—Sí, y Rough House, Precinct 17.
—Radio Free Peckham… ¿Todavía emite?
—No, la clausuraron.
—Bueno, pues sinceramente, me alegro de que evites la basura comercial al uso. —Iba lanzándole miraditas a Nikki para comprobar si le había impresionado que conociera tantas emisoras ilegales auténticas, pero no lo parecía—. Aunque, por lo que recuerdo, no suelen pinchar Radiohead.
—Es una pena, pero no.
—En fin. Los Radiohead son de Oxford, seguro que allí están todo el tiempo en antena.
—Hum…
Parecía distraída, y cuando eché un vistazo estaba mirando tiendas de ropa por la ventanilla. Volví la vista al frente.
—¡Mierda!
—¡Oh!
Un coche azul se precipitó desde una calle lateral justo delante del mensajero al que seguíamos. Vi brevemente al conductor del coche, que miraba hacia el lado contrario mientras hablaba por el móvil. El motorista no tuvo tiempo de esquivarlo ni de frenar, se empotró contra el guardabarros del BMW Compact; la moto se levantó sobre la rueda delantera y luego cayó al asfalto mojado por la lluvia justo delante de nosotros mientras se vaciaba el contenido del maletero y montones de papeles resbalaban por la calle y se colaban en la alcantarilla. El motorista salió disparado por encima del capó del BMW al tiempo que el coche frenaba y derrapaba hasta detenerse. El mensajero aterrizó en la calle de cabeza y resbaló un metro sobre la espalda hasta que el casco chocó con el bordillo.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Nikki.
Detuve el coche.
—Seguro que está bien —le aseguré rápidamente a Nikki—. Quédate aquí.
Asintió. Se apartó algo de pelo de la cara con la mano temblorosa y sacó el móvil de la chaqueta al tiempo que yo abría la portezuela.
—¿Llamo a una ambulancia? —preguntó.
—Buena idea.
Bajé de un salto y corrí por delante de la cara blanca del conductor del coche, que justo entonces salía del vehículo todavía con el móvil en la mano. Se me pasó por la cabeza decirle lo capullo que era, pero desistí. Ya había un par de personas de pie junto a la figura de negro tirada en la calle. El mensajero no se movía. Un chaval con una chaqueta de plumas agachado a su lado le estaba tocando el casco.
—No le quites el casco —le dije al chaval, arrodillándome del otro lado del motorista y levantándole la visera con sumo cuidado.
Detrás de mí, alguien había tenido la buena idea de apagar el motor de la moto, más de lo que a mí se me había ocurrido.
El mensajero era mayor que yo; tenía barba gris, gafas y la cara apretada por el revestimiento de espuma del casco. Parpadeó.
—Joder —dijo débilmente.
—¿Cómo estás, compañero? —le pregunté.
—Un poco dolorido —respondió con voz ronca. La lluvia dibujaba puntitos en sus gafas. Se llevó la mano enguantada hacia el cierre del casco. La detuve.
—Espera, espera. ¿Lo sientes todo? ¿Puedes mover los dedos de los pies y todo lo demás?
—Ah… Sí, sí, creo… Sí. Estoy bien. Creo que estoy bien. Me cuesta un poco respirar… ¿Cómo está la moto?
—Me da que vas a necesitar horquillas nuevas.
—Mierda. Joder. Me cago en la puta. También eres mensaca, ¿eh?
—Sí. Antes.
Miró a un lado, donde se congregaba más gente, noté que alguien se acercaba. Di media vuelta y vi al conductor del coche. El motorista tosió y dijo casi sin aliento:
—Si ese cabrón dice «Lo siento, tío, no te he visto», túmbalo por mí, ¿quieres?
Nikki estaba muy guapa empapada de lluvia.
—No hacía falta que bajaras del coche, Nikki. —Trataba de secarse el pelo con una gamuza pequeña. El interior del Land Rover se estaba empañando.
—La telefonista me ha preguntado por el lugar del accidente y no veía los nombres de las calles —explicó—. Después se me ha ocurrido parar el motor de la moto.
—Bueno, me parece que el tipo se va a recuperar. Lo hemos hecho bien. Formamos un buen equipo de emergencia; juntos, nos multiplicamos.
