al micro que te acerques a palpar el corte de sus ofertas especiales. Detesto los anuncios. Prefiero pagar una cuota. Yo quiero pagar así; a la cara, con eficiencia, y después poder escuchar lo que quiero y nada más, ya sean clones pop o Beethoven o las tertulias basura esas que duran todo el día y que escuchan los taxistas.

—Supongo que el tal Phil te recuerda que los anuncios pagan vuestros salarios.

—¿Phil? —Me reí—. Es un fan de Radio Three y Radio Four. Odia los anuncios aún más que yo. —Volví a mirarla mientras incordiábamos las regiones altas de la caja de cambios del Land Rover, de habitual poco utilizadas, en un milagroso vacío del tráfico, cosa que casi nos permitió una carrera hasta los semáforos de Oxford Street—. No me entiendas mal; es un buen productor y está muy puesto en música, va prácticamente a un concierto por noche, ya sea en el Wembley Arena o en un pub de Hackney, pero tampoco soporta Capital Live! No, es a nuestra amistosa directora de emisora a la que le toca recordarnos regularmente la realidad de la radio privada.

Cruzamos Oxford Street y pusimos rumbo a Cleveland Street detrás de un mensajero en una Honda VFR. Tal vez, pensé, alguna pequeña anécdota de mis días de loco intrépido de la mensajería —al fin y al cabo, no habían pasado tantos años— impresionaría a Nikki. Empezó a llover y encendí el limpiaparabrisas por hacer la broma. Miré a Nikki.

—Bueno, ¿y tú? ¿Escuchas Capital Live!?

—Hum… A veces —contestó sin mirarme.

—Ya, bueno, pues eso. Tienes dieciocho años; deberías formar parte del público al que nos dirigimos. ¿Y qué escuchas?

—Hum… bueno, voy cambiando. Pero creo que todas son emisoras piratas negras del sur del río.

—¿Cuáles? ¿K-BLAK? ¿X-Men? ¿Chillharbour Lane?