La chica titubeó, luego se rió.
—Es una locura.
Brindé con ella.
—Exacto. Y, además, ¿qué clase de neonazis caguetas son esos? Deberían estar clamando: «Por supuesto que matamos seis millones, ojalá hubieran sido más», en lugar de tirarse de los pelos por si eran uno o dos millones y quejarse de que al puto Führer lo malinterpretaron.
—En realidad no crees nada de eso, ¿verdad?
—¿Estás loca? —Reí socarronamente—. ¡Claro que no! ¡Me cachondeo de esos cabrones fascistas!
—¿Y el programa ese de la tele va de eso?
—Sí. Me van a traer a uno de esos retrasados para «debatir».
—Pero ¿tú crees que a esa gente deberían dejarla hablar en una televisión pública?
—Pregúntales a los de Channel Four, no a mí —dije, y tomé un trago—. Pero, sí, yo creo que sí. No puedes ocultar esa basura venenosa eternamente; acabará saliendo en alguna parte. Es mejor encararla y aplastarla. Y quiero que sea a la vista de todos. Quiero saber quiénes son esa gente, quiero saber dónde viven. —Me acabé la bebida—. Por eso a esos mierdecillas cobardes les encanta internet. Pueden enviar cualquier estupidez llena de odio sin posibilidad de réplica porque en la red se pueden esconder. Es el medio perfecto para matones, mentirosos y cobardes.
Estábamos en el Golden Bough, nuestro antro habitual para después del programa, en Hollen Street. El Bough era el pub básico del centro de Londres; uno de esos lugares que ni halagas ni insultas llamándolo abrevadero. No estaba de moda, rara vez tan concurrido que solo se cupiese de pie (salvo las tardes de los viernes y los sábados por la noche), con una selección musical digna, comida sencilla sin pretensiones y solo una máquina de juegos —apartada bajo las escaleras que daban al bar del primer piso— y una gama de bebidas sólida, sin extravagancias.
No tenía una clientela especial. Así que en el Bough conocías a gente de todo tipo: trabajadores con las botas sucias y los monos manchados de pintura, creativos publicitarios, teatreros, turistas, oficinistas, gente del mundillo musical, del cine, vagabundos a resguardo del frío alargando una media pinta, una o dos chicas de algún espectáculo porno y nosotros. Había un camello que usaba el local, aunque para tomarse una copa tranquila, no para traficar. Una pareja de polis asomaba la cabeza por la puerta una vez al mes más o menos.
La encargada se llamaba Clara, una abuela medio portuguesa de brusca rotundidad que no se andaba con hostias y tenía una voz seca y ruidosa y fumaba tres paquetes de cigarrillos al día. No conocíamos a nadie que la hubiera visto alguna vez sin uno de sus dos turbantes en la cabeza —el verde o el amarillo— y había una apuesta de cantidades variables en juego entre una lista rotante de habituales desde hacía veinte años, acerca de si era calva o no. La última vez que la consulté las apuestas estaban 65 a 35 a que era una bola de billar y me jugué un billete de cinco a que no.
—Te invito a una copa. ¿Qué quieres?
—Gracias. Un WKD azul. Gracias.
—No te he preguntado cómo te llamas —le dije a la chica mientras hacía señas a Clara.
—Tanya. —Me ofreció la mano.
—Ken. Encantado de conocerte, Tanya.
Poco antes Tanya nos había estado observando a Phil y a mí mientras comentábamos el asunto de Última hora. La había visto mirándonos con el ceño fruncido y no había apartado la vista cuando le sostuve la mirada. Supuse que había pillado alguna selección alarmante de palabras de moda relacionadas con el odio racial y estaba pensando si largarse o lanzarnos su copa antes de salir huyendo.
—No pasa nada —le había dicho por encima del hombro de Phil—. Somos dos agradables liberales y esta es una de esas raras ocasiones en que, de verdad, las cosas no son tan malas como parecen.
