—¡Me vas a apestar el buga, tío!
—Ten un billete de cinco pavos extra, amigo; ondéalo un poco y seguro que dispersa este espantoso tufo del subcontinente.
A Geoff le pareció tan divertido que se encendió un gran porro al salir de Lots Road entre carcajadas, dejando tras de sí una estela de nubes de marihuana.
A veces le decía a la gente que vivía de casero. El barco del muelle de Chelsea había sido uno de los pisos londinenses de sir Jamie en la época en que en esencia trataba de convertirse en Richard Branson (por lo visto, entonces sir Jamie lucía incluso una barba como seña de identidad, aunque al poco tiempo la cambió por una coleta y un pendiente, cediendo el campo de la pelusa facial al Barbudo). El Bella del templo era un barco de cabotaje viejo y muy modificado. Todavía pertenecía a la Mouth Corporation, pero me lo alquilaban a un precio extremadamente razonable. Tenía un contrato muy bueno desde que había pasado al programa de última hora de la mañana y podría haberme permitido el alquiler o la hipoteca de la chalana de haber tenido que pagarla a precio de mercado, pero desde luego disfrutarla barata constituía una diferencia considerable y muy agradable, si bien, como Phil había sido el primero en señalar, le otorgaba a sir Jamie más poder sobre mí; si perdía el trabajo también me quedaba sin la cucada de casa flotante en el moderno Chelsea.
El Bella del templo cabalgaba la marea alta cuando pasé por delante de las otras casas del embarcadero; de un par de ellas salían música y luces. Río arriba, de donde provenía la brisa sembrada de lluvia ligera, un tren cruzó ruidosamente el puente de Battersea. Más cerca, la imponente fachada del complejo Chelsea Reach relucía con opulencia hortera. El río estaba silencioso y casi no se oía el tráfico. La marea alta equivalía a ausencia de malos olores; el principal inconveniente de vivir en el barco era que con marea baja, en especial en un día cálido de verano, el barro que salía a la luz apestaba a mierda antigua y a cosas muertas tiempo atrás. Probablemente porque era eso exactamente.
Pese a la lluvia y al estómago vacío, dudé junto a la vieja timonera con las llaves de la puerta en una mano y el curry enfriándose en la otra, contemplando las aguas negras, a causa de lo que en un par de minutos se convirtió en una sensación repentina de soledad y luego —en mi descargo, casi de inmediato— cierta vergüenza por sentir lástima de mí mismo. El suave murmullo de fondo de la ciudad insomne llenaba los cielos a manchas color sodio y me quedé de pie a la escucha de la música oscura y líquida del río, en vano.
En casa de mis padres, en Helensburgh, a treinta kilómetros al sur de Glasgow en la orilla norte del Clyde, veía el río desde mi dormitorio. Crecí contemplando desaparecer gradualmente las lejanas grúas de Greenock a medida que los astilleros cerraban para ser sustituidos, más tarde, por oficinas, tiendas, complejos de viviendas y centros de ocio. Entonces nos mudamos a Glasgow para estar más cerca de la clínica dental de mi padre en el centro de la ciudad. Nuestro piso en la primera planta de la arbolada orilla sur era grande; mi hermano Iain y yo teníamos cuartos casi el doble de grandes de los que habíamos tenido en el bungalow de Helensburgh, pero daban a una calle ancha bordeada de árboles con coches aparcados y los altos bloques de arenisca roja iguales al nuestro de la acera de enfrente. Eché de menos las vistas del río y la montaña más de lo que esperaba.
Conocí a Jo en un crucero fluvial una bochornosa noche de verano; a Ceel, en el flamante ático nuevo de sir Jamie de Limehouse Tower durante una tormenta.
—Eres el tipo que hizo aquella portada de Cat Stevens. ¿No te demandaron?
