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—¿De veras? ¿De verdad te parece simplista y desechable?

Yo iba a decir algo del estilo «Y tú eres la criatura más sobrecogedoramente bella de esta fiesta compuesta en su mayoría de criaturas sobrecogedoramente bellas, cosa que hace especialmente gratificante tu interés por mí», pero ella cometió la temeridad de interrumpir mi discurso profesional y tomarse en serio mi charla. No sabía qué era peor.

—Bueno, puede ser simplista, desde luego —dije—. Y cuando eso ocurre, no es más que una radio local, aunque sea una radio local londinense. Tampoco es Noam Chomsky.

—Admiras a Noam Chomsky —dijo asintiendo y apartándose otro mechón de pelo de la boca. El viento ululaba en torno al edificio, salpicándonos a ambos con gotas de lluvia. Era abril y no hacía demasiado frío, pero aun así allí actuaba una buena cantidad del factor viento helado—. Lo has mencionado varias veces.

Alcé las manos.

—Lo más parecido a un héroe que tengo. —Crucé los brazos—. Es verdad que oyes el programa, ¿no?

—A veces. Dices unas cosas… Siempre me sorprende que te salgas con la tuya. A menudo pienso que no te dejarán seguir adelante y, sin embargo, cuando vuelvo a encender la radio sigues ahí.

—La verdad es que al estudio lo llamamos…

—Puerta de Embarque —dijo con una sonrisa—. Lo sé. —Asintió. El viento le golpeó en la espalda, obligándole a dar un paso adelante, hacia mí. Adelanté una mano, pero ella recuperó el equilibrio y volvió a enderezarse. No parecía notar el vendaval que la rodeaba—. Seguro que te creas muchos enemigos.

—Cuantos más, mejor —convine con ligereza—. Hay mucha gente absolutamente despreciable, ¿no te parece?

—¿De verdad te da igual?

—¿Crearme enemigos entre mis mayores y superiores?

—Sí.

—No me importa lo suficiente para parar.

—¿De verdad no te preocupa ofender tanto a alguien que intente perjudicarte?

—Me niego a preocuparme. No le daría a esa clase de gente el gustazo de saberme preocupado.

—Así que… ¿eres valiente? —preguntó con una sonrisilla.

—No, no soy valiente. Simplemente me la trae al pairo.

Por lo visto le pareció divertido, porque bajó la cabeza y sonrió al empedrado.

Suspiré.

—La vida es demasiado corta para malgastarla preocupándose, Celia. Carpe diem.

—Sí, la vida es corta —concedió sin mirarme. Luego alzó la vista—. Pero quizá te arriesgues a acortarla aún más.

Le sostuve la mirada. Contesté que no me importaba, y en ese preciso momento, en la terraza bajo la tormenta, realmente lo creía.

Alzó un poco la cara, al tiempo que otra ráfaga de viento la sacudía primero a ella y luego a mí. Me moría de ganas de coger aquella barbilla perfecta y besarla.

—Mira —dije—, dejando aparte cualquier otra consideración, solo es la radio. Y mi reputación, que me he ido construyendo. Sobre todo a base de ser despedido de diversas emisoras, lo admito, pero por eso se me conoce. Es como si me hicieran descuento especial por eso mismo. La gente sabe que me pagan por ser controvertido o, directamente, grosero. Soy un deportista de impacto. El Escocés Impactante. El Impacto Escocés. Si Jimmy Young o uno de los locutores de Radio One o incluso si Nicky Campbell dijera las cosas que yo digo la gente protestaría, pero como soy yo, lo pasan por alto. Hoy día para impresionar de verdad tendría que difamar a alguien y entonces me despedirían. De todos modos, es probable que no tarden mucho en despedirme.

—Con todo, resulta extraño enfocar tu trabajo como lo haces. A la mayoría de la gente le gusta gustar. O incluso ser querida. —Lo expuso como si se tratara de algo que quizá no se le hubiera ocurrido nunca a una mente triste y cínica como la mía.

—Ah, pero yo siempre estoy listo para recibir una buena dosis de ambas cosas.

—Pero insultas a la gente y sus ideas. Incluso a su fe. A las cosas que aprecian.

—No tienen obligación de escucharme. —Suspiré—. Pero, sí, insulto a cosas que la gente tiene en gran estima. Es mi trabajo. —Celia fruncía el ceño. Me llevé las manos a las mejillas—. Mira, mi intención no es insultar a la gente y sus creencias para hacerles daño porque me produzca un subidón sádico, es decir, lo que necesito y quiero decir, y en lo que creo sinceramente, que considero que es verdad, son cosas que por casualidad hieren a otros. ¿Tiene sentido?

—Sí, creo que sí —dijo en un tono comedido y escéptico.