Entregué nuestros datos a la policía y convencieron al motorista para que aceptara la ambulancia; seguía aturdido y tal vez tuviera alguna costilla rota. Nikki le había devuelto las llaves de la VFR, pero la policía las había confiscado porque querían dejarlas con la moto.
Nikki me dio la gamuza.
—Gracias.
—De nada. —La usé en el parabrisas—. Vaya. Bienvenida a Londres, ¿eh? Ah, y si necesitas un trago, solo tienes que decirlo.
Negó con la cabeza.
—No, gracias.
—Sí, directos a casa.
Continuamos en dirección norte bajo la lluvia, hacia Highgate.
—Esto va de lo que sospecho que va, ¿verdad?
—Eso creo.
—Bien, y ¿qué opinas?
—Hijo mío, nos va a caer una buena.
—¡Cáspita! ¿Una regañina del teniente coronel?
—Una severa reprimenda. Tú primero.
—¡A la puta carga!
—«… Bien, he aquí una fatwa alternativa: mujeres del islam, juzgad a vuestros hombres, y si son malos, matadlos. Os oprimen y os desprecian y no obstante os temen; ¿por qué, si no, iban a manteneros alejadas del poder y de la vista de otros hombres? Pero vosotras tenéis poder. Tenéis el poder de juzgar si vuestro hombre es bueno o no lo es. Preguntaos lo siguiente: ¿mataría vuestro marido a otra persona por ser judía o estadounidense o cualquier otra cosa que sencillamente haya nacido? Alá ha permitido que la gente nazca así; ¿los mataría vuestro marido sin más razón que la fe o el país en el que han nacido por deseo de Alá? Si lo hiciera, entonces es una mala persona y merece morir, porque es una vergüenza para vuestra fe y para el nombre de Alá. La próxima vez que se os acerque, esconded un cuchillo de cocina bajo la ropa de la cama o unas tijeras, un cortaplumas o un cúter, y rajadle su indigna garganta. Si no tenéis ningún cuchillo, mordedle la garganta. Si solo queréis mutilarlo, emplead un cuchillo o los dientes en su hombría.» Pero lo que decimos en realidad…
Debbie Cottee, directora de la emisora, apagó el reproductor digital de la otra punta de su luminoso y aireado despacho con el mando a distancia. Se deslizó las gafas por la nariz y me miró con ojos azules cansinos, empañados.
—¿Y bien?
—Hum… no sé —dije—. ¿Crees que mi voz está demasiado comprimida?
—Ken…
—Pero, en realidad —intervino Phil—, nadie decía nada. Es decir, justo antes de eso Ken decía que en este país no obligamos a las musulmanas a llevar minifalda ni biquini, mientras que una mujer occidental en Arabia Saudí no tiene más elección que adaptarse a su código a la hora de vestir. La cuestión es la tolerancia y la intolerancia, y las figuras públicas como los líderes religiosos a los que se les permite dictar lo que, de hecho, es una sentencia de muerte sin juicio ni posibilidad de defensa a ciudadanos de otra nacionalidad. Por eso el fragmento inicial en el que se señala que nadie en Occidente con un cargo de responsabilidad diría algo así…
—Eso es irrelevante, Phil —dijo Debbie, dejando las gafas en la mesa, que abarcaba la misma área que todo nuestro despacho.
La vista de la oficina, desde casi la cima del edificio de Mouth Corporation, daba a Soho Square y los tejados amontonados del barrio, y se extendía hacia la hoja roma y marcada de Centrepoint. Debbie tenía treinta años pero aparentaba más; estaba en forma y fornida, tenía el pelo castaño apagado y los ojos cansados, arrugados.
—Pues yo no estoy seguro de que sea tan irrelevante —repuso Phil con el aire de un académico debatiendo alguna sutileza sobre la ley de propiedad de los antiguos etruscos o la base histórica de las estimaciones de la tasa de deposición de limo en el río Amarillo durante la dinastía Hang—. La cuestión radica en que se incluye un descargo de responsabilidades al principio y al final. No estás diciendo: «Id a matar a esa gente». Lo que dices es que nadie está diciendo id a matar a esa gente.