—Habló el miembro de la Federación Escocesa de Fútbol. Estoy hablando del futuro, huno reaccionario de los cojones. O te pones al día o te pasas al shinty, ludita.
Craig daba toda la impresión de no estar escuchando. Tenía la vista fija en la minicadena, donde el Play de Moby estaba a punto de acabar.
—Moby —dijo mirándome.
—¿Qué le pasa?
—¿No crees que se parece un poco a Fabien Barthes?
Más tarde en el salón, sentados juntos en el sofá, esperando mi taxi, compartiendo un último porro y un par de copas de Bin 128:
—Emma dice que nunca hablamos de nada importante.
—¿Sí? —pregunté.
—Sí. Es la razón número trescientos siete de su lista de «Razones por las que Craig es un mierda».
—Bueno, si quiere hablar contigo de cosas supuestamente importantes. …
—No, no, no, ella conmigo no. Se refiere a ti y a mí.
Le miré.
—¿A qué se refiere?
—Creo que quiere decir que no cotilleamos.
—Ah, ¿quieres decir que hablamos de cosas que a nosotros nos parecen importantes como el fútbol, el sexo y la política pero no de, por ejemplo, las relaciones?
—Algo así —dijo Craig rascándose la cabeza—. Después de vernos me pregunta por tus padres, por tu hermano o por Jo, y acabo encogiéndome de hombros y contestando que yo qué sé.
—Ah, bueno.
—Así que, ¿cómo están tus padres, tu hermano y tu novia, Ken?
—Todos bien, gracias, Craig.
—Gracias. Informaré a mi mujer, de la que ahora estoy separado, la próxima vez que la vea.
—Y Emma, ¿qué tal? ¿Tú cómo estás?
¿Por qué me sentía culpable cada vez que preguntaba por Emma? Era una amiga, Craig siempre la había querido mucho y siempre la querría, y solo habíamos pasado juntos una noche de borrachera que ambos lamentábamos profundamente y deseábamos que nunca hubiera ocurrido, de modo que ¿por qué me sentía un traidor cuando la mencionaba delante de Craig?
—Ah, vamos tirando —suspiró Craig—. Acabados, creo, pero tirando. ¿Y tú? ¿Todavía sigues con Jo?
—Ajá.
—¿No te ves con nadie más?
—En realidad no. Bueno… —Hice una mueca.
—Así que continúas tanteando el terreno, ¿eh? —repuso Craig con una sonrisa indulgente.
Me retorcí un poco, incómodo.
—No tanteo el terreno, más bien hago algún que otro lanzamiento desde detrás de los setos de vez en cuando para…
—Devolver la pelota.
—Pensaba más bien en analogías de siembras y arados, pero también puede decirse así —concedí.
Craig apartó la vista, pensativo.
—Creo que debería haberme dedicado un poco más a esos menesteres.
—Que tienes treinta y cinco años, hombre. Estás en la flor de la vida. Por Dios. Todavía no has llegado al estadio de las pantuflas y la pipa.
—Ya, pero la mayoría de mis amigos están casados. Y trabajo en casa; no puedo ligar junto a la máquina de café o la fotocopiadora.
—¿Qué tal el trabajo? ¿Has diseñado alguna web buena últimamente?
Gruñó.
—No preguntes. Me he pasado el día entero purgando los ordenadores con antivirus. Un mierdecilla de la Khazaktavia exterior con un puto Sinclair Spectrum. ¿Y tú?
—A un locutor radiofónico no se le pregunta por el trabajo —le dije en tono cansino—. Se supone que eres tú el que tiene que contarme que cada programa diario que escuchas es mejor que el anterior. —Le miré—. Todavía no le has cogido el tranquillo a la cosa esta de la «amistad», ¿no?
—¿Para qué coño voy a escucharte? —La luz rubí de una lámpara de lava postirónica de segunda generación se reflejó en sus gafas y su cráneo afeitado desde un estante situado detrás de él—. Si mañana estuviera lo bastante desesperado…
—¿Qué quieres decir con «si», desleal ex supuesto mejor amigo (abro comillas) escocés (cierro comillas)?