Finales de verano de 2000. Por entonces seguía en el programa de Capital Live! que terminaba a medianoche y había estado charlando con el que era mi productor junto a la popa de un pequeño barco para cruceros fluviales. Habíamos estado contemplando las estructuras metálicas del paso por la barrera del Támesis —parecían dos barcos hundiéndose en vertical mientras los últimos destellos rubíes de luz solar destellaban en sus cimas— cuando aquella pseudogótica rubia de pelo cardado y montones de chatarra en la cara se entrometió.
Vic, el productor, retrocedió un paso para dejarle sitio, la repasó de arriba abajo, decidió que probablemente a mí no me importaría que la chica me interrumpiera, me miró con las cejas arqueadas y se fue.
Yo también realicé una pequeña evaluación completamente justificable: la chica vestía de negro riguroso, botas Doc Martens, vaqueros, camiseta de cuello ancho y una desastrada cazadora de motorista colgando de un hombro. Tendría unos veinticinco años.
—No me demandaron exactamente —dije con cautela, preguntándome si estaba hablando con una periodista—. Nuestros abogados se intercambiaron misivas tan caras como un litigio en serio, pero conseguimos evitar un mandato judicial.
—Bien. —La chica asintió con energía—. Ah, soy Jo LePage —dijo alargando la mano para estrechármela mientras señalaba con la cabeza a la superestructura de cristal del barco, donde atronaba la música y destellaban luces de discoteca impresionantes hacía diez años—. Soy de Ice House. La discográfica. Tú eres Ken Nott, el locutor, ¿verdad?
—Verdad. —Le di la mano.
—Bien. ¿Qué canción era esa? ¿«Rushdie and Son»?
—Ajá. Pero la melodía era casi como la de «Moonshadow».
—Ja. Bien. ¿Cómo iba? ¿«Me persigue un fundamentalista…»? —cantó con voz ronca pero entonada.
—Casi. Era «Me acecha un fundamentalista. Creo que me siguen» —dije en lugar de cantar.
Seguía desconfiando de la chica. Solo porque hubiera afirmado trabajar para la discográfica no significaba que fuera cierto. Ya había concedido al menos una entrevista sin saberlo, una noche de borrachera y calentura con una chica de una disco que resultó ser reportera de un tabloide con una actitud espantosamente recalcitrante en relación a las drogas y su consumo. La entrevista resultante casi había conseguido que me despidieran y desencadenó una controversia entre Capital Live! y el periódico sobre si la chica me había informado al inicio de nuestra conversación de que era periodista o no. Yo aseguré que no, pero también podría habérmelo dicho y que yo no la escuchara porque estaba demasiado ocupado rechinando los dientes y mirándole fijamente a las tetas.
Jo también tenía unos pechos impresionantes; no muy grandes, pero erguidos y sin sujetador. Las luces de cubierta colgadas sobre nuestras cabezas mostraban sus pezones como bultitos nítidamente definidos que se marcaban bajo el fino algodón negro.
—Sí —dijo—. La oí una vez en una fiesta. Pero nunca he conseguido una copia.
—Bueno, estaría encantado de, hum… conseguírtela —dije con una sonrisa—, pero yo tampoco tengo ninguna.
—Perdona —repuso también sonriendo—. No trataba de agenciarme una.
Se pasó la mano por el pelo rubio y en punta, dejando entrever las raíces negras en un gesto natural y atractivo, y echó un rápido vistazo a la fiesta.
—¿Qué haces en Ice House?
Se encogió de hombros.
—Un poco de contratación, un poco de lo que mi jefe llama gestión de activos. Cuido de los grupos.
—¿Alguno conocido?
—Eso espero. ¿Addicta? ¿Los conoces?
—Sí. He oído al grupo de moda, desde luego.
Sacudió la cabeza para enfatizar.
—Nada de modas. Son muy buenos.
—Vale. Leí una entrevista. El cantante me pareció un poco engreído.
Hizo una mueca.
—¿Y? —preguntó.
Sonreí.
—Ya, supongo que es cosa del oficio.
—Están bien. El grupo está bien. Brad parece arrogante, pero en cierto modo solo es sinceridad; es bueno y lo sabe y no le va la falsa modestia.