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Su mujer estaba sentada, erguida y elegante, en una silla de ruedas alta de última tecnología. Lady W. había sufrido una terrible caída de caballo hacía diez años, no mucho después de casarse. Vestía una prenda azul de gasa y algunas relucientes joyas de diamantes y platino. Debía de tener unos diez años menos que su marido, una melena negra azabache y ojos violeta.

—Llámame Helena, por favor —me dijo, soltándome la mano.

—Gracias, Helena.

Hizo girar la silla de ruedas mediante un pequeño mando que sostenía en la mano derecha y la deslizó hacia los escalones que bajaban a la parte hundida del salón.

—Escucho tu programa, Ken —me dijo por encima del hombro mientras yo la seguía.

—Gracias.

—No tienes pelos en la lengua, ¿eh?

—Es mi trabajo, Helena —dije al tiempo que la silla de Lady W. llegaba a la cima de los escalones y se detenía.

—Molestas a mucha gente.

—Eso me temo.

—A mucha gente importante, de hecho.

—Me declaro culpable, señora —convine.

—Conozco a muchos de ellos.

—Eh… Me sorprendería que no fuera así —dije con cautela.

Resopló como una colegiala inglesa de escuela privada y levantó la vista hacia mí, guiñándome el ojo.

—Sí, bueno, que no decaiga. Y ahora, a ver quién te encontramos para charlar.

Inspeccionó el salón con la vista. Yo también. El espacio en sí resultaba abrupto y de colores primarios. Parecía un decorado de cine; en realidad parecía la guarida del malo de una película de Austin Powers, que era una cosa curiosa en la que gastarse un par de millones de libras, pero en fin. Las ventanas, con vistas al sur y al oeste, medían tres metros de alto y fácilmente quince de ancho; parecían grandes losas oscuras salpicadas por las luces de Londres.

Se veían muchas caras famosas de, supuse entonces, prácticamente cualquiera de las sendas que en esta vida pueden conducir a que la cara de la gente aparezca en la prensa o la televisión aparte del crimen. (En realidad, me equivocaba en lo del crimen.) Imaginé que la gente a la que no conocía solo eran ricos o poderosos discretos o ambas cosas y comprendí que muy probablemente yo era la persona menos importante de todo el piso con la excepción, no garantizada, del personal de servicio con aspecto de supermodelos.

—Ah —exclamó con decisión la señora W.—. Tal vez te interese conocer a Ann y David Schuyler. Ella enseña filosofía política en la facultad de economía de Londres y él es un incondicional del grupo Tribune. Vamos.

La silla salió disparada hacia delante y, mediante un sistema de tres ruedas en cada esquina, descendió lentamente, con los motores runruneando, hacia la moqueta rojo oscuro de la zona inferior.

Los Schuyler eran encantadores y fascinantes e interesantes conversadores y también charlé con varias personas más que eran todas esas cosas o la mayoría de ellas durante el curso de la noche y pasé un rato agradable con un piloto de Fórmula Uno, una secretaria de Estado recién nombrada que me llevaría unos quince años pero seguía resultando sorprendentemente atractiva (y que sentía un desprecio todavía más sorprendente por su ministro) y una bella y joven actriz cuyo nombre todavía recordaba semanas después pero cuya personalidad me pasó totalmente inadvertida. Bebí champán y probé algunos de los alimentos que se deshacían en la boca y circulaban en bandejas de plata sostenidas en alto por el servicio cualificado para la pasarela.

Y por fascinante que me resultara por un tiempo, al final la única cosa que importó fue que conocí a Celia.

Ya la había visto al volver del servicio («En dirección al Monet y, al llegar al Picasso, giras a la derecha», como me había indicado el propio sir Jamie). Celia estaba de pie junto a un hombre pálido y pequeño con traje negro de corte severo, escuchándole hablar con un rotundo lord dueño de un diario nacional y varios títulos regionales.

