Faye era periodista y locutora en la misma emisora de radio que yo; ella y Kul se conocieron en una de nuestras tardes de pub después del trabajo. Creo que estoy grabado describiendo a Faye por la radio como «linda».
—¿Cuándo salís para Nueva York? —pregunté.
Iban de luna de miel a Estados Unidos: a Nueva York y Yosemite. Solo seis días debido al trabajo de Kul y a la mudanza a Shoreditch de la semana siguiente.
—Mañana.
—¿Dónde os hospedáis?
—En el Plaza —contestó Kul. Se encogió de hombros—. Faye siempre quiere quedarse en el Plaza. —Echó un trago a la botella de Hobec que tenía en la mano.
—¿Vais en Concorde? —preguntó Jo. A Kul le gustaba viajar a lo grande; conducía un Citroën DS restaurado.
Negó con la cabeza.
—No. Todavía no han reanudado los vuelos.
Jo me miró con aire acusador.
—Ken no me quiere llevar a Estados Unidos —le dijo a Kul.
Él me miró con las cejas arqueadas.
Me encogí de hombros.
—Estaba pensando que sería mejor esperarse a que restauren la democracia.
Kulwinder resopló.
—No te gusta nada Bush, ¿eh?
—No, no me gusta, pero ésa no es la cuestión. Tengo la anticuada creencia de que si pierdes la carrera no deberías llevarte el trofeo. Que te lo entreguen gracias a un pucherazo electoral, a que la policía del estado de tu hermano impida a los negros ir a votar, a que una panda de fachas asalte una oficina de escrutinio y a que el Tribunal Supremo esté plagado de republicanos se llama… Vaya, ¿cuál era el término exacto? Ah, sí: golpe de Estado.
Kul sacudió la cabeza y me miró con sus grandes ojos oscuros.
—Uf, Ken —dijo con tristeza—. ¿Nunca te bajas de ese caballo tan alto en el que te paseas?
—Tengo un establo lleno de caballos iguales, Kul.
—Mierda —dijo Jo, con la vista fija en la pantalla del móvil.
Yo no lo había oído sonar; Jo solía tenerlo en vibrador (detalle que unos seis meses antes me había proporcionado la idea para uno de los elementos de mayor éxito y persistencia del programa; bueno, persistente en el sentido de que seguía recuperándolo de vez en cuando y exitoso para los perversos niveles de mi productor y yo mismo, ya que recibimos muchas más quejas por nuestra ordinariez y obscenidad de las habituales). Jo apretó un botón, adoptó una expresión heroica y dijo, con una alegría totalmente impostada.
—¡Todd! ¿Cómo estás? ¿En qué puedo ayudarte?
Jo sacudió la cabeza y miró el teléfono con desdén mientras Todd —uno de sus jefes en Ice House y, según decía, un incapaz en todos los sentidos— hablaba. Mantuvo el teléfono alejado y apretó la mandíbula un momento, luego se volvió y se llevó el teléfono a la oreja.
—Entiendo. ¿No puedes solucionarlo tú? —preguntó mientras paseaba despacio por la amplia terraza—. Bien. No. Comprendo. Sí. Sí. No, por supuesto…
—Bueno, y ¿qué me dices de ti, Ken? —preguntó Kul, apoyándose en el parapeto con la vista puesta en Jo, que ahora se encontraba a unos pasos de nosotros y mandaba el teléfono a tomar por culo mientras seguía hablando por él—. ¿Jo va a convertirte en un hombre honrado?
Le miré.
—¿Matrimonio? —pregunté en voz queda, mirando también a Jo—. ¿Me estás hablando de matrimonio? —Contestó con una mueca. También yo me apoyé en el parapeto, con la vista fija en la pulpa cada vez más marrón de la manzana—. No creo. Con una vez basta.
—¿Qué tal anda Jude?
—Muy bien, que yo sepa.
Mi ex actualmente follaba con un poli del soleado Luton.
—¿Seguís en contacto?
—Muy de vez en cuando.
Me encogí de hombros. Estábamos pisando terreno pantanoso, porque Jude y yo quedábamos de vez en cuando y en alguna de tales ocasiones (pese a toda la amargura y las recriminaciones y demás complementos habituales de un matrimonio fracasado) habíamos acabado juntos en la cama. No quería que Jo se enterara, ni tampoco el novio de azul de Judith. De hecho, no lo había hablado con ninguno de mis amigos. Tampoco era algo que se hubiera repetido en el último medio año, de modo que tal vez se hubiese terminado por fin. Probablemente para bien.
