Celia se llevó un dedo a los labios. El corazón me latía con fuerza; casi esperaba que aparecieran del armario varios matones musculosos con el cuello de cuarenta y cinco centímetros de diámetro, me aporrearan en la cabeza, me amordazaran con cinta aislante y me metieran en una bolsa para cadáveres… aunque por la impresión que daba la habitación a la tenue luz de la lamparilla, aquel lugar era demasiado pijo para tener armarios; en su lugar habría un vestidor. Me quedé de pie pasando calor y preguntándome hasta qué punto querría Celia que yo tomara la iniciativa; qué grado de iniciativa quería tomar yo. Todo ese asunto del acuerdo de silencio —o al menos mi consentimiento— había situado la pelota en el campo de Celia. En un rincón de la habitación esperaba la cúpula de un carrito de elegantes destellos. En una mesa baja, delante de una ingente muestra de azucenas, había una botella de champán en hielo y dos copas. El aroma de las flores saturaba el aire cálido como la sangre.
Celia cerró el libro, se quitó las gafas, se levantó y se acercó a mí, poniéndose de puntillas con su último paso para besarme igual que la noche de la tormenta. Olía a musgo y rosas. Le solté el grueso cinturón del albornoz con ambas manos y abrí la prenda. Tenía la piel suave y cálida, más cálida incluso que el sobrecalentado aire de la habitación. La aparté un poco para contemplarla. Dejó caer el albornoz.
Los ojos casi se me salieron de las órbitas y respiré hondo al ver por primera vez la extraña marca retorcida de su cicatriz. Creo que estaba a punto de exclamar «Dios mío» cuando Celia se me anticipó y me tapó delicadamente la boca con la mano, haciéndome callar mientras yo seguía con la vista fija en aquella tracería de líneas marrón oscuro. Permaneció quieta en medio de la espiral blanca y reluciente del albornoz caído dejándome inspeccionar la huella como de helecho, levantando los brazos y recogiéndose el pelo para que la viera mejor, mostrándose en silencio.
Nos lanzamos a nuestra causa común sobre una vasta cama con dosel. Dejé que me desvistiera, con una urgencia en las manos y la expresión que no me estaba permitido comentar. Mientras, le acaricié el pelo, arando su fértil densidad con los dedos. Su cuerpo era la cosa más sensual que había visto en la vida, de miembros delgados pero de redonda musculatura y una cintura minúscula. Sus areolas y pezones eran rosados, algo inesperado en una piel acaramelada cuyo tono —salvo por el dibujo tallado por el rayo que descendía por el flanco izquierdo— no variaba en ninguna parte, solo muy levemente en las palmas de las manos y las plantas de los pies. Su vello púbico era más oscuro que el de la cabeza, de una suavidad sorprendente pero muy rizado. Me quitó los vaqueros. La punta de mi polla sobresalía por el borde de mis Calvin Klein, morada y de aspecto lustroso entre el algodón gris y el tono pastoso de mi piel escocesa irremediablemente pálida. Siempre había pensado que el espectáculo resultaba un poco burdo —las erecciones solían serlo, en una u otra circunstancia— pero Celia sonrió al verla, como si fueran ya viejas amigas, y me quitó los calzoncillos.
Imité el gesto de ponerme un condón y señalé mi chaqueta, colgada de una silla. Celia negó con la cabeza. Arqueé las cejas y moví levemente la cabeza en un gesto que intentaba traducir adecuadamente: «¿Estás segura?». Asintió con énfasis.
Bien, vale, pensé, y me volvió a besar.
La deseaba muchísimo, de inmediato, pero decidí tomar un poco el mando y la tumbé de espaldas. Quería verla, experimentar cada parte de ella con todos los sentidos que lograra concentrar. Me arrodillé entre sus piernas, agarrándole las pequeñas nalgas con las manos y levantándola. Su vagina era rosada como los pezones, flanqueada por los carnosos pliegues gris rosáceo de los labios, frondosos y rizados y más altos en el minúsculo aro que ocultaba el botón regordete y brillante del clítoris. El coño le olía a talco, sabía a sal dulce. Hundí en ella lengua y labios, presionando y avanzando como un sabueso en busca de trufas mientras frotaba y apretaba el minúsculo rosetón de su ano con un pulgar, escuchando acelerarse su respiración, con la impresión de que el calor envolvente de Celia me incendiaría la boca.