—Lo que trato de explicar es que yo tengo mis propias creencias. Yo… Mierda, esto es tan poco postirónico o posmoderno y tan escasamente cínico para, ya sabes… un cínico… Perdón, me estoy repitiendo… Jesús. —Respiré hondo una bocanada de aire tormentoso—. Creo en la verdad. —Ahora me sonreía un poco. Estaba comportándome como un completo idiota, pero ya no me importaba—. Ya está, ya lo he dicho. Creo que existe algo muy parecido a la verdad más o menos todo el tiempo y no acepto esa tontería de que cada uno tiene su propia verdad y que hay que respetar las opiniones de todo el mundo solo porque son sinceras. El odio de los nazis a los judíos era sincero; no era ninguna broma. No voy a respetar sus putas ideas solo porque fueran sinceras. Creo en la ciencia, en el método científico, en la duda, en el cuestionarse las cosas, en enfrentarse a las verdades en lugar de esconderse de ellas. No creo en Dios, pero admito que podría estar equivocado. No creo para nada en la fe porque la fe significa creer sin razón y la razón es lo único que tenemos, la única cosa en la que sí creo. Creo que la gente tiene todo el derecho a creer en lo que quiera, por muy ridículo que sea, pero no acepto que tenga derecho a coaccionar a otros para compartir sus puntos de vista. Y, desde luego, no acepto ningún derecho que pueda creer tener nadie a que no se desafíen sus opiniones solo porque le fastidie.

—Tienes fe en la razón —dijo con calma, colocándose bien algunos mechones—. ¿No?

Me reí en voz alta, agitando los brazos.

—¡Qué locura! —bramé—. ¿Estamos en lo alto de una torre en medio de un puto huracán calándonos hasta los huesos y charlando de filosofía? —Dejé los brazos extendidos—. ¿No te sorprende lo absurdo de la situación? ¿Celia? —añadí por si creía que había olvidado su nombre.

Volvió a ladear la cabeza. Otra ráfaga desestabilizadora de viento, otro reajuste de posición.

—Lo siento. ¿Tienes frío? —preguntó con tono preocupado—. Podemos entrar.

—No, no. Si tú estás bien aquí, yo también. Soy escocés; estamos obligados moral y legalmente a no admitir que tenemos frío, desde luego, no en presencia de mujeres con vestimenta ligera y en especial no de mujeres con vestimenta ligera y una belleza apabullante a las que quepa suponer habituadas a climas más agradables. Las penas son bastante severas. Te retiran el pasaporte y…

Celia asentía con un leve fruncimiento de cejas.

—Sí. Solo te cuesta explicarte cuando estás siendo particularmente sincero —dijo a modo de conclusión.

Eso me cortó las alas. Dejé caer las manos, con las que también había estado hablando.

—¿Qué eres tú? —inquirí—. Celia, a las claras: ¿una especie de detractora de las brigadas policiales móviles venida a psicoanalista filosófica?

—Soy una mujer casada, ama de casa, oyente.

—¿Casada?

—Casada.

—¿A tu marido también lo metes en estos aprietos?

—No me atrevería. —Parecía muy seria. Luego meneó la cabeza—. Bueno, podría, pero no me entendería.

A la mierda; estaba cogiendo frío. Era la mujer más interesante, incluso excepcional, que había conocido desde hacía muchísimo tiempo, pero las cosas tienen un límite.

Le sostuve la mirada y, después de coger aire, pregunté:

—¿Eres una esposa fiel, Celia?

No dijo nada durante un rato. Nos limitamos a seguir de pie mirándonos el uno al otro. Veía gotitas de lluvia en su cara como gotas de sudor o lágrimas y el vendaval que la despeinaba. Celia se sacudía a cada ráfaga de viento, como si temblara.

—Lo he sido —contestó por fin.

—Bien, yo…

Me detuvo, levantando una mano hacia mi boca y negando con la cabeza. Miró detrás de mí, hacía el ventanal todavía abierto.

—Mi marido es… —empezó a decir, pero se detuvo. Chasqueó la lengua, miró abajo, luego a un lado, y se pellizcó el labio inferior con los dedos de la mano derecha. Volvió a levantar la vista hacia mí—. Una vez se me ocurrió que si llegaba a odiar a alguien de verdad, de verdad, le haría el amor y me encargaría de que mi marido se enterara. Pero solo si odiara mucho a ese individuo y quisiera verlo muerto o quizá creyera que él preferiría estar muerto.

Arqueé las cejas.

—La puta —dije razonablemente. No parecía estar de broma—. Tu marido es, ah, bueno, celoso.

—No sabes cómo se llama.

—Ah —dije avergonzado. Me di unos golpecitos en la sien—. ¿No era Merry…?

—Merrial. John Merrial.

Sacudí la cabeza.

—Lo siento —dije—. No me suena de nada.

—Pues debería sonarte, creo.

—Bueno, me llevas ventaja.

Celia asintió despacio, con solemnidad.

—Me gustaría volver a verte, si te apetece. —El viento casi ahogó su voz.

—Sí, me gustaría. —Pensé: Todavía no la he tocado, ni besado, ni nada. Nada.

—Sin embargo, debes saber que si vamos a vernos tendrá que ser de manera esporádica y secreta. Podría parecer… casual —dijo volviendo a fruncir el ceño, como si no estuviera explicándose como quería—. Pero no lo sería. No podría serlo. Sería… —sacudió la cabeza— significativo. No algo en lo que embarcarse a la ligera. —Sonrió—. Me ha quedado muy formal, ¿no?

—Me han hecho proposiciones más románticas.

Avancé lentamente y estiré los brazos hacia Celia. Ella se puso de puntillas, alzando la cabeza y echándola hacia atrás, cogiéndome la cara con las manos y ofreciéndome su boca abierta mientras el viento golpeaba y empujaba y nos zarandeaba y la lluvia sembraba las ráfagas a modo de suave y fría metralla tormentosa.