—Tú y Jo debéis de salir desde que conocí a Faye —dijo Kul.
Jo estaba en el extremo opuesto de la terraza, apoyada en el parapeto que daba al sur, todavía al teléfono y sacudiendo la cabeza.
—¿Tanto tiempo?
—Sí; hará unos dieciocho meses. —Bebió de nuevo, mirando a Jo por encima de mí—. Supongo que estáis a punto de romper o de iros a vivir juntos —dijo en voz baja.
Demostré la sorpresa que sentía.
—¿Por qué?
—Ken, tus relaciones rara vez superan el año y medio. Tu media debe de andar en torno al año.
—Hostia, Kul, ¿es que tomas notas?
Negó con la cabeza.
—No, simplemente recuerdo cosas y veo que hay patrones que se repiten.
—Bueno —empecé a decir, y quizá hubiera admitido a medias que Jo y yo no estábamos yendo a ninguna parte, salvo que Jo colgó el teléfono y se nos acercó a grandes zancadas—. ¿Problemas?
—Sí —dijo Jo, casi escupiendo—. Otra vez esos capullos de Addicta. —Addicta eran el último grupo de moda de Ice House. Eran actualidad; estaban en su momento. A mí más o menos me gustaba su música (grunge melódico inglés con oasis de sorprendente nostalgia), pero había llegado a odiarlos de una manera indirecta nacida de la solidaridad porque, de acuerdo con Jo, una fuente fiable, resultaba imposible tratar con ellos de puro idiotas que eran—. Ese capullo inútil necesita que les lleve de la puta manita mientras un estupendo fotógrafo de mierda los pasea en un puto Bentley o algo así. Tenían que haberlo hecho ayer pero el imbécil de los cojones se olvidó de decírmelo. —Dio una patada al parapeto con una de sus Doc Marten—. Mierda.
—Estás cabreada —dije—. Es evidente.
—Que te jodan, Ken —musitó, dirigiéndose al interior del piso.
La observé marcharse. ¿Seguirla e intentar suavizar las cosas o dejarla marchar para no empeorarlas? Dudé.
Jo se detuvo un instante a hablar con Faye, que avanzaba acompañada de varias personas en sentido contrario, luego se marchó. Al cabo de nada Faye me sonreía y me presentaba a esa gente y la posibilidad de seguir a Jo e intentar suavizar la situación se esfumó.
—Pensaba que estabas evitándome, Ken.
—Emma. Claro —dije, sentándome a su lado en uno de los dos sofás de cromo y ante negro del espacio principal. Brindamos—. Tienes un aspecto magnífico.
Emma llevaba sencillamente vaqueros, una suave camisa de seda y una diadema en el pelo, pero estaba estupenda. Para entonces ya me había bebido algunas copas más, pero no era el alcohol el que juzgaba y hablaba por mí. Ella se limitó a arquear las cejas.
Estaba casada con mi mejor amigo de la escuela de Glasgow, Craig Verrin; Craig y yo formamos nuestra pequeña banda de dos durante quinto y sexto, antes de que se marchara al University College de Londres y al año sentara la cabeza con Emma y tuvieran una niñita. Entretanto, yo —ferozmente ajusticiado por profesores y examinadores bajo el falso argumento de no haber hecho todo el trabajo necesario para aprobarme fui para preparar té y pillar drogas para los DJs más vagos y disolutos de la StrathClyde Sound.
Emma era lista y divertida y atractiva de un modo delicado típico de las rubias y siempre había estado loco por ella, pero nuestra relación se había agriado un poco porque ambos compartíamos la culpa secreta de que, solo una vez, nos habíamos acostado. Ella y Craig estaban pasando por un bache cuando ocurrió, después de que Craig se descarriara y volviera a encontrar el buen camino, y ahora habían roto de nuevo —llevaban separados un par de años—, de modo que la cosa no parecía tan mala como podría haber sido… pero aun así… La chica de mi mejor amigo; ¿en qué coño había estado pensando? La mañana siguiente había sido probablemente la más embarazosa de mi vida; Emma y yo parecíamos tan avergonzados que había carecido de sentido intentar fingir ante el otro que lo ocurrido no había sido un error garrafal.