Penetrarla fue un proceso lento, gradual, casi titubeante, justo lo contrario de lo que creo que ambos esperábamos. Me descubrí temblando, sacudiéndome como un adolescente en su primera vez, con la boca seca de repente y las lágrimas —¡lágrimas!— inundándome los ojos. Celia yacía sobre su pelo, con la cabeza ladeada de cara a la oscuridad y el tendón lateral de la garganta tenso, como una columna resaltada, con los brazos abiertos sobre la cama y los dedos aferrando, atrapando, puñados de almohada blanca y mullida, las piernas formando una uve en tensión, con los dedos en punta; después, cuando por fin entré en ella por completo, ahogó un grito y se lanzó sobre mí, rodeándome y estrujándome con brazos y piernas con una fuerza extraordinaria, como si todo mi cuerpo fuera una enorme polla y el suyo una mano, sus extremidades, dedos.
Incluso conseguí correrme en silencio, pero luego, tumbados los dos, respirando con dificultad y con los miembros temblorosos, giró hacia mí sobre la cama pegajosa por el sudor y apoyó dos dedos en mis labios con delicadeza.
—No pasa nada —dijo en voz baja. Fueron los primeros sonidos articulados que emitía— Ya podemos hablar, Kenneth.
Se me pasó por la cabeza contestarle que no en silencio o sencillamente pasar por alto su comentario y fingir que estaba dormido; en otras palabras: a falta de ellas, tomarle el pelo, pero en cambio pregunté:
—¿Has cambiado de opinión? —Me había pedido que nos mantuviéramos callados durante todo el encuentro.
Asintió despacio. Su larga y espesa melena cayó como una maraña enredada y pesada sobre mi pecho.
—Con el principio basta. Y que estuvieras preparado para estar en silencio.
—¿Ajá?
—¿Ajá? —me imitó.
Cogí un manojo de su pelo y me enredé el puño en él, estirándolo al máximo. Celia inclinó la cabeza hacia mi mano. Sus enormes ojos de color ámbar oscuro miraron hacia abajo.
—Eres una mujer muy peculiar, Celia.
—¿Lo repetiremos?
Alcé la cabeza y fingí estar entusiasmado porque hubiera bajado la vista.
—Dentro de unos cinco minutos, supongo.
Sonrió.
—¿Volveremos a vernos?
—Oh, yo diría que sí.
—Bien, no podremos salir, vernos en público. Tendrá que ser así.
—Así está bien. Puedo manejarme con esto.
—Manéjame a mí —susurró descendiendo entre mis brazos.
De este modo comenzó mi errática ruta erótica por los hoteles de lujo de Londres. Cada pocas semanas —salvo una interrupción por vacaciones—, un mensajero me entregaba un sobre delgado con una llave o tarjeta de hotel. La llamada complementaria fue acortándose paulatinamente hasta reducirse a un «El Connaught, tres uno seis» o «El Landmark, ocho uno ocho» o «El Howard, cinco cero tres».
Celia y yo proseguimos nuestra esporádica aventura en una sucesión de suites a oscuras, de techos altos y calor febril, sobre toda una serie de camas tamaño king o emperador.
Aquella primera vez, en el Dorchester, resultó que alargamos la cita más de lo que Celia había previsto; no nos quedamos hasta las seis, sino hasta las diez, cuando ya no pudo posponer más su marcha. En algún momento me había quedado dormido entre sueños acusadamente sensuales en los que nadaba envuelto en denso perfume rojo bajo un sol liliáceo abrasador, después me desperté y todas las luces estaban apagadas pero la luz exterior iluminaba la habitación y Celia estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera entre las cortinas descorridas; el brillo argénteo de la luna llena se combinaba sobre su piel con el destello de la iluminación artificial del hotel que se reflejaba desde el techo y enmarcaba su figura esbelta y oscura en tonos dorados.