—… todo lo que oiría —continuó Craig— sería lo mismo que acabo de escuchar esta noche.
—¿Qué? —chillé.
—Mírame a los ojos, sinvergüenza mentiroso y taimado, y dime que no regurgitarás toda esa tontería de que seguir equipos de mierda es mejor preparación para apoyar a los equipos nacionales malos que seguir a los buenos, o esa chorrada sin sentido de una Copa del Mundo compuesta por completo de una serie de tandas de penaltis. Es que eres de escándalo.
Me quedé mirándolo un rato.
—Un golpe justo —admití con voz ronca.
—Debería reclamar derechos de autor. Un salario.
—¿De verdad nunca oyes el programa?
Craig soltó una risotada.
—Claro que lo escucho. Hasta que los anuncios me atacan los nervios. Pero sé que reciclas las cosas de las que hemos estado charlando.
—Lo sé. ¿Debería mencionarte? ¿Nombrarte en los créditos? ¿Enrolarte en el esquema de Sanitas de Capital Live!?
—Ya te he dicho que con un cheque regular basta.
—Vete a la mierda.
Suspiró.
—En fin.
—Bueno, no te quedes aquí sentado compadeciéndote…
—No me compadezco.
—Ni deberías. Tienes una buena carrera, satisfactoria, has criado una hija lista y guapa y eres el amigo afortunado de al menos un personaje muerto realmente famoso, yo. A ver, ¿qué más se puede pedir?
—¿Más sexo?
—Estaría bien. Mira, sal ahí fuera y empieza a tratar a gente. Conoce mujeres. Sal conmigo. Saldremos de discotecas.
—Ya, puede.
—No, puede, no; decidido. Hagámoslo.
—Llámame. Convénceme cuando esté sobrio y no esté taciturno.
—¿Ahora estás taciturno?
—Un poco. Me encanta mi trabajo, pero a veces pienso que no es más que papel pintado electrónico y que no tiene sentido. Y Nikki es brillante pero también pienso que algún cabrón hijo de puta le va a hacer mucho daño… O sea, ya sé que parezco del paleolítico, pero ni siquiera me gusta pensar que practica el sexo.
—No. Mierda, a mí sí.
—Hombre, Ken —dijo Craig meneando la cabeza—. Incluso para ser tú…
—Perdona, perdona —me excusé de corazón.
Llamaron a la puerta.
—Bien. Ahora saca el culo de mi casa, pedazo de tarta penenosa…
—¿Penenosa?
—Venenosa.
—Vale, vale —dije levantándome de un salto y dándole una palmada en una rodilla—. ¿La semana que viene a la misma hora?
—Es probable. Buen viaje de vuelta al palacio de la ginebra.
Me detuve en el umbral, chasqueé los dedos y dije:
—Oh, no lo he mencionado.
—¿El qué? —preguntó Craig con recelo.
—Mi tórrido lío homosexual con Lachlan Murdoch.
—¿Eh?
—Sí y curiosamente he empezado a escribir para uno de los tabloides de su padre.
Craig cerró los ojos.
—Pasémoslo por alto, ¿vale? —Suspiró.
—Pensé que debías saberlo, por fin «me he metido» en el emporio Murdoch. Je, je.
—Joder.
—¡Nos vemos!
—Sí, explica eso en la radio, señor Graciosillo.
—Ha sido una exclusiva para ti, cielo. Hasta la semana que viene.
—Sí, sí…
La primera vez que besé a Celia, la noche de la tormenta, no fuimos más allá. Fue un beso fabuloso, con su cuerpo cálido y prieto contra el mío y su boca suave y su lengua pequeña y dura bailando dentro de mi boca como una llamita de músculo húmedo, pero no hubo más. Ni siquiera me dio su dirección ni su teléfono ni nada. Por entonces, claro, yo todavía no sabía quién era su marido, solo que parecía algo psicótico (cosa que, sabe Dios, debería haberme bastado). Me preocupaba que pese a la solemnidad previa Celia estuviera quedándose conmigo, que fuera una tomadura de pelo extrañamente seria. Pero dijo que se mantendría en contacto conmigo. Debía regresar a la fiesta porque estaba a punto de pasar un coche a recogerla.