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—¿Compensaciones? —preguntó Craig llevándose la mano libre a la oreja—. ¡Escucha! ¿Es ese el sonido de alguien aferrándose a la última esperanza? ¡Vaya que si lo es! —Me limité a mirarle. De hecho lo que oía era Moby haciéndose el interesante y el profundo en la minicadena de la cocina—. ¿Qué compensaciones? ¿Tener que viajar hasta Cappielow para ver los partidos que jugáis en casa o visitar East Fife?

—No —contesté obviando los insultos—. Quiero decir que te prepara para la vida de hincha del equipo nacional.

—¿Que qué? —dijo Craig, como si por un momento fuera londinense.

—Piénsalo —le dije aceptando el porro—. Gracias. Si eres de un equipo como el Clydebank te acostumbras a las decepciones… —Hice una pausa para darle una calada al porro y seguí hablando entre nubes de humo—. La carrera truncada por la copa, los buenos jugadores (los rarísimos jugadores buenos de verdad) que se venden antes de que tengan oportunidad de hacer algo por el club más que poner en evidencia que el resto del equipo son unos pobres paletos, la angustia de mitad de temporada a medida que se hunden entre las posiciones inferiores de la liga, incluso, a largo plazo, los ascensos ocasionales de los que sabes que probablemente acabarán en descenso al año siguiente; sencillamente las aburridas y evidentes demostraciones de ineptitud futbolística mientras estás sentado congelándote durante dos horas consciente de que has apoquinado veinte libras por ver a dos pandillas de palurdos correteando por un campo enlodado dándose patadas unos a otros o, por lo que se ve, compitiendo a ver quién lanza la pelota más alta fuera del campo de juego mientras los tipos que te rodean insultan y descalifican a pleno pulmón a su propio equipo y a los demás hinchas. —Di otra calada honda y le devolví el porro.

—Ah, un gran deporte —convino Craig fingiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Y así, cuando toca animar al equipo nacional escocés, estás plenamente preparado para los resultados negativos, las desilusiones, las frustraciones, las decepciones y en general para toda la gama de desesperaciones que conlleva y que son el resultado natural de apoyar a nuestros valientes pero por lo general anodinos Bravehearts. Te has inoculado contra semejante desilusión a lo largo de tu vida de hincha; es la clase de porquería que estás acostumbrado a ver y aguantar cada semana o quincena de las tres estaciones de lluvia. Sencillamente elevas ligeramente las expectativas, ya maltratadas y listas para desplomarse, y punto. En cambio, vosotros —dije aceptándole el canuto—. Vosotros —repetí tras una profunda calada—, con vuestras espléndidas nueve ligas seguidas y vuestros jugadores con Ferrari y vuestros cuarenta y cinco mil seguidores que acuden al campo cada vez que jugáis en casa y vuestra experiencia europea… vosotros os acostumbráis al éxito. Os sentís engañados si 110 hay platería nueva en la sala de… sí, tenéis una sala de trofeos; nosotros tenemos una vitrina.

—Vacía en la actualidad, si no me falla la memoria. Gracias.

—Que te jodan. Empezáis a lloriquear si no sois los primeros de algo al final de temporada. Nosotros nos contentamos con que nuestro equipo siga existiendo y ningún cabrón haya vendido el campo a escondidas a una franquicia nueva de B Q. La cuestión es que acabáis totalmente condicionados por la victoria, por ganar, y cuando apoyáis a la bella Escocia, por obligación genética y constitucional, no asumís el hecho de que, en esencia, son una mierda.

—No somos una mierda —protestó Craig a la defensiva.

—Bueno, no un cagarro total y absoluto, pero tampoco mucho mejores de lo que debe ser el equipo de un país de seis millones de habitantes. De manera que de pronto os encontráis en situación de inferioridad, tenéis que enfrentaros al hecho…

—Vale, vale —interrumpió Craig sacándose los mocasines de un par de patadas y apoyando los pies en la mesa artesana—. Lo he captado. Acabas refugiándote en cuestiones periféricas como tener unos hinchas educados.

