Otro beso largo e insoportablemente sexy, durante el que me permitió recorrerle todo el cuerpo con las manos, y luego desapareció dentro de la habitación. Yo me quedé bajo la lluvia y el viento, empalmado como una secuoya gigante, dejando transcurrir un intervalo decoroso y, por una vez, deseando fumar porque parecía el momento adecuado para hacerlo. Después —previa visita al megalavabo para secarme la cara y peinarme—, regresé a la fiesta.
Celia ya se había marchado.
Durante semanas, no pasó nada. La vida continuó, se sucedieron las tonterías de siempre (visitas al dentista, roces con la dirección de la emisora, un par de almuerzos alcohólicos y coquetos con la encantadora Amy, un concierto en Brighton con Ed, que rematamos bañándonos desnudos al amanecer con dos chicas argentinas). Jo y yo asistimos a fiestas y vimos películas, nos drogamos y fuimos a discotecas, practicamos sexo divertido de vez en cuando y decidí que Celia era simplemente una de esas historias que nunca llegan a cuajar: un pequeño oasis de extrañeza, encanto y drama de alto nivel en una existencia que para empezar nunca anduvo corta de esas cosas. De todos modos, la mujer era la chica de un gángster. Peor aún, su esposa. Trabajar al límite, arriesgar y todas esas sandeces estaban muy bien, y no había mentido descaradamente al decirle a Celia que no me preocupaban, aunque no era ningún suicida. La vida era demasiado corta para no vivirla al máximo, pero Celia tenía razón al recordarme que ciertos comportamientos pueden acortarla de manera espectacular.
Entonces, un miércoles nublado de mediados de mayo, pasado ya más de un mes, llegó un mensajero con un sobre fino y acolchado justo al acabar el programa. Dentro había una llave de hotel de plástico gris. En ese momento me encontraba en el pasillo de camino al despacho; miré dentro del sobre pero no encontré nada más; lo zarandeé bocabajo y nada. Miré en el pasillo sin parar de andar por si se me había caído algo. Nada. La llave no indicaba el número de habitación ni el hotel. Nunca lo hacen.
Me la guardé en el bolsillo e inspeccioné el sobre en busca del nombre del remitente, preguntándome si podría contactar con quienquiera que me hubiera enviado el sobre.
El móvil sonó en cuanto lo volví a conectar. La pantalla indicaba «Desconocido».
—¿Diga? —contesté.
—¿Kenneth? —preguntó una voz femenina.
—Ken Nott, sí.
—¿Podemos hablar?
—Sí. —Me detuve junto a la puerta del despacho. Dentro se oía a Phil y Andi, su ayudante, charlando y riendo—. ¿Quién es?
—Nos conocimos en la terraza hará unas cinco semanas, ¿te acuerdas? Por favor, no pronuncies mi nombre, pero ¿me recuerdas?
—Ah. Bueno, sí. Sí, por supuesto. ¿Qué tal?
—¿Todavía…? No estoy segura de qué decir. ¿Deseas proceder? Es muy poco romántico, lo siento.
—Ah —dije, con la vista clavada en la moqueta a mis pies—. He descubierto, eh, quién es la otra mitad.
—De modo que no quieres. Comprendo. Lo siento. He sido una estúpida. Por favor, deshazte de…
—Bueno, no, espera.
—¿Has recibido lo que te he enviado?
—¿Del tamaño de una tarjeta de crédito? ¿Nada más?
—Correcto.
—Sí. ¿De dónde es?
—El Dorchester. Seis cero siete. Es solo que… Me habría gustado volver a verte.
No sé. Fue algo en la manera en que lo dijo. Tragué y pregunté:
—¿Estás ahí?
—Sí.
Consulté el reloj de pulsera.
—Tengo que arreglar un par de cosas. ¿Dentro de media hora?
—Tenemos toda la tarde, más o menos hasta las seis.
—Vale, pues nos vemos.
—Dos cosas.
—¿Qué?
—No puedes dejarme ninguna señal. Nada.
—Claro, lo comprendo.
—Además…
—¿Qué?
—Solo esta vez ¿podrías estar callado?
—¿Callado?
—Completamente. Desde que llegues hasta que te vayas.
—Es un poco raro.