Llevaba unos tacones bajos que la acercaban al metro setenta y un vestido negro, largo y de cuello alto. Un collar largo de perlas negras; la piel, del color del café con leche. Parecía mestiza, una combinación de blanco y negro y quizá también del sudeste asiático. Si me hubieran preguntado, le habría echado unos veinticinco, pero su cara era extraordinaria; daba la impresión de pertenecer a una adolescente que había visto cosas terribles para su corta existencia o a una sesentona que no había tenido ni un mal día ni nada que la empujara a envejecer en toda su vida. Sus rasgos transmitían una calma intensa, una inocencia casi obstinada que no recordaba haber visto jamás. Resultaba casi idéntica a la serenidad desenvuelta de un niño seguro y sin problemas pero no obstante profundamente diferente; algo por lo que se había luchado y que se había conseguido, no algo heredado, no algo que se le hubiera otorgado. Sus ojos color ámbar destacaban bajo la fina escultura de sus cejas oscuras y una frente como un cuenco perfecto y suave, y la redondez de la boca y los ojos se extendía hasta las líneas alargadas de los bordes del rostro contribuyendo así a aquella expresión de tranquilidad infinita. Llevaba el pelo recogido, denso, brillante, inmaculado. Era del color de la heroína.

Su mirada resbaló por encima de mí cuando pasé a unos metros de ella a la zaga de un poco más de aquel agradabilísimo champán. No la reconocí a ella ni al hombre que la acompañaba —que recordaba un poco a Bernie Ecclestone sin gafas y con mejor pelo—, aunque lo vi marcharse al cabo de una hora, sin ella pero con un tipo rubio tan ancho y alto que solo podía tratarse de un guardaespaldas.

Una tormenta había estado acercándose a Londres por el oeste desde las encarnadas horas del amanecer. Cuando descargó, la fiesta estaba en pleno apogeo pero, aparte de un rugido lejano, si te aproximabas a las ventanas y los dibujos ondeantes de la lluvia sobre los cristales que daban al oeste, era fácil pasarla por alto.

Volví a encaminarme hacia el Monet, listo para girar a la derecha al llegar al Picasso, pero el lavabo estaba ocupado. Sir Jamie, agarrado a una botella de Krug de cuello estrecho y en compañía de un par de sonrientes estrellas de culebrón, se detuvo y preguntó:

—¿Cola, Ken? Ven por aquí; hay otro urinario. Mi casa, ya sabes. ¡Ah! ¿Te apetece un billar? Nos falta… Oh, mentira, no, no nos falta nadie —dijo al tiempo que un joven insultantemente guapo al que reconocí de un grupo pop bajaba torpemente por las escaleras de caracol que quedaban a la derecha—. Perdona, Ken; retiro vergonzosamente mi oferta repentina. Hola, Sammy —saludó sir Jamie con una sonrisa, y le dio una palmada al chico en el brazo. Se volvió hacia mí y señaló las escaleras de caracol con la cabeza—. Por arriba, Ken. O si no, en ascensor. En cualquier caso, sigue a tu nariz. ¡Ja, ja! Nos vemos. Pásatelo bien. —Y añadió para el joven y las dos mujeres—: ¡Bien! —Y desaparecieron.

Subí las escaleras y luego seguí un pasillo ancho de gruesa moqueta flanqueado de obras de arte. Las ventanas del fondo daban al este del Millennium Dome, coronado por un aro de luces rojas de los edificios altos. No encontré ninguna puerta abierta, así que me encogí de hombros y elegí una al azar, la única de hoja doble a la vista. Un apropiado dormitorio del tamaño de una pista de tenis apareció ante mí y crucé hacia donde supuse que se encontraría el baño adjunto. Era un gimnasio, pero al fondo, en el otro extremo de la habitación, estaba el cuarto de baño. Realmente incluía un pequeño urinario de cerámica con tapa colgado de la pared, así como un retrete normal, dos lavamanos del tamaño de bañeras pequeñas, una inmensa bañera a ras de suelo tachonada de bocas, luces y altavoces subacuáticos, una ducha colosal con más bocas de agua que la bañera y una sauna del tamaño de la cabina de un camión.