—Más educados que esos asquerosos, gamberros y xenófobos hinchas ingleses, desde luego, lo cual conforma el subtexto implícito del «¿acaso no somos fantásticos?» que caracteriza el orgullo caledonio.

—Borrachos pero amistosos.

—Inofensivos.

—Más o menos como el equipo.

—Exacto.

—Lo importante es el espectáculo —musitó Craig con un deje triste y estirándose para pasarme el porro.

—Es el equivalente nacional de las esperanzas locas a las que te aferras al nivel de la liga con equipos como el Clydebank: la gente que aplaude con espíritu deportivo, una fugaz muestra de habilidad cuando alguien en el campo acierta por casualidad a hacer lo que pretendía, la mezcla de orgullo y resentimiento cuando un jugador vendido a un equipo grande tres temporadas atrás marca tres goles seguidos en la Premier inglesa.

Di una calada al porro hasta acabarlo y lo apagué en el cenicero junto al que nos habíamos fumado antes. El chili casero de Craig. Cogí el vino.

—Ya, pero cuando ganas… —dijo Craig recostándose en la silla y colocándose las manos detrás de la nuca—, vale la pena. Incluso un hincha de unos perdedores como tú tiene que haber oído hablar de eso, no sé, de boca de los seguidores de otros equipos.

También pasé ese comentario por alto.

—¿Seguro? Francamente, empiezo a dudarlo.

Craig parpadeó detrás de sus gafas a lo Trotski.

—¿Cómo? ¿Que ganar no es divertido?

—No, lo que digo es que empiezo a cansarme de toda esta historia del fútbol.

Craig ahogó un grito y contestó:

—Lávate la boca con salsa Bovril, bastardo blasfemo.

—¿Tú no estás cansado? En serio. Empiezo a saturarme del juego ese de la puñeta, y eso que no tengo Sky. Hay demasiado fútbol.

Craig se tapó los oídos con las manos.

—Estás empezando a asustarme. Fingiré que no estás aquí hasta que dejes de decir maldades y cosas horripilantes.

—Se me ha ocurrido una cosa.

—No te oigo.

—La Copa del Mundo.

Craig comenzó a tararear con la boca cerrada. Alcé la voz por encima de sus zumbidos y de Moby, que seguía canturreando taciturno en algún lugar dentro de los delicados mecanismos del equipo Sony.

—La Copa del Mundo —repetí—. Dura demasiado —grité—. Tengo una idea para que todo ese follón exagerado acabe en un día. En realidad, es aplicable a cualquier otra competición.

—La, la, la-la-la…

—¿Cuál es la mejor parte del final, la más emocionante, la más intensa, la que hace que te muerdas las uñas? —bramé. Puse los brazos en cruz—. ¡La tanda de penaltis!

Craig parecía a punto de estallar. Se sacó las manos de las orejas y dijo:

—No estarás sugiriendo…

—¡Sí! Te cargas los noventa minutos de partido, te saltas la media hora de prórroga y pasas directamente al lanzamiento de penaltis sin tener que andar primero corriendo por ahí, jadeando y tirándose de cabeza. Máxima intensidad desde el pitido inicial de la primera parte hasta el último momento, ese caer de rodillas con la cara entre las manos y saltos y puños al aire que manda el trofeo Jules Rimet de vuelta a Luxemburgo, que es donde tiene que estar.

—Eres un pagano cabrón solo por haberlo pensado.

—A los yanquis les encantaría. Las cadenas de televisión tendrían por fin un formato de fútbol en el que podrían colar anuncios cada tres o cuatro minutos. No se ofendería al lapso de atención del ciudadano medio de Peoria, Illinois.

—El lanzamiento de penaltis es una desgraciada parodia del mejor deporte del mundo —repuso Craig con dignidad—. Lanzar una moneda al aire sería más honorable; al menos se admite que es pura suerte.