Tanya tenía antepasados judíos, por eso se había ofendido al oír lo que pensaba que estábamos diciendo. Trabajaba para una empresa cinematográfica en Wardour Street. Algo de lo que podía estar bastante seguro porque Phil la había interrogado acerca de la industria del cine durante varios minutos, aunque con sutileza. Phil tenía la teoría paranoica de que periodistas de la prensa amarilla sin escrúpulos habían descubierto que bebíamos en el Bough y creían que valía la pena sacarnos a la luz pública, de modo que cabía la probabilidad de que enviaran a alguien a sonsacarme algo de lo que después quizá me arrepintiera, convencido de que charlaba con un civil cuando en realidad se trataba de un gacetillero de incógnito que lo estaba grabando todo.
Visto lo que digo cuando sé que me están grabando o estoy en el aire, parece un temor de lo más singular, pero en fin.
El caso es que Tanya pasó el filtro antiperiodistas hostiles de Phil, y mi compañero perdió interés en la chica cuando entraron en el bar el equipo de producción y la pandilla de ayudantes.
Tanya era baja, delgada y morena y no paraba de moverse como si bailara, balanceándose de un lado a otro de manera rítmica y lenta cual planta subacuática mecida por la lánguida corriente de los meandros de un río. Había visto a otras chicas en situaciones semejantes y a menudo significaban que iban empastilladas, pero no me pareció su caso. Tenía los ojos grandes de color verde grisáceo y el pelo negro y de punta.
Acabamos con el resto de compañeros del programa y un par más del de Timmy Mann, el que emitían después del nuestro, aunque él no apareció. La situación derivó hacia una sesión alcohólica de moderada gravedad, sentados todos alrededor de nuestra mesa redonda favorita de un rincón del Bough. Pensé que estaba congeniando de maravilla con Tanya, quien me reía todas las bromas y me tocó el antebrazo en un par de ocasiones.
Se suponía que esa noche había quedado con Jo para ver una peli en casa, pero tuvo que cancelar la cita —de nuevo, otra crisis de Addicta— y yo había empezado a plantearme estar atento a cómo evolucionaban las cosas con Tanya.
Tanya bebía el WKD azul muy despacio y yo me había pasado al whisky después de un par de pintas de Fuller’s, pero los dos últimos habían sido de mentira. Cuando nadie miraba había acercado el vaso al suelo y lo había volcado, dejando caer la bebida en la vieja y pringosa moqueta de debajo. Joder, si eran unos chupitos de nada sin agua, lo más probable es que se evaporaran antes de llegar al suelo, pero la cuestión era que no me estaba emborrachando. Si se producía algún avance con la encantadora Tanya, estaría en perfecto estado para saber valorarlo.
Todo fue en vano; Tanya se fue a las seis porque había quedado con unos amigos y no hubo modo de disuadirla. Incluso la acompañé a la puerta del pub y a la calle. Me dio su número del móvil y desapareció en la penumbra en dirección a la entrada de metro de Tottenham Court Road. Suspiré y la vi marchar mientras miraba la pantalla encendida de mi Motorola donde su número seguía brillando.
La pantalla de teléfono se apagó y volví dentro.
La fiesta alcohólica empezó a disgregarse a medida que la gente se marchaba a coger trenes, metros y autobuses. Phil y yo decidimos llevarnos comida preparada del Taj, nuestra expendeduría local de curry situada a la vuelta de la esquina del Bough, y luego cada uno siguió su camino. Me sentía lo bastante sobrio para conducir, pero sabía que no lo estaba, así que dejé el Land Rover en el aparcamiento de la Mouth Corporation y cogí un taxi, en el que tuve que soportar una conferencia sobre la mayor calidad de la comida caribeña en comparación con los platos de tradición indopaquistaní, altamente sospechosos, a cargo de Geoff, el taxista jamaicano con el que por lo visto acabo siempre que llevo una bolsa de curry o un paquete goteante de doner kebab.