—Bueno, es como escuchar a dos personas distintas, señor, no veo cómo concuerda eso con lo que decía usted ayer.
—Señor Hecht, lo que digo es que se está generando una especie de locura alrededor de todo este asunto, una negatividad que no beneficia a nadie. No, no es verdad; beneficiará a la gente que ha hecho esto. El rechazo estadounidense beneficiará a sus enemigos. Si no logran comprender esto, si no comprenden a sus enemigos, nunca los derrotarán. De modo que el creer que Estados Unidos fue atacado en un acto de celos no solo es ridículo y un autoengaño, sino perjudicial. No fue un acto de petulancia desmedida, por amor de Dios. Veinte hombres muy motivados no entrenan durante meses para suicidarse en una operación meticulosamente planeada y ejecutada que los servicios de seguridad mejor financiados del mundo no consiguen siquiera olerse (pese a que tiene lugar justo delante de sus narices) porque ustedes tengan más electrodomésticos que ellos. ¿Cómo es eso que suele decirse? «Es la economía, estúpido.» Bueno, en este caso, es la política exterior. Así de simple.
»Ni siquiera importa que usted o yo lo veamos de otro modo, señor Hecht, pero para ellos se trata de todos los regímenes corruptos y antidemocráticos a los que Estados Unidos ha entregado armas y dinero desde la última guerra mundial, apoyando dictaduras porque ocupan un desierto repleto de petróleo y ayudándolos a aplastar a los disidentes, se trata de los infieles que ocupan los lugares sagrados y la innegable opresión del pueblo palestino por parte del estado número cincuenta y uno de Estados Unidos. Así es como lo ven. Puede discutirles su análisis, pero no se engañe pensando que todo esto ha pasado porque tienen celos de los centros comerciales estadounidenses.
—Por supuesto que les discuto su análisis. ¿Ahora trata de decir que está de nuestro bando?
—Querido amigo, le remito a la antedicha respuesta.
—¿Perdón?
—No, perdóneme usted a mí, señor Hecht; era un ejemplo de fraseología parlamentaria británica que a veces usamos en el programa. Mire, señor Hecht, ¿creo que deberían ustedes invadir Afganistán? Para lo que van a conseguir (y me doy cuenta de que es prácticamente nada), no. Pero cuando lo hagan, no podrían elegir otro régimen mejor. Llevo años despotricando contra el régimen talibán. Pero no se olvide de que ustedes ayudaron a instaurarlo; ustedes financiaron a los muyaidines, armaron a Bin Laden y apoyaron al servicio secreto paquistaní, como en otro tiempo ayudaron al dictador Saddam Hussein porque le necesitaban y como ahora apoyan al dictador Musharraf y el grotesco despotismo medieval de los saudíes porque ahora los necesitan… Entretanto, el nuevo Escudo Antimisiles, que destruye todos los tratados de limitación de armamento con precisión milimétrica pero del que se nos garantiza que carece por completo de efectos discernibles sobre cualquier supuesto misil enemigo, que necesita un buscador en la nariz de su objetivo para aun así errarlo en el mismo hemisferio y que tras el once de septiembre ha demostrado ser un dispendio de dinero todavía más descarado e irrelevante, tiene un ciento por ciento de garantías de salir adelante. O sea… Todo esto es una locura, señor Hecht. Una psicosis nacional.
—Tenemos derecho a defendernos, señor. Teníamos ese derecho antes del once de septiembre. Ahora tenemos derecho a exigirlo. Y lo tendremos le guste o no a la gente como usted. Si quiere formar parte del asunto, bien. Pero si no forma parte de la solución, es usted parte del problema.
—¿Sabe una cosa, señor Hecht? De adolescente, justo cuando empecé a pensar por mí mismo, llegué a una conclusión muy simple. Decidí que, siempre que alguien dice «Estás con nosotros o contra nosotros», tienes que estar en contra. Porque solo los bobos moralistas y los bribones manipuladores ven, o aseguran ver, el mundo en términos tan absurdos de blanco o negro. Dudo profundamente del hecho de estar del mismo bando que cualquiera así de estúpido o falso y, desde luego, no me dejaré guiar por gente así. El mal siempre empieza con una buena excusa, señor Hecht. George W. Bush tal vez sea ahora, en efecto, presidente por aclamación y, comparado con los que atacaron Estados Unidos, personalmente intachable, pero eso no quita que llegara a donde está a base de argucias y falsedades y, sin necesidad de hurgar muy hondo, no es más que un pobre hombre que no está a la altura.