—Es… una superstición privada, supongo que tú lo llamarías así. Sé que para ti no tiene sentido. Pero me gustaría que me concedieras eso.
—Un momento —dije, al borde de la risa—. ¿Es que han pinchado el dormitorio?
—No. —La oí sonreír. Una pausa—. ¿Lo harás por mí? ¿Solo esta vez?
—¿Y si me niego?
—Si no me concedes esto y seguimos adelante pensaré que esto acabará mal para los dos. No sé qué creerías tú, Kenneth.
Pensé en ello un momento.
—De acuerdo.
—Entonces hasta dentro de media hora. Te esperaré.
—Hasta pronto.
—Sí.
Colgó.
La habitación 607 del Dorchester era una suite. Titubeé ante la puerta. Estaba sudando. Básicamente porque había ido a pie desde Capital Live! Los asuntos que había pensado que tenía que arreglar resultaron nimiedades o podían posponerse perfectamente al día siguiente, de manera que me había despedido —el programa del día siguiente estaba casi listo— y me había ido. Hacía calor y el aire de mayo era húmedo y denso.
El paseo me dio tiempo para pensar. ¿Estaba actuando con sensatez? Bueno, no había ni que responder. Desde un punto de vista objetivo, sabiendo de quién era esposa la mujer que, así lo esperaba, estaba a punto de follarme, me estaba comportando como un masoquista con deseos de morir. O no, claro; quizá Celia hubiera exagerado la noche que estuvimos en la terraza de la habitación de sir Jamie. Quizá lo hubiera dramatizado porque así satisfacía alguna necesidad de misterio y a su marido le importaba un comino lo que hiciera y con quién lo hiciera.
Toqueteé la delgada tarjeta de plástico del bolsillo. Toda la intriga misteriosa alrededor de la llave resultaba vagamente divertida y tranquilizadora o, por el contrario, de lo más preocupante. ¿Qué estaba haciendo? Es un gángster, tío. Todos nos tranquilizamos considerándonos especiales, pero ¿alguien era tan especial, existía alguien tan extraordinario que valiera la pena correr el riesgo que tal vez estaba asumiendo yo en ese momento?
Por supuesto, la gente ha corrido riesgos de locura por sexo, lujuria y amor desde que el mundo es mundo. Se han declarado guerras por lo que, siendo inmisericorde, podría calificarse de simples frotamientos superficiales. Se han reescrito libros sagrados, se han modificado las leyes divinas para poder poseer las curvas anheladas. El deseo es el ambiguo cumplido del que la humanidad no puede renegar. Es la vida, así somos. No podemos evitarlo.
Visto uno, vistos todos, me dije. Pero por otra parte, claro, eso era una gilipollez. Los sexistas recurrían a esa frase igual que los racistas decían: «A mí todos me parecen el mismo». Ambas eran confesiones de ineptitudes personales, de la incapacidad de ver.
Metí la tarjeta y entré en un vestíbulo a oscuras iluminado únicamente, una vez hube cerrado la puerta, por la luz que llegaba desde el cuarto de baño situado en el otro extremo de la suite. Hacía mucho calor, tuve que quitarme la chaqueta. En una mesilla en frente de mí, un enorme ramo de flores inundaba el aire de un aroma dulzón. Había dos puertas grandes, a derecha e izquierda, ambas entreabiertas, ambas dando paso a habitaciones a oscuras. De una y otra dirección solo llegaba el ruido ambiente de la ciudad, muy amortiguado. La primera puerta daba a una sala de estar con cortinas oscuras de drapeados altos hasta el techo y gruesos como moquetas que contenían el sol de la tarde. Un poco eduardiano, pero de una suntuosidad adecuada. La otra puerta conducía al dormitorio.
Todo ese tiempo había habido una luz encendida en el dormitorio. Celia estaba sentada a un escritorio de tapa corredera al fondo del cuarto, leyendo a la luz de una lámpara. Iba envuelta en un albornoz blanco demasiado grande para ella. Su pelo castaño dorado caía suelto hasta casi tocar el asiento. Se giró al oír que se abría la puerta. Llevaba unas gafitas redondas. En el dormitorio hacía aún más calor; un conducto de ventilación zumbaba suavemente en el techo, generando una bocanada de calor tropical que al momento empezó a secarme el sudor de la nuca y despeinarme.