—Váyase usted al infierno, donde seguro que acabará. —El señor Hecht colgó.
—Creo que le hemos perdido, Notty.
Respiré hondo.
—Has gastado tu oportunidad anual para hacer esa broma[1], Filfa Phil.
—¡La embajada estadounidense al teléfono!
—Ah, basta ya, me estáis matando.
—Encantado de conocerte, Ken. Pasa, pasa. Ah, sí, permite que esta encantadora jovencita te coja el abrigo…
—Encantado de conocerle, eh…
—Jamie. Llámame Jamie. Aquí no nos andamos con ceremonias. Bienvenido al cuerpo de la iglesia, como suele decirse. Yo también tengo sangre escocesa, ¿sabes? Los chicarrones del norte tenemos que mantenernos unidos frente a esos anglos, ¿eh? Nos emocionó de veras que te unieras a nosotros, a Capital Live! Tengo entendido que te va muy bien. Yo mismo te he escuchado un par de veces; ojalá fueran más. Ya sabes, horarios, reuniones, negocios; pero te he escuchado. Te he escuchado. Muy bien, muy bien. Apurando, apurando al máximo, pero me gusta. También es mi estilo. Trabajo al límite. No hay nada igual, ¿verdad? El peligro, el riesgo. Correr riesgos, en eso consiste todo, ¿verdad? ¿No te parece? Bueno, ¿y cómo te va en el Bella del templo?
—Ah, muy bien —dije. Dudé un momento, preguntándome si debía puntualizar que ya llevaba instalado más de un año.
—Brillante. ¡Estupendo, estupendo! Ah. Helena. Te presento a Ken. Ken Nott. Ken; mi mujer, la encantadora Helena. Ah, bebidas. Excelente, excelente. Ken. ¿Champán?
—Lady Werthamley —dije, saludándola con la cabeza—. Gracias.
Sir Jamie Werthamley, nuestro Querido Propietario, tenía un ático de lujo en los dos pisos superiores de su nuevo edificio de oficinas, Limehouse Tower, con vistas al río. Esto ocurría en abril de 2001 y llevaba trabajando para él casi un año —tres meses en el relativamente prestigioso programa de última hora de la mañana—, pero esta fiesta de cumpleaños era la primera ocasión que tenía de conocerle en persona (la invitación pedía que no se le llevaran regalos, que podrían haber resultado superfluos para un hombre que poseía varias minas de oro, un banco, un archipiélago caribeño y su propia aerolínea; en fin, cumplí encantado).
Sir Jamie era un cincuentón de aspecto juvenil, pelirrojo con algunas canas. Hacía tiempo que la coleta marca de la casa había desaparecido, pero la tachuela de diamante seguía en su oreja. Vestía con estilo informal, unos vaqueros de diseño, una camiseta blanca y una chaqueta azul que se veía correcta y carísima. Yo me había vestido con mis mejores galas informales pero elegantes, aunque a su lado me sentía como un pillo de la calle.
Quizá hubiera un centenar de personas reunidas en el salón principal, que había arreglado a las mil maravillas un decorador cinematográfico. La multitud cabía sin problemas. Una mujer con aspecto de supermodelo se llevó mi abrigo como una exhalación y otra me colocó en la mano una copa de champán del color del oro viejo sin darme tiempo ni a respirar. Sir Jamie era del tipo tocón; te cogía de la mano, te llevaba del codo, te daba palmaditas en la espalda, golpecitos suaves en el brazo, esas cosas. Y durante todo ese tiempo hablaba con intensidad y entusiasmo, las palabras apenas tenían tiempo de apartarse del camino para dejar paso a las siguientes. En ese particular era exactamente el mismo que cuando le entrevistaban en televisión.
1
Juego de palabras intraducible: se refiere a la broma con el apellido del protagonista, Nott, cuyo diminutivo suena igual que